22 enero 2008

El último café

Camila llegó pasadas las siete.
Luego de rechazar mi intento de saludarla con un beso, se quitó el abrigo y se sentó sin di­rigir sus ojos hacia mí ni un solo instante.
El mozo, que me había ignorado durante los veinte minutos que llevaba sentado allí, se apresuró a hacerle un gesto asegurándole que la atendería enseguida.
Camila es bella. No solamente por su ondeada cabellera rubia, lo que en una ciudad que ca­rece dramáticamente de este bien, ya es sobrado motivo para pertenecer a la categoría de beldad, sino porque sus rostro es sencillamente angelical. Y su cuerpo… Oh, su cuerpo… su cuerpo irradia una sensualidad y un erotismo que funde el cerebro en cosa de segundos. Como si al contemplar sus maravillosas rodillas o el turgente nacimiento de sus senos uno fuese objeto de una magia irresistible que lo arrastrase sin remedio al fondo de un abismo.
Abismo donde ahora me parecía estar, debatiéndome miserablemente.
No sabía qué decirle. Estaba nervioso, mirándola con una mezcla de curiosidad y angustia crecientes, mientras ella aparentaba observar algo que parecía desarrollarse a mis espaldas, más allá de las vidrieras, al fondo de la plaza, donde quizás un inmenso rebaño gozara del delicado sol de marzo.
En el teléfono su voz había sonado imperiosa y fría. Su exigencia de una cita en un lugar público antes que en nuestro departamento no podía presagiar nada bueno.
Luego que el mozo se marchara con nuestras respectivas ordenes, me atreví a romper el hielo.
- Y bien, ¿por qué estamos aquí?...
Por primera vez fijó su mirada en mí y, luego de observarme unos instantes con lo que me pareció alternativamente un sentimiento de odio, de resentimiento, o hasta de desprecio, tomó su pequeña cartera y abriéndola extrajo un sobre que puso en medio de la mesa.
Al principio no lo reconocí. La verdad es que no tenía cómo hacerlo. Contemplé aquel pa­pel cuyas desvaídas rosas impresas en una esquina no pude recordar. Lo tomé y extraje el tembloroso papel con la extraña sensación de que se trataba de una carta procedente de otro mundo.
No había data ni lugar del remitente. Sólo comenzaba diciendo:
“Amado Escuti, …”
Levanté los ojos y pregunté con sincero asombro:
- Pero, ¿qué es esto?... ¿de dónde la sacaste?
- No seas cínico, Misael. No lo niegues.
Su voz sonó hueca e inexpresiva. Su mirada, ahora clavada en mí, sólo expresaba rencor. No podría decir si lo que ella experimentaba fueran celos, despecho o algún otro confuso sentimiento que la hacía recogerse como un caracol herido por las primeras gotas de lluvia ácida.
Volví mis ojos hacia aquella carta dirigida evidentemente a mí. La caligrafía era laboriosa, quizás la tercera o cuarta copia de un original plagado de tachaduras, enmiendas y borro­nes. Lo cual, sin embargo, no había impedido la abundancia de errores ortográficos y gra­maticales. Mientras leía, trataba de recordar o más bien adivinar quién podría ser la remi­tente. El solitario nombre de Maribel que hacía de firma al dorso del pliego no me decía nada y hasta podía ser un nombre falso.
Entre tanto el mozo atendía y cortejaba a Camila.
Hasta cierto punto aquella carta me hacía comprender su decepción y su enfado. Aquella mujer se dirigía a mí como a un amante, sin escatimar adjetivos amorosos y hasta obscenidades que me hacían enrojecer mientras leía.
Pero yo no tenía una amante.
¿Cómo tener una amante después de conocer a Camila?
Aquello era ridículo.
-Mi amor… - le dije. ¿De dónde has sacado esto?
- No me llames “mi amor”, cínico-
El mozo quien por fin se había dignado traer mi café, me sonreía burlón, escu­chando impertinentemente mientras ella me aclaraba que yo sabía perfectamente que la había “ocultado” entre las páginas del monumental The Mammoth Book of Pulp Fiction con la tonta esperanza de que ella, quien aborrecía de aquel género, nunca habría de en­contrarla.
-Perdón, ¿usted no tiene nada más importante que hacer?... El mozo enrojeció al darse cuenta de que lo interpelaba enrostrándole directamente su impertinencia. Evidente­mente no esperaba ser aludido de una forma tan abiertamente hostil, así que, haciendo una ligera venia, se esfumó.
-pero si yo jamás he abierto ese libro en mi vida –protesté.
Pero aquello no era cierto. Tiempo atrás, no recordaba exactamente cuándo, había comenzado su lectura. De hecho, recordaba bastante bien un par de aquellas historias, Fo­rever After de Jim Thompson y So Dark For April de Howard Browne. Acaso la concien­cia de estar mintiendo me forzara a concentrarme en aquel volumen de casi seiscientas pá­ginas, tratando de recordar lo que Camila mencionaba. Estaba seguro, sin embargo, de que al menos cuando yo lo había estado leyendo, aquel sobre no se encontraba entre sus pági­nas. Era, en verdad, algo muy extraño, sin mencionar, claro, el pequeño detalle, que aquel sobre contenía una carta dirigida a mí, de una amante a quien no conocía o, al menos, no recordaba.
-Entonces …¿vas a negarlo todo?-
-Es que no puedo aceptar algo que no entiendo. Todo esto es muy raro.
-¿Raro?, ¿qué tiene de raro?, el noventa por ciento de los hombres son infieles a sus parejas. Algún día tenía que ocurrir.
-No, esto es un terrible malentendido. Yo no te he engañado, te lo aseguro.
-Dios sabe que me gustaría creerte, Misael, pero es imposible.
- ¿Por qué imposible? –protesté sintiendo una especie de vacío en el estómago por­que tal vez comprendía que la situación se me escapaba de las manos- Evidentemente al­guien puso esa carta en aquel lugar…
- Es que no se trata sólo de la carta…
Entonces me di cuenta de golpe que los hermosos ojos de Camila, no expresaban ya despecho ni tristeza, sino una suerte de velado temor. Me pareció incluso que sus pupilas se dilataban y enturbiaban.
-¿aún hay más?
-Ella me llamó.
-…
Mira, es inútil que lo niegues, ella sí te conoce, y muy bien. Me dio detalles… ¿sa­bes?...
-¡Detalles! ¿qué detalles?...
-Detalles íntimos-
Probablemente pensé que aquello no podía estar pasando, era demasiado increíble. Es decir, era creíble para cualquiera, excepto para mí. A menos que me estuviera volviendo loco, yo estaba seguro de no haber mantenido una affaire en los últimos diez años y menos aún con una mujer analfabeta.

- Camila, por favor, probablemente se trata de alguna mujer que conocí hace mu­chos años…
- Ella me dijo dónde guardabas sus cartas…
- ¡¿sus cartas?!...
Entonces Camila abrió nuevamente su cartera y como si se tratara de la chistera de un mago fue extrayendo diversas cartas que depositaba sobre el verde mantel de lino al tiempo que decía…

-ésta estaba bajo el reloj de bronce de la sala… ésta otra, escondida en la vieja radio de tubos que tienes en tu estudio… y ésta… en el bolsillo interior de una campera que no usas desde hace un par de años…
Sentí que me mareaba. Tomé un sorbo de agua y traté de controlar mi respiración. De pronto una idea horrible cruzó por mi cabeza. Y puesto que era una idea tan horrible y dolorosa, supe de inmediato que era la verdad. Camila mentía.
No era pues, el miedo el que dilataba sus pupilas; ni era rencor, ni los celos lo que reflejaban sus bellos ojos, era pura y genuina maldad.
Entonces recordé por qué me resultó familiar aquel sobre con sus desvaídas rosas en el ángulo superior derecho; había visto un atado de ellos en una de las gave­tas de su pequeño escritorio.
Tomé aquella primera carta y volví a leerla. No había consistencia en los errores como suele ocurrir con un verdadero iletrado. Estos más bien parecían deliberada­mente puestos aquí y allá. La laboriosidad de su escritura, bien podía deberse a la necesidad de perfeccionar una escritura que disimulara el propio trazo. Acerqué por último el papel a mis narices; un leve pero diáfano aroma subió hasta mi cere­bro. Pude distinguir las notas principales de melón, mandarinas y lilas, así como los acentos secundarios de lirios del valle y lavanda y, por supuesto, las marcadas notas bases de madera de sándalo, vainilla y musgo. ¿No era éste pues el 360° de Perry Ellis, el aroma favorito de Camila?
-¿y bien?- inquirió ella.
Guardé silencio. Necesita al menos unos segundos para procesar todo aquello.
-No tengo defensa- dije finalmente– acepto mi error.
-supongo que entiendes que para mí esto es el final- Su voz sonaba melodramática. Había lágrimas en sus ojos y su nariz había enrojecido. Buscaba pañuelos desecha­bles en su cartera. Le ofrecí mi propio pañuelo que declinó con un gesto impa­ciente. Finalmente sonó su hermosa nariz y luego enjugó sus ojos cuidando de no arruinar demasiado el maquillaje. Tenía un aspecto de adorable constricción, como si de pronto hubiese enviudado y el dolor la traspasase, doblegando su delicado ser.
- Quisiera pedirte que no vuelvas al departamento- dijo. Puedes ir por tus cosas el próximo fin de semana. Yo no estaré allí.
- ¿Me vas a pedir el divorcio, entonces? –pregunté.
- Dejémosle eso a los abogados- dijo y se levantó. El mozo surgió de entre la pe­numbra y procedió a ayudarla con el abrigo, obsecuente y servil.
-Adiós- dijo- mirándome todavía unos segundos, luego se marchó.
Permanecí allí, respirando aquel aire rancio y sobrecargado del aroma del café. Su silla vacía parecía ahora el símbolo de su abandono. ¿Por qué no decirme simple­mente que ya no me amaba? ¿Para qué inventar aquella farsa de la amante?
Antes de levantarse había guardado todas aquellas cartas apócrifas en su reluciente cartera para enseñarlas, eventualmente, como pruebas de mi infidelidad. ¿A quién? al juez, claro está, en el caso de que yo opusiera resistencia. ¿Y si yo opusiera re­sistencia? ¿Allegaría todas sus pruebas? ¿Comparecería entonces aquella Maribel en el estrado?
Ojalá se tratara de una mujer hermosa, me dije.
Pagué la cuenta y salí a la calle. Todavía quedaba luz natural. Era una noche agra­dable e inconscientemente dirigí mis pasos hacia la gran plaza para integrarme a aquel gran rebaño que gozaba de los últimos rayos del sol.
¿Qué más podía hacer?

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