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25 junio 2013

Bares, tabernas y cantinas I

Recién caigo en la cuenta de que la inconsciencia reina en todo lo que se refiere al ámbito del bar. Comenzando por la palabra misma. ¿Quién se acuerda, por ejemplo, que ésta, no es de origen español y que en nuestra lengua su significado se ha jibarizado hasta designar sólo aquel extraño espacio en que empinamos el codo? La inconsciencia parece aquí muy conveniente. Acaso un bar sea una suerte de oasis en medio de la absurda agitación de la ciudad. Un lugar en que la voracidad de la vida hace una pausa. ¿Será por eso que nos parece un lugar tan amable?... ¿O será por el contrario, el espacio donde recrudecen todos los miedos, donde todas las miserias se disfrazan de alegría?
No estoy del todo seguro de cuál fuera el primer bar con el que tropecé en esta vida. Creo recordar que se trataba de una pequeña cantina situada estratégicamente en la última calleja del pueblo donde siempre nos deteníamos antes de emprender la cabalgata hacia la montaña donde mi padre solía llevarme a pasar los veranos. Aquel era un lugar fresco y sombrío, de mesas rústicas y rústicos parroquianos. Me asombraba siempre que mi padre parecía conocerlos a todos, siendo así que vivíamos en la ciudad, y, mientras se echaba unas cervezas con ellos, yo tenía autorización para beber cuanta gaseosa se me antojara. Entre otras cosas, recuerdo esta cantina, por aquel exceso auspiciado por mi viejo, normalmente tan severo. Pero también, porque ya entonces, comencé a verla, sentada en el rincón más obscuro, fumando sus asquerosos “liberties”, dirigiéndome sus ojos cargados de odio y melancolía. Un vaso de vino blanco temblando en la mano alcoholizada.
Muchos otros bares desfilan por mis recuerdos. Ninguno tan patético y tan picante como “El Vienés”. La decoración minimalista de este antro me provocaba siempre una úlcera en el esternón. El hedor a cloro de sus baldosas ajedrezadas me sumía ipso facto en un estado de melancolía que ocultaba a carcajada limpia. ¿Qué me llevaba hasta allí, sin embargo? La inconsciencia de mis amigos de aquella época, la escasez, la indigencia, la desidia, la dictadura… Eso es, echémosle la culpa a la dictadura, por aquel tiempo, dueña de nuestras almas, ejecutora inapelable de nuestros futuros destinos. Allí sorbíamos aquella mortal aguardiente que mis compatriotas se obstinan en llamar “pisco”. Yo era el único que lo tomaba puro y, en consecuencia, el único que he sobrevivido a aquellos intentos de suicidio colectivo. Recuerdo, sin embargo, que durante aquellas jornadas nos reíamos como locos y, por ende, nos jurábamos felices. Extrañas formas que la felicidad adopta en tiempos de penurias. Me partiría el alma saber que aquello no era una de las misteriosas formas de alegría. Y en aquella clínica aséptica, iluminada por la crueldad de sus tubos fluorescentes, invariablemente la descubría sentada, el pucho pegado al labio inferior, su odio helándome la sangre dispuesta a saltarme al menor descuido.

14 enero 2011

Bares, tabernas y cantinas II

nighthawks-by-edward-hopper No puedo nombrar el “Café Paula” sin que se me vengan a la cabeza, en oleadas incesantes, diversos nombres que el pudor o el miedo me obligan a callar. En mi ciudad natal este café-bar, ahora desaparecido, solía ser el punto de encuentro de los poetas, músicos, pintores y ociosos profesionales de todas las tendencias, incluidos aquellos que todavía profesaban el realismo socialista. Poetas, graffiteros, panfleteros, publicistas y creativos de todas las marcas y colores rondaban por allí a toda hora. Una muchedumbre de intelectuales que solían llegar exhalando vapor, desembarazándose de sus bufandas de lana y quitándose los sombreros al tiempo que ordenaban sus “cortados” y sus vasitos de agua mineral. Sin embargo, la verdadera acción transcurría en el segundo piso, donde se encontraba el bar. Ahora, a la vuelta de los años, se sabe que extrañas reuniones se celebraban allí. Gente que conspiraba contra la dictadura, gente que espiaba a los subversivos, gente que parecía conspirar, gente que parecía espiar. Gente que pertenecía al Rotary Club, gente de la vicaría de la solidaridad y con toda seguridad, gente que sólo quería tomarse un trago en un lugar tranquilo.
En cierto momento, probablemente al final de su visita a este mundo, y mientras impartía sus últimas lecciones en la Austral, el filósofo Jorge Millas se hizo habitué de aquel lugar. De hecho, posteriormente a su muerte, hubo allí un salón, el bar del segundo piso, que llevaba su nombre. Cosa que, por lo visto a nadie le importó un carajo cuando, tiempo después cuando los neoliberales procedieron a desmantelar aquel lugar. Tengo la impresión de que ahora se levanta allí el edificio de una AFP o quizás la sucursal de algún Banco extranjero.
Millas conversaba allí, tarde por medio, con ciertos destacados estudiantes de las carreras de Antropología, Filosofía, Literatura y también, con ciertas señoritas intelectuales que tenían para él grandes preguntas y que él se esforzaba en responder de la mejor manera, tratando, caballerosamente, de no usar la jerga de su profesión de filósofo; lo cual, evidentemente, lo hacía todo más difícil, puesto que si algo dominaban aquellas damas, era precisamente dicha jerga. A veces, cuando llegaba temprano se le solía ver escribiendo o enfrascado en alguna revista, probablemente Apsi o Análisis. Algunos creen que fue precisamente allí donde redactó aquel famoso discurso del Caupolicán que luego le costara la decanatura de la Facultad de Filosofía.
Personalmente, nunca participé de aquella tertulia, pues por aquel tiempo, me encontraba atrapado en un universo paralelo; un submundo que no sabría cómo calificar, en el cual la dicha de la amena charla parecía algo francamente absurdo. Recordándolo ahora, me parece increíble que habitara aquellas mismas coordenadas espacio-temporales, y, sobre todo, que haya sido capaz de atravesar aquellos cuerpos como si en verdad no existieran, en pos de algo que efectivamente no existía o que, si existía, era insignificante.
Alguna vez, me encontré en el baño de aquel bar, padeciendo una borrachera tan infernal que el alcohol parecía haberme partido el alma. Resollando como una morsa en tierra firme, miraba por los ventanucos la incesante lluvia cayendo sobre los tejados de cinc. Se me llenaban los ojos de lágrimas ante aquel espectáculo miserable. Y no sé bien en qué momento aparecía a mi lado William Morales entregándome un fajo de billetes que yo, al principio, me negaba a aceptar. Vagamente sentía que Willy me deslizaba los billetes en el bolsillo del saco y desaparecía por aquel espectral pasillo que conducía a los salones, donde, al cabo de un rato me apersoné nuevamente. En uno de aquellos viejos sillones de cuero una chica de mi edad me enseñaba las piernas. ¡Maldito Willy. Maldito hijo de perra! - me reía, mientras acariciaba aquellas rodillas. El rumor de la conversación de las mesas vecinas parecía venir desde muy lejos. Escuchaba la risa de chica, sus débiles protestas, mientras alguien, en alguna parte, sacaba a relucir a Kierkegaard.
El mundo era lo suficientemente asqueroso como para que nos gustara.
***





A bordo de un viejo vapor

A  la memoria de Jorge Torres   Del pasado ascendía como niebla el alma del río   Gunnar  Ekelöf   C on   el p...