22 noviembre 2007

La Prince

A veces recuerdo su piel. Tersa, firmemente adherida a sus músculos y a sus hue­sos. Sabia en dolores, experta en placeres; exigente y ansiosa; pródiga y urgente. Su piel mestiza, exhalando un aroma a aceites de espino, a musgo, a omo, a su sexo. Veo –a tra­vés de la incierta memoria- sus principales cicatrices y algún tatuaje íntimo y obsceno.
¿Estuve enamorado de ella?
Desde luego que sí.
Pero siendo yo un pelusa, ignorante y casi analfabeto, mi idea del amor puede resultar discutible y hasta chocante para las refinadas narices de mis lectores. Habrá quienes la llamen simplemente calentura. En efecto, ¿qué es esto de empezar des­cribiendo la piel de una mujer como si se tratara de un objeto?
De cualquier manera ello importa muy poco porque esta no es una historia de amor. No podría serlo tampoco, puesto que sus protagonistas, salvajes y marginales, nunca cono­cimos sino el lado oscuro de las cosas.
Después de tantos años de laboriosa re­construcción de mi persona, me cuesta aceptar lo que fui y preferiría que los misterios de mi pasado se olvida­ran. Aunque bien sé que ello no es posible. No obstante, se diría que experimento una morbosa ne­cesidad de destruir todas mis máscaras como si algo en mí luchara por recuperar mi antigua identidad.
En el barrio, en la ciudad, en el país donde nací ha imperado siempre la ley del más fuerte. La violencia, en todas sus formas, ha sido parte de nuestra vida cotidiana moldeando nuestro carácter y no es raro que llevemos su impronta en nuestro propio pe­llejo. Siendo apenas un muchachito ya había tenido la necesidad de pelear para mantener el simple status de ser vivo. Y se peleaba casi siempre a muerte por­que se instuía que la vida, en su estado actual o futuro, carecía de toda importancia.
En mi barrio abundaban los monstruos y yo, probablemente, era uno de ellos. Si no el peor, uno bastante feo.
Mirando hacia aquel pasado, no logro recordar a ninguna persona buena que no haya terminado más temprano que tarde en el patio de los callados. Envejecer era difícil en aquel medio. La miseria y la violencia no admitían a los mansos. Y la bondad, huelga decirlo, era un pésimo ejemplo.
Pero, ella rara vez peleaba. En cambio, mandaba a sus hombres, a quienes sub­yugaba con su poderosa inteligencia, con su sangre fría y su refinada maldad.
Los tipos que aquella noche me golpearon y a quienes golpeé, obedecían sus ór­denes. Así lo decían mientras me atizaban sus calculados upercuts en la zona baja. Evi­tando rajarme la cara o patearme los cojones como lo hice yo con más de alguno de ellos. Sin embargo, fue imposible resistirlos, eran demasiados.
Mientras me llevaban amordazado y maniatado en aquella destartalada citroneta que conducían como unos monos, me insultaban y se reían, haciéndome sentir lo afortu­nado que era al estar bajo la protección de su jefa.
Ella era uno de los tantos mitos urbanos. Nadie la conocía, nadie sabía quien era, nadie pronunciaba su nombre. Sin embargo, era temida. Y con razón.
Aquella noche la conocí.
En aquel sótano que más parecía una cueva que una habitación, el suelo de ma­dera recién aserrada estaba húmedo y olía a pino. Una sucia lamparita colgaba del cielo invisible esparciendo una mezquina luz que que no alcanzaba a definir los objetos más lejanos.
Hacia el fondo de aquella catacumba ascendían los peldaños por los cuales me habían arrojado momentos antes.
Por allí descendió ella.
Alta y delgada. El cabello corto cubierto con una suerte de boina vasca. Blusa os­cura y corta que dejaba ver parte de su vientre. Jeans ajustados sujetos por un gran cintu­rón de cuero. La hebilla relumbraba en aquella penumbra mientras se acercaba.
Cuando finalmente estuvo frente a mí, sus ojos buscaron los míos. Permaneció mirándome fijo, hasta que bajé los párpados. Tal vez como un vano gesto de protesta, tal vez para negar el miedo que brotaba de mis pupilas. Cuando los abrí, su mano derecha empuñaba una daga cuya hoja pequeña y brillante me hizo temblar.
Cortó la mordaza y las ataduras de pies y manos, guardando luego el arma y alar­gando su mano hasta tocarme la cara.
-¿Te dieron mucho?- su voz era entre burlona y compasiva.
Me mantuve en silencio.
-¿estás enojado? –sus ojos claros me intimidaban. Y probablemente eso la irri­taba.
-yo te mandé a traer- siguió- si estás enojado es por mi culpa...
-¡vamos, pégame!-
-…-
-se te va a pasar la rabia si me pegas…¡vamos!
-no puedo pegarle a una mujer- le respondí e inmediatamente me di cuenta de la estupidez que acababa de decir.
-ya, macho- se río.
Y antes de que me pudiera dar cuenta me dio una bofetada tan fuerte que me tiró contra el muro. Sentí la sangre en la boca y traté de recuperarme. Avancé un paso y le tiré una mano. Ella quitó la cara velozmente y agarrándome el brazo me puso una llave al tiempo que me enviaba un formidable puntapié en el culo.
Sabía pelear mejor que cualquier hombre.
-eres pa’ la risa- dijo
-ya sé que te saco la chucha así que mejor no sigamos. No quiero hacerte daño.
Tomó una silla y afirmando sus brazos en el respaldo la cabalgó.
¿para qué me trajiste? –dije por fin.
-se me antojó-
-y ya que me viste… ¿me puedo ir?
-te aconsejo que te quedes. Irte ahora puede ser peligroso-
-más peligroso puede ser quedarme por aquí por lo que acabo de comprobar- y al decir esto comencé a caminar hacia los escalones.
Cuando iba a comenzar a subir ella me detuvo.
- Pensé que quizás te interesaría quedarte conmigo-
-¿Es una declaración de amor?-
-sí, es una declaración de amor.
-¿y si digo que no?
-no podría resistirlo- su voz sonó lúgubre- si te vas, me encargaré de que te vayas bien lejos.
Había comenzado a subir pero me detuve. Conocía muy bien aquel sonido metá­lico y pude sentir la bala ingresando a la recámara de percusión. Un escalofrío me sacu­dió desde la nuca hasta el culo.
Me volví. El orificio negro de una beretta me miraba a punto de escupir sus dos onzas de plomo.
-¿te vas?- Sus ojos claros estaban inundados por las lágrimas.
-me quedo- le dije.
Y así comenzó nuestra feliz unión.

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