28 julio 2006

El doctor cierra los ojos

El doctor cierra los ojos.
Sabe que atraviesa por un campo minado.
Se da cuenta que los demonios que enfrenta son poderosos.
Honestamente
no hay nada más ridículo
que este señor que cierra los ojos
y cruza las manos
buscando inspiración
como un sacerdote en denim y mocasines.
Cuando por fin habla,
su voz ya no es su voz
y su cara resplandece
con la más falsa de las sonrisas.
“Muy bien” – dice mientras levanta el fono
y aprieta el botón
que abre las compuertas del limbo.

Dos ángeles te esperan
y no te sonríen.


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Desaprender los códigos

Desaprender los códigos
y yacer en las arenas
perfeccionando falsos gestos de alegría
para entrar en muchedumbres
vacío y sediento.
Temor de que se note
la mirada desolada de mi estirpe.
No convencido de nada
ni entregado a nada
yacer entre la maleza
sintiendo el aroma despreciado del espino.
Desconocer mi nombre
y olvidar mis huellas
que en cualquier caso
la memoria falsearía.
Esto que nos pasa
es horrible
pero estamos contentos.
Si despertara en vos,
ciudadana en la corniza,
los labios fríos
como el agua de un pozo.
Si temblaramos a punto de ser identificados
y entonces nos durmiéramos en piedra
como dos signos calcinados en el basalto
que los sabios del futuro no sabrán interpretar;
que los salvajes del futuro contemplarán asombrados.

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Ya que he decidido ignorar

Ya que he decidido ignorar
las siniestras huellas del destino
quisiera recuperar al menos
el don de las lágrimas.
Y mientras espero el autobus
que ha de internarme por barrios
y plazoletas delirantes,
sentir el dolor fluyendo
como una esperma cristalina e infecunda.
Todavía hay aire suficiente
entre el narcotizante hedor de la gasolina
y las partículas de plomo
suspendidas -sabrá el demonio cómo-
en la atmósfera.
La atmósfera de esta pasión
que es también un veneno
en que flotamos amoratados,
abiertos los ojos inútiles,
por el sólo capricho de estar vivos;
dolientes y orgullosos
como un cardo entre las vías
del tren expreso a la nostalgia.

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Recuerdo aquella vez

Recuerdo aquella vez
en que, desesperado,
me trepaba por las paredes
pensando que nunca podría escapar
de aquella estación abandonada.
Recuerdo claramente la ninguna esperanza
y la respiración acesante de la nada
imaginando que tal vez así sería
el momento justo antes de la muerte
cuando todo fuera supremo
y la belleza de estar vivo
te quemara como un hierro las entrañas.
Te quemara como un hierro
y demasiado tarde
entendieras.

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16 julio 2006

Lord Banana



"Cuando se cuenta un cuento, debe haber alguien que lo escuche; y por poco que el cuento dure, es raro que quien lo cuenta no se vea inte­rrumpido algunas veces por su auditor. He aquí porqué he in­troducido en el relato que se va a leer, y que no es un cuento, o que es un mal cuento, por si tuvieran dudas, un personaje que juega el rol de audi­tor..."


ESTE NO ES CUENTO
Denis Diderot


Hay un concurso literario y la señorita Marabolí me pidió escribir “algo”. Le pregunté si cualquier cosa y ella respondió: “cualquier cosa que sea un cuento”. Todavía le pregunté: “¿un cuento real o un cuento fantástico?” Me miró un tanto desconcertada y sólo repitió: “un cuento”. Lo que yo interpreté como “un cuento real” que es éste que estoy escribiendo.
El personaje principal en este cuento es la propia señorita Marabolí. Ella es morenita, un poco más baja que yo y lo más lindo que tiene es su poto. Sus ojos son muy bonitos también, sus labios ídem, su cintura, casi perfecta, pero nada se compara con su poto: es precioso.
Hasta ahora, ella ignora que la he visto empelotas y ese es precisamente el motivo de este cuento.
Ya sé que no voy a ganar el concurso y la verdad es que me tiene sin cui­dado. Nadie escribe un cuento sólo para ganar un con­curso (salvo en el caso de que se trate de un verdadero pelotudo), sobre todo cuando se escribe un cuento real.
Pero la seño­rita Marabolí es feliz cuando yo gano un concurso (he ganado tres), porque ella es mi profe de Castellano. Se siente orgullosa porque cree que ella tiene algo que ver con el “cuento”. Por supuesto, se equivoca. Yo no le debo nada. Además, me saco los sietes sin querer; casi sin estudiar, porque la clase para mí es fácil. Si escribo bien, tal vez sea porque leo mucho. Sin embargo, nada me cuenta quedarme ca­llado y dejar que ella se sienta realizada creyéndose su propia pelí­cula.
Además, la quiero desesperadamente.
Y la deseo con locura.
En su clase estoy siempre como hipnotizado mirándole el culo. Especial­mente los días en que viene con ese vestido negro que le cae súper. Muchas veces le pido explicaciones sobre palabras raras y después que ella las repite le pido es­cribirlas en la pizarra, sólo para contemplar una vez más ese traste divino que tiene. Por otra parte, parece que ella sabe que se lo miro y seguro que le gusta porque no dice nada.
Pero lo que más me excita es saber que ella va a leer este cuento; al prin­cipio con asombro, luego con creciente ansiedad, para terminar llorando y rom­piendo las hojas en mil pedazos.
¿Me odiará después?
Quién sabe.
Pero yo no soy culpable de nada.

El otro personaje de este cuento es el Señor Maragaño. Un ser desprecia­ble a quien le deseo la muerte después de padecer horrorosos suplicios a manos de los huechurabas. Es el Inspector General. Casado, cinco hijos, dos perros, tres gatos y un número indeterminado de pulgas y chinches. Lo máximo que puedo decir del señor Maragaño es que siendo muy bruto, no suspende ni anda lla­mando a los apoderados por tonteras.
Sus métodos disciplinarios distan de ser ortodoxos. Estos van desde una simple reprimenda verbal (“Mira, mocoso, culeado…”) hasta los trabajos forza­dos en “Siberia”, pasando por los match de box o de “full contact” para resolver controversias entre compañeros. A su manera, el señor Ma­ragaño nos educa. Así por ejemplo, si sorprende a dos que empiezan a agarrarse a combos, detiene la pelea y, si son del mismo tamaño, se los lleva al subterráneo donde mantiene un tatami y guantes de box, los obliga a quitarse la camisa y los enfrenta, haciendo él mismo de árbitro. Los hace pelear unos cinco minutos y luego los obliga a darse la mano “como caballeros”. En cierto sentido él es, como muchos profes, un uto­pista cínico y sentimental. La “caballerosidad”, si es que alguna vez existió cosa semejante, tiene que haber sido algo muy re pe­ludo. Por lo demás, Maragaño sería el ejemplo perfecto. Es decir, el constituye la prueba viviente de que es posible ser un caballero y un chu­chesumadre al mismo tiempo. Es vox po­puli que llegó a la dignidad de Inspector General después de delatar a sus colegas simpati­zantes de Allende (porque en este colegio nunca hubieron verdaderos upelientos, como dice mi abuela).
Otra cosa extremadamente desagradable de Maragaño es que es alto y ru­bio. Los huechurabas tendrán algunas dificultades para reducirlo porque, además, es seco pa´ los cornetes.
Antes de continuar con este cuento viene una tanda comer­cial. (Pueden saltársela sin remordimientos)
Resulta que este concurso lo organiza Chilectra Metropolitana y la Coca-Cola y de acuerdo con lo que me dijo la señorita Marabolí en el cuento deben figu­rar las frases:

CHILECTRA TE ILUMINA
y
TODO VA MEJOR CON COCA-COLA

Para la Coca-Cola, claro.
Y con respecto a lo de Chilectra, no deja de ser una ironía que justo cuando lo escribí, se cortó la luz y casi me saqué la cresta yendo a la cocina por un par de velas “luminosas”. Parece que hubo un atentado a una torre de alta ten­sión, así que Chilectra, a mí, y calculo que a otros seis millones de emputecidas almas, no nos ilumina esta noche.
La señorita Chilectra apareció en calzones alumbrándose con una pequeña linterna a pilas. Se asomó a la ventana para echar una mirada a la ciudad chamus­cada y moribunda. “¡Terroristas, culeados!” –dijo con resignación. Luego proce­dió a robarme una de las velas al tiempo que bajándose los calzones me apagó la otra con un tremendo pedo.
¿Y qué reclaman? ¡¿No les dije a los huevones que se saltaran la propaganda?!
Y bueno, el otro personaje protagónico de este cuento soy yo. Alto, del­gado, moreno, de ojos verdes y una pichula de este porte. Buen mozo e inteli­gente. Tengo 13 y estoy en segundo. Me gusta el hueveo, pero igual soy serio. Tengo promedio 6,3.
Las acciones:
Cuando descubrí que Maragaño se quería tirar a la señorita Marabolí, supe de inmediato que lo lograría de no mediar la intervención de La Providencia. Por experiencia, nosotros sabíamos que Maragaño era rápido y eficientemente. Un verdadero perro de presa. Una vez que lograba atrapar a su víctima no la soltaba sino hasta haberla destruido. No era la primera vez; no sería la última. De manera que se trataba de una carrera contra el tiempo.
Entre La Providencia y el inspector comenzó entonces una lucha sorda y sin tregua…
Siendo la Providencia una fuerza abstracta, no es raro que se sirva de per­sonas humildes y hasta insignificantes tanto como de aquellos seres dotados de ex­cepcionales cualidades para cumplir con sus divinos propósitos. Me gusta pen­sar que yo me encuentro en esta última categoría mientras que Lord Ba­nana per­tenece, sin ninguna duda, a la primera. Y se ve que le gusta.
Los hechos se desarrollaron más o menos así:
Lord Banana se encuentra con la señorita Marabolí en el pasillo de la Sala de Profesores. Le mete conversa. Se nota preocupado y hasta triste. Un mechón de pelo rubio le tapa el ojo derecho, así que la profe, que va a su lado, no puede ver su alma rastrera y viciosa. Esta preocupado por un amigo -miente- Este amigo está escribiendo un cuento para un concurso y hay una parte que no le sale, pero como es un tipo tan orgulloso no quiere recurrir a lo obvio: pedir ayuda. La profe sonríe y pregunta si él sabe cuál es la dificultad. Claro que sabe. Se trata de una parte en que la protagonista escribe una carta de amor, dándole una cita a su amante en el gimnasio de un instituto donde ambos trabajan. Oye, dice la maestra, eso es fácil, hasta yo podría escribir esa parte.
Cayó redondita, me informa Lord Banana, mientras pienso que sus ojos azules aguachentos podrían ser los de un asesino en serie. ¡Hijodeputa! Le digo a modo de elogio. ¿Y cuándo? … ¡mañana!
La dulce señorita Marabolí nos achaca con literatura del siglo de oro. Nos obliga a leer ciertas comedias de enredos que son muy de su gusto y, para su es­trecha mente de vieja de castellano, del gusto universal. Inútil tratar de razonar con ella porque ella es la dueña de la verdad. ¿Acaso no es ella la profe?... Irre­futable. Lógico. Evidente. Nosotros ignorantes de mierda, ella sabia y culta. Y si nos les gusta, pueden ir pensando en irse a la chucha. Implacable con las notas, con cierta tendencia a cargarse al chancho con los rojos. Así es ella, y si no fuera por su inmensa belleza y simpatía, sería la profe más insufrible de todo nuestro noble establecimiento. Con todo, y a pesar de que soy lejos su mejor alumno, me puso sólo un 5, 8 en la prueba de la Dama Boba. Por cierto, no le di el gusto de reclamarle por la nota. Y se ve que le sorprendió. ¿Te explico? -me ofreció. No, no hace falta -le respondí- confío en usted. Se quedó un poco cortada y como que se sonrojó un poco. Sin embargo, hizo un gesto cómo de disgusto y sólo dijo “bien”. Imagino que debe haber pensado: “¡mocoso de mierda, soberbio!” Y sentí un ex­traño placer al imaginarlo.
Durante la clase jugué a mirarla fijamente a los ojos mientras imaginaba las cosas más indecentes.
(No, no me atrevo a escribirlas)
De pronto terminó la clase y me di cuenta que tenía una tremenda erección así que me dio vergüenza levantarme. Lo malo fue que ella fue directo hacia mí y me dijo que quería hablar conmigo. Vamos al patio –me ordenó.
Así que no tuve otra opción que levantarme con el tremendo bulto y tratar de disimular. Pero cuando llegamos afuera ella se volvió y lo notó. Soltó una risita histérica y dijo: “¡Dios mío!” Ambos nos sonrojamos. A pesar de todo sostuvi­mos el siguiente diálogo:
“-¿Terminaste el cuento que te pedí?
-Casi
-¿algún problema?
-no, no
-Un amigo tuyo me dijo que había una parte que no sabías cómo escri­bir…
-¿en serio?
-sí, la parte de la carta.
-¿qué carta?
-La carta que la mujer le escribe a su amante.
-No hay ninguna mujer que tenga un amante en mi cuento.
-¿no?
-No. Tiene que ser un error. Debe ser otra persona la que está escribiendo ese cuento. Yo estoy escribiendo un cuento real. Me baso en la realidad.
-Ah, ¿y no eres amigo de Matías Viel?
-Amigo, no. Lo conozco, pero en realidad no somos amigos.
- No sé por qué, pero no te creo.
- ¿Qué no me crees?
- Nada.
- Bueno. ¡Qué le vamos a hacer!”

Me miró unos instantes, llena de desconfianza y luego se marchó. Cuando hubo caminado algunos pasos, antes de doblar la esquina de la Inspectoría General, se volvió y me gritó: “¡Ve a darte una ducha fría!”
La ducha estaba realmente fría.
Sin embargo, me masturbé pensando en ella.
Al día siguiente Lord Banana me entregó un disquete. Cuando abrí el único archivo que contenía, apareció el siguiente texto:

“Amor mío,
Las horas se hacen inmensamente largas sin ti. Añoro tus brazos, tus tier­nas caricias, tus besos, tan dulces. Quisiera sentir tu cuerpo junto al mío, sentir nuestros corazones latiendo al mismo compás. La pasión y el deseo me arrebatan y no sé esperar.
Esta noche te estaré aguardando en nuestro lugar secreto a la hora con­venida.
Te quiero con locura.
Firma.”

Instrucciones para Lord Banana:

1. Idealmente la carta debe estar escrita a mano. ¿Por qué?... por­que ese es uno de los problemas que tiene que resolver el escri­tor. Quiere conseguir realismo. Desea intercalar una fotocopia de un manuscrito en su narración, que es algo así como una cró­nica periodística.
2. La protagonista no es tan elegante. Evitar los adornos que sugie­ren una relación más bien romántica. Sólo acentuar lo erótico.
3. Debe ser más precisa con la cita. Nada de “lugar secreto” y nada de “a la misma hora”. Esta es la primera cita que ella le da para hacer el amor. Y LO MAS IMPORTANTE: ella se apresta a cumplir con una fantasía de su amante que es un ex deportista extremo y goza con la adrenalina.
4. ¿Cuál es la fantasía? Hacer el amor en el círculo central de la can­cha del gimnasio. Eso lo volverá loco.
5. La protagonista se llama Elizabeth Carballo, para que la firme. Pero como es una carta personal seguramente bastaría que pusiera su nombre.

Lord Banana asalta nuevamente a la señorita Elizabeth Marabolí a la sa­lida de la sala de profesores. Esta vez ella se detiene y puede observar a su gusto la depravada faz del rufián. Lo mira pues, largamente hasta que al fin dice: “Ne­cesito un café…¿Quieres uno?..”
En la cafetería Lord Banana comienza a explicarle los nuevos requerimientos del escritor. Sin embargo, Elizabeth, no parece querer escucharlo. Ha comenzado a trabajar en un alto de pruebas con una gran pluma con la que raya y corrige san­grientamente. De pronto lo interrumpe:

-¿Quién es?
-¿Qué?
-¿Que “quién es”?
- No le entiendo.
-Sí me entiendes. ¿Quién es el que está escribiendo eso?
-¡!Ah!! – Lord Banana trataba de ganar tiempo mientras evaluaba la posibilidad de cagarme o seguir con la treta.
-¿De verdad quiere saberlo?
-¡Sí, por supuesto!
-Pero primero tiene que prometerme que no le dirá que yo no se lo dije…
-Conforme.
-De todas maneras seguro que usted ya lo conoce. Es Gabriel García Mankhe.
-¡Noooo!! Elizabeth cerró su amenazante pluma con un enérgico clic – Primero, no puedo creer que tú seas amigo de Gabriel García Mankhe y, segundo, que él no sepa cómo inventar una carta de una amante.
- Bueno, eso es lo que trataba de explicarle. No es que no sepa. Sí sabe. Su pro­blema es que él quiere algo así como una carta manuscrita. Y además otra cosa. Él no me ha pedido nada. Sólo me contó el problema. Yo estoy tratando de congra­ciarme con él, haciendo esto. Y también, le recuerdo que fue idea suya escribirla. Yo no se lo pedí expresamente.
- Es cierto. Pero, ¿cómo es que tú lo conoces?
-Es una historia bien larga. ¿Quiere que se la cuente?...
-No, ahora no, tengo una clase en un par de minutos. Pero otro día.
-Bueno, yo le mostré la carta que usted escribió y me dijo que no servía.
-¿Por qué?
-Ya se lo dije. El quiere una especie de facsímile para insertar en el relato. Ade­más…
Y aquel solapado animal consiguió lo increíble: Explicarle, punto por punto, los requerimientos de la misiva. “Incluso saqué la hoja que tú me pasaste –me dijo celebrando su propia sangre fría- y ella quería intentarlo nuevamente. En realidad lo que dijo fue: “Ojalá que le guste a Don Gabriel, sería un tremendo honor”

- ¡Conchetumadre! –le dije lleno de sincera admiración- ¡No, es que eres muuuy carerraja!

Pero los días pasaron. Uno, dos, tres, quizás una semana. Y nada.
Mientras tanto el enemigo hacía considerables progresos. Comenzó a cortejarla durante los recreos y aunque no siempre ella le daba bola, en un par de ocasiones se tomaron un café y charlaron animadamente.
La situación era intolerable.
Tal vez por eso, cuando Lord Banana por fin me entregó la carta no tuve dudas.

Don Juvenal Barrera me saludó efusivamente y me invitó a sentarme en una de las picantes butacas de tevinil que amoblaban su despacho. Parecía como si me hubiera estado esperando.
“Y bien, joven, ¿qué se le ofrece?” . Sus ojos grisáceos e inquisitivos pare­cían enormes tras los pesados anteojos. “La secretaria me ha dicho que era algo importante”.
Estaba nervioso. Por un momento tuve la idea de arrepentirme. Sin em­bargo, ya era tarde para eso.
“¿Y bien?”
Extraje la carta escrita por la señorita Marabolí y se la extendí. Mi mano temblaba y me sentía pésimo. Vagamente comenzaba a comprender que las cosas que uno piensa adquieren una extraña dimensión cuando se convierten en acciones. Lo que estaba haciendo era una mariconada tremenda. Súbitamente sentí que debía expli­carlo todo. Arrepentirme. Pedir perdón. Llorar.
En cambio me mordí la lengua.
Barrera examinó la carta acomodándose los pesados lentes sobre su gran nariz. Una vez que la hubo leído se volvió hacia mí.
“Supongo que puede explicarme cómo llegó esta carta hasta usted…”
Mentí. Las palabras salían dificultosamente por mi garganta que se iba estrechando y secando. Cuando le expliqué que no quería verme involucrado creí que me iba a ahogar.
Barrera me dirigió una mirada en la que se mezclaban la compasión, la desconfianza y el desprecio.
“Toda mi vida he odiado a los gusanos como tú” –dijo- “pero nunca había tenido la mala suerte de tener uno frente a frente”
Sentí que me iba desmayar.
“Qué va a hacer?” – balbuceé.
“¿Qué se puede hacer con un maricón como tú?” “¡Habría que elimi­narte!” Los ojos de Barrera brillaron con una luz asesina tras los cristales.
“Sin embargo, no puedo hacer eso” – suspiró- “Así que haremos de cuenta de que aquí no ha pasado nada”
No me explico cómo todavía tuve el valor de preguntar:
“¿Qué va a hacer con la señorita Marabolí?”
“Nada” – contestó rotundo.
“¿Y no está ella haciendo algo malo?” –insistí.
“Por supuesto que no. Una mujer adulta tiene el derecho a prestarle el poto a quien se le antoje”
Diciendo lo cual Barrera me señaló la puerta.

A la mañana siguiente recibíamos con asombro la insólita noticia de que Maragaño había pedido su traslado al norte.
¿Qué había sucedido? Nunca lo sabremos con certeza. Es posible que, después de todo, Barrera haya reaccionado decidiéndose a intervenir. ¿Habrá sido él quién obligó a Maragaño a irse del colegio después de saber, por mí, que era el destinatario de aquella carta? Esta explicación era plausible, pero tenía el inconveniente de no concordar con la actitud demostrada por Barrera el día de nuestra entrevista. De ser así, no habría consistencia entre los dichos del director y su conducta posterior.
El alejamiento de Maragaño coincidió también con otro hecho extraño. La señorita Marabolí cambió.
Al principio no nos dimos cuenta. Sin embargo, gradualmente fue resultando evidente que algo extraño le acontecía. Sus clases, de ordinario vibrantes y apasionadas, se fueron tornando aburridas e insulsas. En ocasiones descendió incluso al dictado, práctica que ella misma había condenado terminantemente en más de una ocasión. Por otra parte, sus vestimenta hasta ese momento sencilla y de buen gusto, fue dando paso a atavíos de un lujo dudoso y de un sobrecargado erotismo. Notamos que si bien antes casi no usaba maquillaje, ahora se lo aplicaba en forma generosa y hasta grosera.
Contrariamente a lo que quizás ella esperaba, dicho cambio la fue convirtiendo gradualmente en un adefesio. Mirar aquellos labios no hace mucho tan bellos, convertidos ahora en un furioso marrasquino, era algo que sobrecogía el alma. Verla desplazarse equilibrándose sobre aquellos tacones que sólo un loco pudo haber diseñado, era algo que partía el corazón.
Entonces fue que comenzaron a reírse de ella.
Tal vez primero fueron las chicas las que empezaron a burlarse, imitando los gestos amanerados que había ido adoptando en consonancia con su nuevo look. Luego las burlas fueron acrecentándose y extendiéndose a la población masculina del colegio.
Frente a esto, la señorita Marabolí, respondía con gritos y rabietas que terminaban siempre con un estremecimiento y en sollozos.
¿Qué es lo que había ocurrido? ¿Cómo una mujer tan bella, dueña de una personalidad y un atractivo subyugantes había terminado transformándose en un manojo de nervios envuelto en brocatto y terciopelo? Y sobre todo ¿cómo es po­sible que ello haya ocurrido en tan escaso tiempo? ¿Estaba esto relacionado con el misterioso alejamiento del Sr. Maragaño? ¿Y si es así de qué manera?
Se comenzó a acrecentar el rumor de que la Srta. Marabolí había sido víc­tima de un mal. Es decir, que la habían “embrujado”; que posiblemente alguna rival despechada le había mandado a hacer un “trabajo”. De esta manera, los ru­mores fueron aumentando. Algunos la veían haciendo gestos robóticos en la calle; otros la escuchaban hablando sola. Una chica de segundo año contó que había in­tentado besarla a la fuerza. Un chico de cuarto aseguraba que a él le había pedido desnudarse frente a ella.
Pero a mí me ignoraba.
Hasta que un día la sorprendí mirándome con odio y comprendí, o creí com­prender, que sabía.
¿Pero qué sabía?
Entonces ocurrió algo que terminó por comprobarnos que había perdido definitivamente la chaveta. Aunque con ello, preciso es decirlo, terminó arras­trándonos a todos.
Teníamos clases con ella. Las dos últimas horas de un día miércoles. Era el mes de Julio, casi al final del primer semestre y como era invierno había anochecido muy temprano. Uno de los chicos protestó porque lo que estudiábamos era muy aburrido (y realmente lo era), luego todos estábamos reclamando y diciéndole que hiciéramos algo más entretenido. Ella nos miraba como si estuviera en otra dimensión. Y de pronto, en pleno apogeo de la protesta la vimos quitarse aquel sombrero que más bien parecía un macetero, darle un beso y lanzarlo contra uno de nosotros. “¿Así que quieren divertirse los huevones?” –gritó, dejándonos a todos paralizados. Nunca le habíamos escuchado decir una grosería. “Vamos a ver si nos divertimos” –siguió- “¡a sacarse la ropa todo el mundo!” Diciendo lo cual, se desabotonó la chaqueta y la arrojó lejos de sí. Luego se subió sobre su escritorio se quitó los zapatos de tacón y nos los arrojó con furia asesina. “¿No ven que son unos mocosos cagones?... ¿Por qué no se empelotan ustedes también, ah?… Y hablando de divertirse los hijitos de papito, ja, ja… Apuesto que ya están a punto de llorar los mariconcitos” Mientras esto decía se había quitado la primorosa blusa de seda y la ondeaba como si fuera un futbolista que acabara de anotar un gol. Al verla en sostenes vino la salvaje reacción de la turba. Vi, con asombro, que varias chicas se habían quitado el chaleco y se desabotonaban las blusas, imitándola. “¡Como siempre las mujeres adelante!, ¿no, chiquillas?” las comenzó a arengar ella a lo que las chicas respondieron con una gritería ensordecedora. Dicen que la locura es contagiosa y debe ser cierto, porque al cabo de unos minutos estábamos, si no todos, la mayoría, empelotándonos como si fuera lo último que hubiéramos de hacer en este mundo.
El hueveo era fenomenal.

La señorita Marabolí se despojaba de sus prendas descubriendo su cuerpo maravilloso y con ello parecía ir renaciendo. Volvía ser la antigua. La que todos admirábamos y queríamos.
Y deseábamos.
“¡Muéstranos tu poto, Elizabeth!”- le grité – “¡es maravilloso!”
Y ella se quitó los calzones y nos regaló con su incomparable culo.
No pude resistirlo. Avancé entre los muchachos semidesnudos y me abalancé hacia aquel poto soñado y lo cubrí de besos.
Creo que fue en ese momento que se abrió violentamente la puerta de la sala y entró Barrera con varios profesores y algunos apoderados. Miraban la escena con la boca abierta y los ojos desorbitados.
Sin embargo, el efecto de la magia era tal que algunas chicas siguieron besándose y corriéndose mano. Otros se masturbaban o comenzaron a tirarle las ropas y los zapatos a los intrusos.
Barrera estaba pálido y movía la cabeza como si quisiera despertar de una pesadilla. Sólo atinaba a mascullar: “¡Pero qué chucha esto!” Hasta que finalmente salió furioso.
Recuerdo que al cabo de un rato la sala se llenó de pacos. Y arrestaron a todos los que estábamos en pelotas. Es decir, casi a todo el curso.
Mi abuelo me fue a rescatar de la comisaría porque a mi mamá le había entrado una depresión feroz cuando le contaron.
Y es aquí donde la historia se vuelve confusa porque las declaraciones de un sector del curso no coincidían con las del otro. Había una versión que señalaba que la señorita Marabolí fue agredida y despojada de sus ropas por un grupo de estudiantes. La otra versión se atenía más o menos a lo que realmente había pasado.
¿“Lo que realmente había pasado”? pero, ¿qué es lo que realmente había pasado?
Era la pregunta que me hacía mi abuelo. ¿Y qué podía contestarle a mi viejo? Nada.
¡¿Cómo que nada?¡ ¡Huevón, te encontraron besándole el culo a la profesora¡ Además se dice que tú iniciaste todo y que con otros muchachos la empelotaste.
Eso es lo que yo declaré. Pero no fue así.
¿Y puedo saber por qué chuchas declaraste eso entonces?
Para que no la echen.
No, claro, que no la van a echar. Al único que van a echar va a ser a ti, por pelotudo.
Pero no echaron a nadie. Y sólo el serenísimo Señor Barrera sabía por qué.
Yo lo supe después. Quiero decir, varios años después.
Antes de que llegara a esta parte. No recuerdo exactamente en qué momento, fue interrumpido por Miss Chilectra, que como habrán adivinado es mi hermana mayor. O sea, en el momento que ocurría esta historia y que yo la narraba, era mi hermana mayor.
Ella leía todo lo que yo escribía. No importa que yo lo ocultara. Además me usaba para todos sus experimentos periodísticos, porque ocurre que era una estudiante de dicha fatídica carrera.
“La historia está entretenida, me dijo, pero no es verosímil.”
“Pero hay algo que me tiene intrigada –continuó- ¿qué pasó con la mina?, ¿le diste el cuento finalmente?”
Eres periodista, le respondí, averígualo tú misma.
¡¿O sea que lo hiciste?¡
Y como suele ocurrir con casi todos los periodistas, se dio por satisfecha con su propia respuesta y salió chancleteando en sus flip-flop horrorosamente plásticas; horrorosamente rosadas.
Y como decía, no hubo expulsiones, ni remociones de cargo. Se trabajó para que todo se olvidara con rapidez.
La señorita Marabolí volvió a ser la misma, como si tras aquel incidente hubiera exorcizado el maleficio que la agobiaba.
Un día llegué con un gran sobre amarillo y se lo entregué. El sobre por supuesto, contenía esta historia. Para ser más precisos, una de las tantas versiones de esta historia. Me miró un instante con cierta desilusión:
“Muy tarde –me dijo- el concurso ya pasó”
“Me da igual, de todas maneras se lo quiero dar”
“Muy bien.-contestó- Después lo leeré” –y sepultó el sobre en uno de los profundos cajones de su escritorio metálico, donde todavía descansa.

El tiempo, a cuyas magias borgeanas me he ido acostumbrando, quiso que una tarde, después de muchos años de lo anteriormente narrado, me encontrara con un individuo a quien en principio no reconocí. Nos hallábamos en el aeropuerto de Barajas. Ambos regresábamos a Chile, por coincidencia en el mismo vuelo de Lan. Se trataba de Matías Viel, Lord Banana en persona.
Durante el vuelo, y aprovechando que era temporada baja y el avión iba prácticamente vacío, nos cambiamos de asiento y charlamos hasta que nos dio hipo. En algún momento nos acordamos de la inefable señorita Marabolí.

¿Qué habrá sido de ella? –pregunté, no porque esperase una respuesta, sino más bien por nostalgia.
¿Pero, cómo, no sabes que terminó casada con Barrera? – se extraño Lord Banana.
¡¿Con ese viejo de mierda?¡ ¡No te creo!
Pues, créeme. Además no tiene nada de raro.
¿Y por qué no tiene nada de raro?
No pues, hombre, si el viejo la hizo su amante a poco de que ella llegara.
¡Me estás hueveando!
No, claro que no. Fue en aquella época en que tu creías que se la iba a tirar Maragaño, pero en realidad el que se la terminó tirando fue el viejo zorro. Acuérdate que él la obligaba a usar esas pintas de puta que le regalaba.
¡No huevées! ¿Y tú cómo sabís tanto?
Por mi viejo, si solían juntarse a jugar al cacho.
Oye, y dime una cosa maricón, ¿tú sabías todo esto en ese momento o te enteraste después?
No, después, después… y vi que Lord Banana se reía mientras el mechón de pelo rubio le tapaba el ojo derecho igual que hace un millón de años.
¡Viejo conchesumadre! –comenté cabizbajo.
Ahora entendía todo. Por eso Barrera nunca tomó ninguna acción punitiva en contra de la Señorita Marabolí. Y quien sabe si no fui yo el que inicié todo con aquella ridícula idea de llevarle la carta falsa.
¿Sabes qué es lo más gracioso? – Lord Banana me tocó las costillas con un codo. ¿Te acuerdas de esa carta que le hicimos escribir engañándola?... Lo que pasa es que el viejo creyó que era verdadera y la llamó a su despacho. Ella se defendió y alegó que todo era una confusión, que un estudiante… Pero el viejo maricón la amenazó con denunciarla y hacerle un sumario… A menos que…. ya te puedes imaginar el resto.
Me sentí mal. Por un instante deseé no haberme encontrado con Lord Banana; desee que se callara; desee estrangularlo. Sin embargo, seguí escuchando su relato.
Así que se convirtió en su amante y el viejo comenzó a perder el seso por ella. La obligaba a vestirse con unas huevadas que el creía eran sofisticadas. ¿No te acordai? La mina estaba asustada y le seguía el amén. Pero eso duró hasta el día en que se empelotó en tu curso. Después de eso, cuando esta mina se la juega para que la echen y así librarse del viejo, ocurrieron varias cosas. Él se dio cuenta de que estaba enamorado hasta las patas y que sencillamente era incapaz de echarla. Aparte de que habían dos versiones de lo ocurrido y en una, ella resultaba inocente. Entonces ella ganó terreno y equilibró las cosas. Aceptó quedarse siempre que pudiera ser ella misma. Ganó.
Mientras escuchaba a Lord Banana trataba de comprender cómo era posible que él hablara con tanta propiedad y tranquilidad de aquellos hechos. Cada cosa que decía a mi me afectaba y parecía remover algo en mi interior. Lo miré. Se veía próspero, elegante, lleno de confianza. Conservaba aquella inteligencia soterrada y capciosa de sus años del colegio.
Esta bien- dije- todo tiene sentido, pero lo que no entiendo es cómo es que finalmente se casan.
Se casan, claro.
Eso es lo que no entiendo, ¿ella lo terminó queriendo?
¿Cómo saberlo? –reflexionó- Lord Banana- lo que está muy claro es que el viejo tenía su pequeña fortuna. Una situación, ¿me entendís? Y sobre todo mucho pituto. Eso puede haber sido atractivo para una mina de su condición.
En ese momento el avión comenzó a ser sacudido por una turbulencia. Cerré los ojos y por un momento deseé que nos fuéramos todos a la chucha. Me imaginé cayendo sobre el atlántico convertido en mierda. También pensé en aquel magnífico culo que una vez tuve la dicha de besar.
Luego me dormí.

FIN


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© David Miralles (2008)
Copyrighted material. Este cuento forma parte del libro "Lord Banana Y Otros Cuentos" publicado por Editorial Kultrun.
Prohibida su reproducción sin permiso expreso del autor.
1-(610)-450-4039
Ardmore, Pennsylvania.
Domingo, 16 de Julio de 2006

A bordo de un viejo vapor

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