31 marzo 2007

Debería reir

Debería reir
ante la boca del lobo;
pelar los dientes
en señal de confianza
y descender a las entrañas
del miedo.
Husmear tu nombre
tan largamente perdido,
aflojar el lazo del cuello,
quitarme los negros zapatos
y sentir la frescura de la piedra
acariciándome la piel.
¿Qué es pues el miedo
cuando ya el veneno hizo su efecto?
Y la lámpara disminuye su voltaje
mientras zumba como un inecto.
Debería por lo menos sonreir
para comprobar mi existencia.
Enviar algunas cartas
expresando mis más nobles sentimientos,
aquellos que tuve alguna vez
en otra vida.
Pero si el azogue no se empaña
con mi aliento,
debería aprender a levitar
y a no sentir
este agudo amor
en alguna parte
de lo que ha sido el alma.
Este amor que me fulmina
como un rayo
dispersándome
en millones de partículas
de felicidad.
(Junio 11, 2005. River Road, OR)

28 marzo 2007

Mar


oleaje que me precipita
hacia un estrépito pasado,
ímpetu de sal que atraviesa mi cuerpo
hasta los abandonados arrecifes
del otro que soy
y que ignoro.
Mar espeso
donde sufren las palabras
que no he dicho,
la substancia
de un hábito tan antiguo
que temo recordarlo,
la raíz de una emoción
cuya faz huidiza
se me escapa entre tu multitud.
Mar, vengo a tus escombros
en busca del secreto
la inútil carta de los dioses
Y siempre olvido
que entre las cosas que arrojas a la playa
no hay respuestas
sino espuma,
blanca espuma que sabe
a un único olvido
que besa mis pies.

16 marzo 2007

Puntos de vista

La señorita Zoila llora mientras se entera de que las poesías que ha es­crito con tanta emo­ción y esfuerzo carecen de valor. Ella las ha pa­sado en limpio, primoro­samente, con su letra clara y redonda de buena estu­diante. Acaso su cua­derno huela a ella y despliegue un perfume a flores campestres; a prímulas y fuc­sias. Quién sabe sus lágri­mas huelan también a margaritas y a calas.
Pero la es­cena es repugnante.
La señorita Zoila es una idiota, no porque escriba poesías –arte que El Caba­llero ha con­denado públicamente-, sino por haber tenido la desdi­chada ocurrencia de desnudar su lírica ante el crí­tico. Por eso me parece justo que se la es­tén cu­leando.
Pero la escena me en­ferma.
El crítico es feo y viejo y, como dicen ciertos libros de frenología, posee “un perfil aqui­lino". Ejerce además, el antiguo oficio de cura o timador corpora­tivo.
Ha comenzado aclarando que lamenta herir los sentimien­tos de la seño­rita, pero que imbuido del respeto y el amor que siente por la lite­ratura, es su deber (¿dijo "sagrado"?) separar la paja del trigo; decir "la verdad", por muy dolorosa que esta sea. Acusa a la tonta de Zoila de osar practicar un arte ex­celso sin conocer sus "rudi­mentos". Apostaría que la mitad de las so­berbias palabras del anciano caen en el vacío. Pero Zoila sabe que son hos­tiles. Llora porque ha cometido el pecado de sacrilegio. Se siente torpe, fea, úl­tima. El crí­tico la con­suela magnánimo, satisfecho de su poder. La idiota de Zoila le da increí­blemente las gracias por vomitar en su cursi cuaderno.
Ambos constituyen la eterna imagen de la cultura: El lobo versus la oveja.
De todos los presentes en la sala, soy, tal vez, el único que ha leído los dos volúme­nes de poesía escritos por el crítico. Gesta del sol, publicado en 1934 por Zig-Zag y Poesía Selecta de 1959 por Edi­torial Universitaria.
Su lectura fue pe­nosa.
El pri­mer volumen constituye el desfachatado in­tento de conciliar un len­guaje nerudeano, espeso, sobresaturado de imágenes, exagerada­mente telú­rico, con una te­má­tica seudo mística. El resultado, obvia­mente, es una mierda presuntuosa y rimbombante. Sin embargo, posee el im­pensado mérito de comprobar que el co­nocimiento de la poesía de moda no es suficiente para encubrir la falta de talento, de imaginación y de experiencia vital. Este primer libro abusa de la enumeración caótica, de una prolija yuxtapo­sición de imáge­nes surrealistas, de rebuscadas metáforas de segundo grado, etc., etc.
El segundo volumen es claramente supe­rior, sin dejar de evidenciar la falta de verdadero talento, de genuina emoción y de sensi­bilidad. El au­tor ha esca­pado a la influencia de la poderosa len­gua neru­deana y ha recalado en una escritura me­nos verbosa; un tanto más clásica, casi ascética. Las metáforas se encuentran cuidadosa­mente construi­das. Seguramente demandaron lar­gas noches de insomnio; tal vez semanas enteras de intenso es­fuerzo. Todos los poemas que lo consti­tuyen fueron publicados a través de los años en di­versas revistas o libros colectivos.
No obstante, ningún poema memo­rable que rescatar.
Es cierto que Zoila no sabe escribir. Sus poemas ingenuos no hacen sino refle­jar su mente amueblada de lugares comunes; su ramplonería, su cursile­ría, su espíritu kitch.
Y el crítico se ceba en ella. Sonríe dichoso mientras pronuncia las frases más des­calificadoras con dulzura paternal.
Hasta ahora no me había dado cuenta de lo hermosa que es Zoila. Escar­ne­cida por la jaculatoria del crítico, su rostro arrebolado resplandece y sus ojos brillan a través de las lágrimas. Sus pupilas se encuentran dilatadas y adivino un leve jadeo en su respiración. Apostaría a que su lengua está helada y su concha ardiente. Como un animalito acorralado a punto de mearse.
De pronto siento unos celos irracionales.
Aunque nunca ha habido nada entre ella y yo, siento celos.
Y es que soy, lejos, mucho peor que el crítico.
Decido entonces entrar en acción.
Y cuando un roto como yo entra en acción, no lo hace sin aplicar la pri­mera re­gla de la super­vivencia callejera, la cual sabiamente sentencia que “siem­pre gana el que pega el primer aletazo”. Así que pego mi primer aletazo.
-Disculpe que lo interrumpa, padre… El anciano me busca entre la concu­rren­cia sin lograr enfocar sus sucios espejuelos en mí.
Todo lo que usted dice puede ser cierto –continúo sin darle tiempo a identifi­carme- pero hay una pregunta que seguro se harían todos los aquí presen­tes, si se hubieran molestado en leer las poe­sías de usted. Y la pregunta es muy simple: ¿cómo al­guien que sabe tanto sobre el tema ha escrito una poe­sía tan re mala?
El cura mira sobresaltado en mi dirección mientras intenta limpiar sus ga­fas con un pañuelo.
Y la segunda pregunta, por supuesto es ¿no es usted la prueba viviente de que el sólo hecho de saber bien el catecismo no garantiza ser un buen cris­tiano?
Las carcajadas llenaron la sala.
Como era de esperar, el patriarca que no es un recién llegado en estos lan­ces y conserva la calma. Parece vacilar. Puedo prever que su mente ágil y entre­nada busca las ideas y las palabras más afiladas para contrarrestar mi acome­tida.
¿Y se puede saber cuáles son sus pergaminos para que los aquí presen­tes confíen en su juicio, señor…?
-Digamos que soy un roto ilustrado al que no le pasan gatos por lie­bres-
-La categoría de “roto” que usted se adjudica supongo que explica su im­pertinencia y su grosería, pero todavía falta ver lo de “ilustrado”
Pongámoslo así: si uno ha leído a Ercilla, a Pezóa Véliz, a Gabriela Mis­tral, a Vicente Huidobro, a Pablo Neruda, a Pablo de Rokha, a Nicanor Parra, a En­rique Lihn y a Jorge Teillier. O sea, a lo mejor de la poesía chilena. Después de eso, no hay que ser un experto para darse cuenta que sus dos libros, compara­dos con aquellos, son sencillamente mediocres.
-Todo depende del punto de vista desde el que se lo juzgue, mi amigo…
- Todo depende desde el punto de vista, cierto, pero desde el punto de vista al que me refiero es muy claro que su poesía está lejos de alcanzar un nivel aceptable. Si verdaderamente sabe de lo que habla, reconózcalo.
- Mi poesía está perfectamente construida y formalmente es irreprocha­ble.
-pero eso no la convierte en buena poesía.
-para usted…
No. Para mí y para cualquiera que sea un lector educado, su poesía ca­rece de valor. Y por eso no entiendo con que derecho usted se atreve a criticar a otros, cuando es evidente que no ha podido lograr lo que predica.
A estas alturas de la discusión yo sentía los ojos de Zoila clavados en mí. También me percaté que mi interlocutor se inclinaba a ambos costados y parecía dar indicaciones a los doctores que lo escoltaban en la mesa. Uno de ellos se levantó sigilosamente y supe que no podía sino haber ido a llamar a los guardias.
- Mire, mi tiempo y mi paciencia se agotan y la verdad es que no sé que hago discutiendo con un pobre diablo como usted.
- Me alegro de que por fin muestre la hilacha y descubra toda su arrogan­cia de cura facistoide. Espero que le quede claro que no nos va a venir a engrupir tan fácilmente. Y, por último, antes de que lleguen los gorilas que mandó a buscar para que me saquen, le quiero decir que estoy seguro de que cualquiera prefería leer el cuaderno de la compañera que usted humillaba, antes que una sola página de uno de sus libros.
Sentí que los guardias estaban ya en la puerta así que sin pensarlo dos ve­ces tomé el paquete de panfletos y los lancé al aire.
No se engañen: yo no era uno de aquellos héroes que lucharon contra la ti­ranía. Tampoco un anarquista.
Sólo lo hice para sembrar el desconcierto.
De manera que pude salir tranquilamente por la puerta mientras los guar­dias, desconcertados, intentaban detener a los muchachos que recogían los panfle­tos.
De inmediato se corrió la voz de que estaban en clave. Sólo yo sabía que no era cierto. No eran más que un montón de papeles de diario en que la imaginación creía ver mensajes libertarios, consignas patrióticas o arengas que incitaban a las masas. Semanas después, el cuartel de inteligencia todavía se quebraba la cabeza tratando de encontrar las supuestas claves. Y se dice que finalmente las encontra­ron.
Mientras yo me conformaba con descifrar las claves del dulce corazón de Zoila.

A bordo de un viejo vapor

A  la memoria de Jorge Torres   Del pasado ascendía como niebla el alma del río   Gunnar  Ekelöf   C on   el p...