31 octubre 2006

ne oublier jamais.


Resulta que antes, hace como treinta años atrás, existía una gran playa en el barrio de Las Ánimas. Se extendía uno, tal vez dos, kilómetros, comenzando justo a partir del puente Calle-Calle.

Yo habitaba allí casi todos los veranos.

Era una hermosa playa de río y se encontraba bastante bien habilitada y mejor cuidada por el municipio. Lo curioso es que, aunque siempre había salvavidas en sus atalayas de vigilancia, cada verano tenía que ahogarse alguien. Casi siempre algún imprudente que se alejaba de la línea demarcada por las boyas anaranjadas o que se internaba en las traicioneras aguas del extremo norte de la playa, zona reconocidamente peligrosa por la presencia de algas y su fondo fan­goso.

Sin embargo, estas muertes, eran apenas una nubecilla en el panorama amplio y luminoso del verano.

Éramos felices, aunque probablemente no lo supiéramos.

Sólo ahora, después de tantos años, caigo en la cuenta que acaso nunca he sido tan feliz.

Éramos un grupo de cuatro amigos. Lito, Alex, Willy y yo. Todos muy altos y buenos mozos. El más alto era Lito que se empinaba por el metro 80. Tal vez el más buen mozo, Alex, con sus cabellos castaños y ondeados y su metro 78. Yo era el más moreno, con mi pelo negro azaba­che y mi metro 76; Willy era rubio, de ojos verdes y el más bajo de los cuatro con su metro 72. La estatura era un tema que nos obsesionaba por aquel entonces.

Y la natación, claro.

Éramos verdaderos peces en el agua.

Nuestra rutina era simple. Llegábamos temprano en la mañana, tirábamos nuestras toallas, nos quitábamos la polera y corríamos al agua. Ninguno de nosotros era de aquellos que arru­gaba al sentir la temperatura del H2O. Aquello hubiera sido una mariconada imperdonable. Así que ni pensarlo. Una vez que corrías al agua sabías que terminarías con una larga zambullida y continuarías nadando, estilo libre o “braceado”, hasta alcanzar las balizas. En nuestro exclusivo club también habían estilos proscritos: nadar de pecho o “a lo perrito” hubiera sido considerado por cualquiera de nosotros algo indigno. Aquellos estilos sólo iban bien con una chica y, por su­puesto, con el susodicho animalito.

Pero, hay un verano que recuerdo con especial nostalgia.

Todos teníamos catorce años y tengo la impresión que todos éramos vírgenes. Sin perjuicio de lo cual, cada uno de nosotros era capaz de referir con lujo y abundancia de detalles, una canti­dad indeterminada de apasionados encuentros con minas que siempre resultaban ser mayores e increíblemente atractivas. En mi caso, los detalles procedían de las aventuras de mi hermano Juan Luís, quien siempre me tomaba por confidente de sus más obscenas proezas amatorias. Este gran bastardo siempre iniciaba sus confidencias con la misma incómoda pregunta: “¿y?... ¿ya le conociste el ojo a la papa?”… Yo creo que todos sabíamos que mentíamos, pero nadie se hubiera atrevido a cuestionar a nadie. Ello hubiera implicado una suerte de suicidio colectivo ya que parte de nuestra identidad se sostenía precariamente en aquel tinglado de mentiras mutuamente consentidas.

Por otra parte, nuestra secreta aspiración era convertirnos, algún día, ojalá no muy lejano, en salvavidas de aquella maravillosa playa.

Y entonces ser como Atilio.

Un individuo que nos despreciaba olímpicamente, ya sea que se encontrara apostado en su alta torre, vigilando el atestado transcurrir de la playa o bien, sobre las ardientes arenas, cal­zando sus primorosas hawaianas importadas, exhalando el exquisito aroma de su bronceador mien­tras ajustaba las lentes de sus binoculares sobre el culo de alguna muchacha.

(Hay quie­nes sostienen que aquella era la inconfesable causa de que siempre se ahogara algún gil du­rante la estación.)

Nos acercábamos a Atilio. Le metíamos parlé. Lo adulábamos, incluso. Hasta que de tanto en tanto, condescendía a contestarnos con algún monosílabo. Pero siempre se las arreglaba para humillarnos; siempre encontraba la oportunidad para cagarnos.

¡Aquel tano conchesumadre!

Ya por la tarde cuando sacudíamos la arena de nuestras toallas para marcharnos, lo veíamos engrupiendo a alguna mina rezagada. Moviéndole la culebra. Conven­ciéndola de entrar en su citroneta color caca de donde –lo anticipábamos- no saldría viva.

Todo este tipo de huevadas contribuían a darnos una imagen distorsionada de la realidad. Nos imaginábamos infelices. No calzando hawaianas importadas ni enfocando poderosos binocula­res zenith sobre culos estatuarios, ni usando bronceadores de acentos ferinos. Careciendo de nombres y apellidos italianos, y sobre todo, no siendo propietarios de una citroneta color caca, la playa se nos atojaba poco menos que un valle de lágrimas.

¡Dios mío, si pudiera volver tan sólo fuera un segundo para tocar el hombro de aquel mucha­chito, guiñarle un ojo, convencerlo, desde el distante futuro, de que andaba desparramando nada menos que en el paraíso¡

Sin duda, aquel verano pasaron muchas cosas, pero esta noche sólo quiero insistir en dos.

Una de aquellas cosas se llamaba Katia, la otra, Manuela.

Ocurrió que aquel verano pololeé -o al menos eso creí- con ambas. No podría decir cuál de las dos era más bella, puesto que ambas lo eran en demasía. Ambas me volvieron loco; ambas me hicieron sufrir. Y si todavía me acuerdo de ellas es porque me besaron de tal manera que aún después de treinta años puedo sentir aquella dulzura incomparable. Por último, existía otra co­incidencia entre ellas, ambas mentían con total desparpajo. Katia tenía más de 17 años, pero fingía tener solo 15, Manuela no tenía más de 10, pero aseguraba tener 13.

Por otra parte, am­bas se odiaron a muerte.

Otra cosa: si Lito, Willy o Alex contaran esta historia, mentirían diciendo que ellos fueron los pololos de Manuela y Katia. La verdad es que ellas flirteaban con ellos, pero sólo a mí me ama­ron.

La primera vez que vimos a Katia fue una mañana al emerger de nuestro segundo baño. Era ya cerca del mediodía. Nos encontrábamos secándonos al sol cuando entre la mucha gente que venía arribando, apareció una chica de pelo castaño, vistiendo jeans y una polera que decía algo en francés. Acompañaba a un anciano calvo y flaco que se despla­zaba apoyado en un bastón. Al llegar cerca nuestro, plantó la gran sombrilla que traía al hombro y desplegó una pequeña silla de lona para el viejo. Luego de estirar su gran toalla y de quitarse los jeans, se sentó y comenzó a aplicarse crema bronceadora en los brazos, las piernas y el rostro. Al cabo de un rato, pasó rauda a nuestro lado y se zambulló sin titubear en las aguas.

Nadaba mejor que cualquiera de nosotros.

Y eso fue lo que nos subyugó a todos. La vimos llegar en unos pocos segundos hasta la mitad del río, bastante más allá de las balizas anaranjadas, donde se mantuvo luchando contra la co­rriente que, en ese punto, bien lo sabíamos, era muy poderosa. Pero, la corriente no la movió ni un centímetro. Luego de un cuarto de hora regresó, nadando con elegancia, a grandes braza­das, en un estilo crowl magnífico.

Cuando por fin emergió de las aguas y enfiló hacia nosotros, ya no era la misma. El agua que corría por su cuerpo resplandeciente la dotaba de una suerte de aureola cristalina y casi mística.

¡Una diosa, huevón! –comentó arrobado el Lito.

Nos apresuramos a encontrarla ofreciéndole nuestras toallas, lo cual rechazó con una gentil sonrisa.

Nos presentamos. Quisimos saber dónde y cómo había aprendido a nadar así. Pero, aparte de decirnos su nombre, declinó amablemente entrar en más detalles. Se excusó pretextando vol­ver a atender a su abuelo.

La vimos caminar aquellos pocos metros que la separaban del anciano dejando el rastro de sus hawaianas y de dos o tres prístinas gotas de agua en la arena. Y por supuesto, le miramos el poto que era una obra de arte sublime.

Después del almuerzo que consistía siempre en sándwiches y coca-colas, encendimos cigarri­llos. En aquel lejano entonces, grandes atletas como nosotros, no consideraban incompatible el uso del tabaco con la práctica del deporte.

Mientras sopesábamos diversas estrategias para conseguir un poco más de atención de aquella fantástica nadadora, fue que apareció Manuela. Guiaba una bicicleta muy cerca de las aguas, allí donde la arena era más firme y húmeda. Creo recordar que aquella bicicleta era muy grande, de un color verde oscuro y con la pintura un tanto desconchada. En ella la ciclista parecía más pequeña de lo que en realidad era, pedaleando de pie, subiendo y bajando rítmicamente, siguiendo un rumbo un tanto errático. Iba a volver la vista cuando de pronto, un niño que salió hacia la orilla persiguiendo su enorme pelota de playa obligó a la ciclista a hacer un brusco movimiento para no atropellarlo, maniobra que terminó con ella en el suelo arenoso y húmedo.

Salí corriendo en su auxilio. Cuando llegué a ella, ya se estaba incorporando. Le tendí la mano mientras el chiquillo causante del pequeño accidente nos miraba con su planetaria pelota en brazos.

“Estoy bien, estoy bien”, repetía. Pero yo no estaba seguro. Levanté el armatoste que conducía y comprobé que pesaba bastante. Al dar unos pasos, la chica, emitió un grito de dolor y se sentó en la arena. “Creo que me torcí el tobillo” se quejó.

Mis amigos habían llegado a la novedad. También Katia. Mas, luego de comprobar que no había gran cosa que hacer, se alejaron por la orilla charlando amigablemente; los cuatro. La oportunidad que buscábamos. Por un momento pensé en unírmeles, pero al volver la vista hacia la accidentada y ver lágrimas en sus hermosos ojos, opté por sentarme a su lado.

-“Me llamo David”- le dije.

-“Soy Manuela”- dijo, pasándome la mano. Una mano delgada y cálida que retuve un momento en la mía. Sentí como una punzada en algún lugar del pecho o del estómago. Algo raro.

-“Es un lindo nombre” – Comenté.

Me miró sin decir nada, directamente a los ojos. Y me pareció la chica más bella que había visto en toda mi vida. Era alta y bien flaca, el pelo oscuro, no negro, más bien un castaño muy oscuro. Tenía una pequeña cicatriz cerca de su ojo izquierdo, en la sien. Sus labios eran grandes y húmedos y cómo que no le iban a su rostro de rasgos delicados. Su nariz era perfecta. Quiero decir, per-fec-ta. Como aquellas que aparecían en los manuales del curso de dibujo de la Modern School que había seguido Juan Luís por correspondencia.

¿Te duele?- Le indiqué el tobillo.

Si, un poquito.

-Déjame ver –le pedí, y ella extendió su pierna hacia mí. Le quité la zapatilla y el calcetín y tomé entre mis manos su tobillo. Apreté ligeramente y se quejó. Pensé que quizás necesitaba un médico.

-Creo que se está hinchando- dije. ¿Andas sola?

- Siempre vengo a la playa sola.

Se me ocurrió la idea de llevarla a su casa. La senté en su vieja bici y para que no tuviese que pedalear, me fui caminando a un costado, llevándola. Era una bici de mujer, hubiera sido más fácil con una de hombre, pero yo ni siquiera pensaba en eso. Antes de partir les avisé a mis amigos quienes todavía conversaban con Katia quien me miró de una forma extraña y me sonrío al despedirnos.

Manuela vivía bastante lejos de allí, en la calle Carlos Andwanter, en una casa enorme de madera que olía a jengibre y a café de grano. La ayudé a subir las escaleras hasta su cuarto. Detrás nuestro subió la tía Ana y tras examinar la lesión, declaró que no le parecía nada serio, pero sólo por precaución iba a llamar al Doctor Martínez.

-¿Y este jovencito quién es?- preguntó después, como si recién me hubiera visto.

- Es David- me presentó Manuela. Es mi nuevo amigo- recalcó.

La tía Ana bajó las escaleras y al cabo de un rato volvió con galletas de jengibre y un par de tazas de té. Después nos dejó a solas.

Manuela se quitó la blusa y se quedó en camiseta. Era una camiseta calada y se le podían ver los sostenes bajo ella. De todas maneras sus pechos parecían tan pequeñitos que era como si nada. Noté que en su antebrazo izquierdo tenía una gran cicatriz.

-¿Qué te pasó ahí? Le toqué la cicatriz con un dedo.

-Ah, no. Me hice una herida una vez, respondió, no dándole importancia.

-Yo tengo un motón de cicatrices- se río- parece como si hubiera ido a la guerra.

-¿Tú no tenís?...

Pensé en mis propias cicatrices. Cada una tenía su historia. Algunas vergonzosas.

-Sí, claro que tengo.

-A ver, muéstrame una. Me exigió.

Incliné la cabeza ante ella. Pero, no entendió.

- Ya pues, me urgió.

-Pero si te estoy mostrando una- le dije, inclinando un poco más la cabeza.

-Ah, tenís una en la cabeza?... A ver… y hurgó con sus hermosas manos en la maraña de mis cabellos.

-Ah, es cierto- exclamó de pronto- aquí está, tiene la forma de un siete.

- ¿Te pusieron puntos? ¿Qué te pasó? ¿Te caíste?...

- No, no me pusieron puntos. Estaba en el campo cuando pasó. Me cayó un hierro muy grande en plena cabeza.

-¡Ay que mala suerte! ¿Y te desmayaste?

-Estuve inconciente como tres días. Cuando desperté no sabía ni quien era.

Se llevó las manos a la boca haciendo un gesto de sorpresa y conmiseración al tiempo que abría los ojos.

-¡Ay, pobre! Y me abrazó.

-Yo creo que mis viejos pensaron que me iba a morir o que no iba a despertar más. Estábamos en el campo de mi abuelo, en plena montaña, a miles de kilómetros de la civilización. No hubieran llegado conmigo a Valdivia ni en dos días. Así que no les quedó otra que rezar. El problema era que no sabían rezar.

-Tiempo después, la hija de los inquilinos, Fresia, me contó que su madre había ido a buscar una bruja y que en realidad ella fue quien me salvó.

-¡Una bruja!

-Sí, una bruja. O sea, eso es lo que me dijo la Fresia.

-¿Y tu mamá que te dijo?

-Mi mamá me dijo que después del golpe en la cabeza había quedado más inteligente.

Y cuando dije esto estábamos tan cerca que nos quedamos mirando fijamente a los ojos y después soltamos la carcajada. Nos reímos como media hora. Es decir, no podíamos parar de reír. Tratábamos, pero no podíamos.

Hasta que llegó el Dr. Martínez, seguido de la tía Ana.

-A ver… ¿dónde está la muerta?- preguntó. Al escucharlo, Manuela y yo nos quedamos mirando y estallamos nuevamente en carcajadas, aún más fuertes que antes.

El Dr. Martínez nos miraba asombrado.

-Sabía que era gracioso, pero nunca tanto- comentó. Con lo cual desató otra ola de carcajadas.

Pero la tía Ana estaba seria.

-¡Por Dios, esta niñita! A ver, ¡muéstrale tu pie al Dr.! ¿No era que tenías un esguince?

El pie de Manuela estaba moderadamente hinchado, así que el Doc lo friccionó con una crema, puso una venda elástica y dijo:

-Descansa el pie un par de días. No lo fuerces, ¿me entiendes?. Manuela asintió con la cabeza.

-¿Alguna pregunta?...

-Sí, ¿no tiene una crema que no sea tan hedionda?

- ¡Por Dios, la niñita pretenciosa!- Se escandalizó la tía Ana.

El Dr. Martínez cerró su maletín, movió la cabeza y dijo:

- Hay otra crema, pero está es la que huele mejor. Tienes suerte que haya traído ésta.

Manuela arrugó su hermosa nariz “modern school” y se despidió del Doc.

-Creo que yo también me debería ir- dije.

Ella no dijo nada. Sin embargo, creí advertir en sus ojos profundos y expresivos un tenue relámpago de decepción.

- ¿Vendrás a verme?

-¿Puedo?

- Ahora somos amigos, ¿no?

- Entonces vendré mañana.

Cuando nos despedimos me abrazó reteniéndome un momento y me besó muy cerca de la boca.

Mientras caminaba de regreso a casa, pensaba que en todo esto había algo raro. Y lo raro era que a pesar de conocerla hacía apenas algunas horas, sentía como si la hubiera conocido desde siempre. Como si la hubiera vuelto a encontrar después de una larga temporada en el limbo.

En casa seguí pensando en ella. Durante la cena seguí pensando en ella. Y luego, mientras escuchaba el radio en mi refugio del fondo del patio, seguí pensando en ella. No me la podía quitar de la mente. Y tampoco quería. Y era como una tristeza; una sensación de angustia y desolación, pero al mismo tiempo una sensación de felicidad húmeda que me desgarraba el hígado.

De semejante estado de delicuescencia vino a rescatarme Pete, El Negro, que era un tipo de modales muy refinados. Primero tocó la puerta con la cola para después asomar su delicado hocico, excusándose por molestar. Lo invité a pasar, agasajándolo con un par de galletas, las que devoró minuciosamente. Luego de cerciorarse de no haber desperdiciado ni la más diminuta migaja, procedió a agradecerme con un lengüetazo en plena cara. Luego se me quedó mirando.Tras su antifaz de caco ardían dos llamitas que me interrogaban, como si dijeran “¿qué te pasa, huevón?”

Por aquellos años, yo era un gran lector y siempre tenía a mano algún libro magnífico. Mi pasión era leer ciencia ficción, así que normalmente tenía algún tomo de la colección Nebulae o Minotauro. Esta pasión era clandestina, puesto que mis padres temían que la lectura de libros como Las arenas de marte o El planeta errante me “sorbieran el seso” o sea, que terminara más loco de lo que ellos sospechaban que ya era. He ahí una de las poderosas razones para mi huida al fondo del patio y la construcción allí de mi “bunker”. Mi padre dio su autorización con la secreta esperanza de que ello fuera un capricho momentáneo o que yo desistiera del propósito al enfrentarme con las dificultades de transformar aquella leñera en desuso en mi “espacio”. Se equivocó, por supuesto. En parte porque no compartíamos los mismos conceptos estéticos, en parte porque nuestra idea de la “comodidad” tampoco coincidía. Lo que es mi madre nunca se aventuró a entrar en lo que ella llamaba mi “covacha” y mi padre, cuando comprobó que yo había evacuado todas mis bienes del dormitorio que compartía con Juan Luis, sólo comentó: “ Te vas a cagar del frío”.

De manera que allí, en mi covacha yo leía, dormía y soñaba. Aparte de realizar mis tareas y estudiar un poco.

Probablemente eran ya como las nueve mientras trataba de retomar la lectura de una revista en la que no podía concentrarme porque, ya saben, se interponía el rostro de Manuela y me acordaba de todo lo que nos habíamos reido aquella tarde. Probablemente eran las nueve y hacía calor y todavía estaba claro. O quizás era más tarde cuando comenzó a parpadear la lamparita de 12 volt que tenía junto a la cama. Era el timbre silencioso que yo había instalado y de cuya existencia sólo sabían mis amigos. Así que supe de inmediato que afuera en la calle estaba el Alex, o el Willy o Lito o cualquier combinación de ellos. Y, mediante otro sofisticado mecanismo de mi invención, desactivé a distancia el pestillo del portón.

Apareció Alex.

29 octubre 2006

Sueños

Tuve un sueño
y en el sueño estabas tú.
Claro que tú no eras tú.
En el sueño eras hermosa,
con esa hermosura perfecta de las pesadillas
de las que duele despertar
y que nos dejan mal parados en la realidad.
Es cierto que tú eres hermosa;
no se puede decir lo contrario,
pero tu hermosura es real
y, por lo tanto, no más que una pobre convención humana.
Eres humana
y por eso sé que nuestro amor
no es eterno.
Tampoco yo estoy a la altura de tus sueños,
en los cuales siempre poseo atributos exorbitantes.
En el reparto figuro nada menos que como tu alma gemela.
Es decir, algo francamente monstruoso.
Pero en mi sueño de algún modo estabas tú.
Y todo lo que hacías me placía locamente
porque te amaba como nunca he amado en esta vida;
como nunca seré capaz de amar.
Porque en el reducto inconmensurable del sueño
vivíamos en una libertad vertiginosa
donde todo era posible
y todo, perfecto.
Aquella pasión no sería posible en la vigilia;
aquella ternura nos haría explotar como animales en el espacio sideral.
Así que ingrávidos en el sueño, vagábamos
ajenos a toda responsabilidad.
Presos de una peligrosa tendencia al asesinato.
Tu me ahogabas con una ternura infinita
arrasándome como un magma ígneo
en tanto mis cenizas oscurecían el cielo.
Yo te abrazaba hasta que no eras más que la cola dorada de un cometa
o el aire perfumado de un amanecer en el jurásico.
Nos disolvíamos sin dejar huellas
en aquel crimen perfecto que era nuestro amor.

A bordo de un viejo vapor

A  la memoria de Jorge Torres   Del pasado ascendía como niebla el alma del río   Gunnar  Ekelöf   C on   el p...