23 noviembre 2008

Muerte de un extranjero

Durante mucho tiempo creí que Gordon se había pegado un balazo para escapar de la justicia.
Durante mucho tiempo todos pensaron que Gordon se había pegado un tiro para seguir huyendo, aunque haya sido hacia una dimensión desconocida.
El tiempo nos vino a recordar qué poco lo conocíamos.
Luego de deambular por el tiempo y el espacio infinitos, apareció un día en una calle del centro y me saludó como si nos acabáramos de ver la noche anterior. Allí, frente a mí, prendiendo su eterno lucky stricke, estaba el mismísimo y legendario Matías Gordon Zalaberry a quién habíamos enterrado hacía más de una década.
Ahora, convertido en Matt Gordon, ciudadano imperial, se expresaba en un inglés patibulario que parecía darle aún más aplomo que en sus tiempos mozos.
A pesar de que yo lo interpelaba en chileno él insistía en responderme sólo en aquel desaforado inglés.
“Ya know, motherfucker, I really wanted see ya again. Oh yeah, I really did.” Se reía. Y hasta su risa tenía un acento extraño.
Al principio creí que sólo quería tomarme el pelo, pero luego de echarnos un par de cervezas, me convencí que se sentía más cómodo hablando en la lengua del tío Sam.
Sin embargo, ante mí estaba el mismo Matías Gordon de los buenos tiempos, aunque parecía que una salvaje mutación le hubiese cambiado el bocho y hasta la expresión de la cara. Allí lo tenía, recién emergiendo de entre la pesada maquinaria y los engranajes del puerto de Nueva York.
Hacia el final de nuestra conversación, se me quedó mirando con una expresión que al principio me pareció amorosa.

- Could ya, gimme a favor, buddy?-
- ¡Si es plata, ni lo sueñes!-
- I don’t need your fucking money… just wanna see Rosita.
- Imposible, compadre –
- Nothing really impossible, man. Why I can’t see her anyway?
- Rosita se casó, huevón. ¿O creís que te iba estar esperando diez putos años?
- She got married? … Who’s the asshole she married to? ...
- Se casó conmigo.
- I see… Did she got babies?
- No, no hemos tenido hijos
- OK. Not too bad
- ¿Cómo que no es tan malo? ¿A qué te refieres, cabrón?
-Ya know, Rosita used to be my girl… I’m sure she still loves me. I mean, she probably married ya because ya used to be my buddy… Ya was kinda substitute… I guess… ya get me?
- Eres muy desgraciado, Gordon. Venís aquí, te apareces después de diez años en que todos te creíamos muerto ¿y creís que todo tiene que seguir igual? Te equivocas, cabrón.
La ira me cegaba.
Fue entonces que Gordon sacó un revólver y comenzó a quitar las balas del cilindro. Parecía muy tranquilo y hasta un poco triste. Cuando terminó, hizo girar la nuez del arma y la dejó con un ruido seco y pesado sobre la mesa.

- I just wanna be fair, buddy. Ya wanna start ? … - dijo.

Tomé sin vacilar el revólver y poniendo el cañón en mi boca, apreté el gatillo. Sentí el sabor picante de la pólvora en los labios. El arma había sido disparada no hacía mucho.
A su vez, Gordon apoyó el cañón bajo su mentón, me dirigió una sonrisa y disparó.
Cinco veces el percutor golpeó la recámara vacía. La sexta era mi turno.
No sé porqué pero tuve la certeza de que esta vez la bala se encontraba acechando, bien encajada delante del martillo. Me llevé el revólver hasta la sien y jalé el gatillo, pero en el último segundo volví el arma en contra de Gordón quien sólo abrió los ojos y alcanzó a decir “motherfucker” antes que la bala le rompiera el pecho.
Estuvo agonizando la media hora que tardó la ambulancia. Todavía estaba conciente cuando llegaron los paramédicos, pero ya era tarde.
- Gimme that gun, dude – me había dicho antes de que llegara nadie.
- Cabrón –le dije- hasta se te olvidó hablar en tu propia lengua.
Me miró con sus ojos vidriosos y me respondió:
- No la he olvidado, huevón. Sólo me hacía la idea de que estábamos en una película. Pero tú no lo cachaste nunca.
- Sólo viniste a quitarme a Rosita, maricón.
- En realidad, sólo quería verla. Pero tú te pusiste huevón.
- …
- Dame ese maldito revólver.

Gordon murió caminó al hospital. Yo iba a su lado.

- Se me disparó el arma – le dijo al enfermero. Después cerró los ojos.
En ese momento me di cuenta de que se moría por segunda vez.
Acaso para siempre.

17 octubre 2008

si estás clínicamente muerto

si estás clínicamente muerto
esto podrá parecerte familiar
unas paredes profundamente negras
los frenazos de un coche en una curva lejana
los brazos pesados
con la sensación de una lucidez absoluta
como si fueras un insecto
descubriendo su lugar en el universo
en una condición en la que casi nada tiene significado
y menos importancia
tu conciencia alcanza casi la perfección
ya no recuerdas lo que era el terror
después de atravesar los shoping centers
con una fortuna de diez dólares
y una sonrisa bovina
dejando tu baba al borde de los acantilados
el hecho de que te hayas creído el mejor
se presenta ahora en toda su infinita ridiculez
comprendes que no existe una cosa como el mejor
en una democracia parlamentaria
gracias a tu muerte clínica
haz alcanzado la sabiduría
la paz interior
el equilibrio
y ahora no comprendes a los tuyos
si te leyeran un poema
de girondo de juarroz
de rodrigo lira
sonreirías feliz
con esa sonrisa que sólo algunos difuntos
enseñan a sus desconcertados deudos
en este nuevo ámbito
eres como una mosca en un océano de leche
junto con perder la movilidad de tus patas
haz perdido la ambición
tus niveles de razonamiento se han reducido dramáticamente
un oscuro impulso te hace apreciar la repetición
el ritmo de lo que fluye acompasado
como una forma primitiva de la felicidad
es posible que haya una iglesia en las inmediaciones
solitaria en medio del campo
una iglesia
la vibración de sus campanas
agitando tus élitros
tus cuatro corazones
tus tres cerebros
se traduce en toda la felicidad asequible.

14 septiembre 2008

Una o dos vidas atrás

Una o dos vidas atrás
flotábamos en ese turbio amor
cosmonautas en la cápsula
que arrendábamos por dos sucios billetes de a cien
de cabeza en el ancho panorama que se abría ante nosotros
despreciando el punto de fuga
que nuestros mayores señalaban con temor.
Escuchábamos en cambio a las ratas
que roían despreocupadas en el entretecho
sabiendo que ningún mal les vendría de nosotros
y a veces mientras trataba inútilmente de corregir el timón
escuchaba aquellas sórdidas rancheras
brotando de tu boca bella y santa
y se me erizaban los cabellos
y toda lógica se desvanecía en el aire enrarecido
que compartíamos.
Una o dos vidas después
Y luego de todo lo ocurrido
a bordo de aquel cuarto que se deplazaba entre inviernos estelares
arribamos a un planeta en que la vida
(la nuestra)
no era ya posible.
La ciudad proclamaba a sus héroes
y ni tú ni yo figuramos en la nómina
ni éramos los hijos predilectos de papá.
Una o dos vidas después
tú ya no estás
o prefieres una silla en la rocosa superficie de un asteroide perdido
y está bien.
Yo sólo cierro la escotilla de este cuarto
Y me duermo entre las cartas que me gritan
tu falso amor maravilloso
el antiguo rumbo que extravié.

10 agosto 2008

Ser racional

Trato de ser lógico

sacudiéndome el polvo

del último derrumbe

Aunque sentado sobre los escombros

la razón parece apenas una flor blancuzca

llena de ceniza

Pero a pesar de todo

trato de ser lógico

Pienso en la construcción de un arma eficaz

un escudo de misiles

a cuya sombra

nuestra casa por fin pudiera

protegernos

y pudiéramos entonces

desnudarnos

y conocernos, por fin.

Sin embargo, la ciudad chamuscada

humea por los cuatro costados

y de acuerdo con esta lógica

siento unos deseos irresistibles de fumar

pues un buen cigarrillo suele calmar los nervios

Así que de pronto

me sorprendo imitando el gesto

de un antiguo maestro

quien, antes de iniciar sus disquisiciones,

acostumbraba a encender un pitillo

cubriendo el fuego con las manos

como si se encontrara en medio

de la peor tormenta

y arrojando luego el humo

hacia el desvanecido cielorraso del salón

solía pronunciar estas misteriosas palabras:

nada hay

que no tenga una explicación”

05 agosto 2008

Gingerbread Village

A través de los cristales, la carretera 126
y más allá el bosque profundo
habitado por aquellas criaturas en extinción
que el buen Dios ha abandonado a su suerte.
Y acá la misma muerte
que nos tiende la mano.
¿Qué me has dado en este sorbo
que sabe tan real
oh, Amy?
(¿Es ese tu verdadero nombre?)
con esos ojos tan azules
y esa sonrisa tan dulce
y ese aroma de mañana del jurásico.
¿Te sabrás habitante de la fábula
en que sirves café a los viajantes
que como yo han extraviado sus sombras
a la vera del camino?
¿Comprendes acaso que la realidad
yuxtapone sus fragmentos
cuando el leve roce de nuestras manos
enciende por un instante todas las alarmas?
Como un pez en un acuario
quisiera olvidarme el cristal
que separa nuestros mundos
y abalanzarme en la tibia mañana.
¡abrazarte!
pero me detiene algo más duro que el cristal:
la conciencia que ese abrazo nos causaría un daño irreparable.
A través de los cristales, la carretera 126
y más allá el bosque oscuro
habitado por especies en extinción
que el buen Dios ha abandonado a su destino.
Los automóviles pasan adheridos al asfalto
sin detenerse en esta cabaña en las lindes del bosque
que se especializa en pastelillos de jengibre
que saben como un salto mortal
en el vacío de la extensa mañana
y cuya dulzura es claramente absurda
imposible
dolorosamente bella
como tu sonrisa, Amy, querida.

I have been loving you so long

después que la radio hubo terminado sus transmisiones
levanté la cabeza
y me encontré en la realidad.
La débil lámpara cagada de moscas
iluminando el universo
el caos habitual
el regrigerador casi vacío
desplazándose entre veloces asteróides
y sobre la mesa manchada de vino
o la sangre de los sacrificios
un vaso de plástico con tres camelias
todavía fragantes.
En algún momento
habías abierto la puerta de calle
diciendo chao, hasta mañana...
Durante mucho tiempo
la puerta permaneció cerrada
y cuando tú ya no diste señales de vida
sólo dije: vete a la mierda
subiendo el volumen del receptor
para escuchar a Ottis Redding.
I have been loving you so long
inerme, desolado
carente de energía
sobre la cama deshecha
desprovisto de todo poder
y de toda ambición
me parecía flotar
en una larga angustia
como si hubiera abandonado
una importante misión
para la cual nunca estuve preparado.
Seguramente cuando te fuiste
se declaró la lluvia
y yo tal vez creí que eso tenía algún significado
olvidando que la lluvia era sólo la lluvia
como tú sólo eras una simple puta
cuyo cabello olía a ozono.
Símbolo sólo de ti misma.
Porque en ese minuto no sabía que te amaba
aunque haberlo sabido
no hubiera alterado nada.
De vuelta en la realidad
sólo deseaba
que aquel sucio sol
se quemara de una vez.

24 abril 2008

Walking Around

(slow dirty tears)

Si uno pone los pies en calle Libertad
- que es muy breve-
en diez minutos se encontrará indeciso
entre tomar por Constitución
o doblar por Insurgentes.
Personalmente siempre elijo Constitución
nada más porque me gusta el café
que preparan en Trasmondo
Pero si te vas por Insurgentes
llegarás en un santiamén a Avenida Libertadores.
Te recomiendo que te salgas de ella
inmediatamente.
Lo más fácil será tomar por Independencia
y en la cuadra siguiente
doblar por Ocho de Octubre:
una callecita llena de bazares.
Cuando hayas cachureado lo suficiente
quizás te parezca buena idea
que nos encontremos
en Libertad
esquina Hierbas Buenas.
Después podemos ir bajando por O´
Higgins
hasta Avenida Prat
por si te apetece ver
la parte sumergida.
Otra posibilidad
es dejarse llevar por Pajaritos
y luego perderse por Parques Industriales
donde suelen verse unos atardeceres magníficos
reflejados en los altos ventanales;
en los balcones donde a veces flamea algún calzón.
Alguna lágrima lenta
y a veces sucia
que baja por el ojo vigilante.
Aunque yo siempre termino
subiéndome a la cima del Torreón
que está en Capitán Orella con General Lagos.
Normalmente hay mucho viento en la cumbre
y no te imaginas lo que es saltar
desde allá arriba.

23 abril 2008

Música Pop

“But we must die, as you, to understand.”Hart Crane

Archivo de audio

Es la enésima vez que escucho esa canción.
La primera fue en la primavera del setenta y seis
cuando nos amábamos,
cuando éramos perfectos.
Después algo pasó
- no lo recuerdo -
sólo que una tarde nos miramos con sorpresa
y deseándonos suerte
nos despedimos.

Después de tanto tiempo estaba solo
y me extrañó que no estuviéramos juntos
para el triunfo del NO.
Fue la segunda vez que escuché aquel disco
sin lograr entender lo que decía
a pesar de entender cada palabra.
No tenía nada que ver con nosotros
ni con Chile.
No podía entender por qué te gustaba tanto esa canción.

La tercera vez - ya un viejo de treinta y siete años-
Me encontraba en una cantina cerca del puerto,
en mi cabeza la idea de marcharme
lo más lejos posible.
Ya iba por la cuarta piscola
cuando aquellos acordes me atacaron sin piedad
y terminé llorando miserablemente
sobre el hule que cubría aquella mesa.
Le pedí a un amigo
que guardara mi pistola,
y luego le hice señas a una puta
con la que me perdí por una calle empedrada
que conducía a un cielo endieciochado
y luego a una especie de abismo
en que estallaban miles de petardos.

La cuarta vez me sorprendió ya a fines de los noventas
transformado en un elegante señorón
amante de la música ambiental,
de los buenos vinos
y de las mujeres virtuosas.
Sintonizaba un antiguo receptor de onda corta
ignorando que el azar pudiera ser tan cruel
como para someterme una vez más
a aquella lírica desgarrada y chula
que me perforaba el hígado
y me azucaraba el esternón.

Pero esta es la quinta vez
que la escucho.
Y me doy cuenta que me he pasado la vida
huyendo de sus compases maricones,
de su letra canalla
que entendí siempre a medias.
Y por el cielo encapotado
y las circunstancias en que yazgo
deduzco que será la última.
Es una lastima
que ahora comprenda todo lo que dice.

06 abril 2008

A orillas del Rubicón

Alea iacta est

Ha pasado el tiempo, mentimos.
Es una forma de decir
que estamos más cerca que nunca
de la muerte,
que, a su vez, resulta otra forma
de mentar lo que ignoramos.
Todo se reduce a
aproximaciones zigzagueantes
en la nada del papel
donde desparramamos las palabras
que siempre tendrán asegurado
al menos un sentido,
caigan donde caigan,
le den a quien le den.
Especialmente porque no hemos dejado
de comportarnos como idiotas
y, peor aún,
de complacernos en ello.
Por eso, cada vez que abres la boca, Catón,
y más aún,
cuando coges un bolígrafo
o aporreas tu teclado,
quisiera reírme a carcajadas
pero soy demasiado civilizado para ello.
Por otra parte,
no quisiera comenzar una guerra;
no antes de tener completa
mi colección de F16s.

23 marzo 2008

Dos lágrimas por Pete

Las ideas se me vienen de repente a la cabeza, pero nunca me he calentado por averiguar cómo es exactamente el proceso. Al principio parece que no fueran mías, sobretodo cuando son demasiado buenas. El problema es que a veces son como ideas para otro gil, ¿me entendís? Como que alguien o algo se hubiera equivocado en el envío y lo que era para una persona va y te toca a vos… ¿no sé si me explico? Por eso, muchas veces las ideas no son como para mí.
Pero, el otro día se me ocurrió que tal vez el problema es que yo no me conozco del todo y algunas de esas ideas sí son para mí, porque no puede ser que el huevón que me las manda se esté equivocando a cada rato. O sea, estamos hablando de un ser superior… ¿o no?... Así que para comprobarlo se me ocurrió probar con alguna de las ideas menos importantes para ver qué es lo que pasaba, ¿cachai?
Y bueno, lo que pasó es que me di cuenta de que incluso las ideas más insignificantes tienen consecuencias que uno ni se imaginaba.
Vos sabís que yo nunca he sido un tipo violento por eso cuando me vino la idea de darle una patada en el culo a Pete –el pobre se encontraba agachado haciéndole señas a su hámster que se le había escapado- me sorprendí. Yo no era así, ¿cachai? Yo nunca he agredido a nadie que no se metiera conmigo y Pete era inofensivo. Así que no tenía sentido que yo le diera una patada en el culo, pero lo hice. Ahora pienso que fue para salir de la duda, quiero decir, para saber si esa repentina idea tenía en realidad algo que ver conmigo. Así que, tras un momento de vacilación tomé impulso y le di una tremenda patada al gordo trasero de Pete.
Lo que pasó después fue terrible.
Al recibir el formidable impacto, el pobre Pete comenzó a trastabillar para no perder el equilibrio e irse de hocico al suelo. Por unos breves segundos lo vimos mover los brazos desesperadamente tratando inútilmente de asirse de algo, hasta llegar al ventanal y tras romper los cristales desaparecer de nuestra vista. Nunca pensé que aquellos ventanales fueran tan frágiles, la verdad. Cuando salimos del asombro, nos acercamos al vacío y comprobamos que Pete yacía allá abajo, como un muñeco desarticulado sobre el techo del auto del director.
Yo pensé entonces que todos se me iban a ir encima para sacarme la chucha a patadas, pero lo que ocurrió fue justo lo contrario. Se comenzaron a apartar de mí como si se hubieran percatado de pronto que yo sufría de una enfermedad contagiosa y me encontré de pronto completamente solo en medio del sitio del crimen.
Y no sé cuánto tiempo pasó, pero recuerdo que Frau Vogel me miraba buscando tal vez una explicación. Recuerdo también que yo lloraba mientras veía cómo rescataban el cuerpo inanimado de Peter Schlager; un par de lágrimas apenas, que Frau Vogel secó amorosamente con su pañuelo de encaje. Fue entonces que me desprendí de ella y cerrando los ojos me lancé al vacío.
Aquella no fue una idea que me haya venido en aquel momento, por el contrario, era una idea bastante vieja y cuya efectividad ya había comprobado muchas veces. Me acuerdo claramente la primera vez que se me vino a la cabeza. Fue cuando se me perdió mi polca favorita. Entonces no sé por qué, arrojé con los ojos cerrados la mejor bolita que me quedaba mientras repetía; “busca a tu compañera”. Cuando abrí los ojos vi que la bolita había rodado cerca de una mata de buganvillas tras la cual se encontraba oculta mi polca.
Vagamente pensé, si es que pensé, que aquello iba a arreglar las cosas. Y después de todo tuve suerte porque caí sobre el toldo verde con festones dorados que siempre abrían en primavera. Luego, por supuesto, caí al duro suelo de ladrillos y me rompí dos costillas y el brazo izquierdo. Pero casi no sentí dolor porque casi inmediatamente perdí la conciencia.
Lo único que puedo decir es que las cosas se arreglaron.
Cuando desperté vi que en la cama vecina yacía Pete quien parecía en mucho mejor estado que yo.

- menos mal que te despertaste- me dijo
- ¿y vos no estai muerto?- me sorprendí
- No, si caí sobre el toldo verde que ponen en le primer piso-
-yo igual- le dije
- tuvimos cueva- dijo Pete esbozando una sonrisa angelical. Pero, dime una cosa -continuó- ¿cómo fue que te caíste tú también?
- no sé, salté-
-¿saltaste?-
-Sí, salté-
-Chucha, no entiendo. ¿Y por qué saltaste?
-No sé. Porque tú te habías caído, creo.
-¿En serio?- Pete pareció evaluar esta respuesta que de todas maneras le parecía rara. Después de un rato se levantó un poco en su cama y me dijo:
-Oye, negro de mierda, ¿No serás maricón? ¿no?
-Creo que no- le dije.
Cuando me sane, voy a buscar al conchesumadre que me dio la patada en la raja que me hizo caer por los ventanales –murmuró lleno de rencor.
-Fui yo- le dije.
-¿Que dijiste?-
- Que fui yo el que te dio la patada en la cueva- le repetí.
Entonces Pete comenzó a reírse a carcajadas al mismo tiempo que aullaba por el dolor que le producían los espasmos de sus risotadas.
Cuando por fin entró la enfermera nos encontró a los dos riendo y llorando al mismo tiempo. Así que la muy maraca sacó una jeringa con una aguja como para un caballo y nos pinchó la raja a los dos.
- Para que duerman tranquilos- nos dijo y cerró la puerta delicadamente.

14 marzo 2008

Tala

Anoche sufrí una horrible pesadilla;
la peor y la más extraña
que he tenido nunca.
Soñé que era Yin Yin.
Al recobrar la realidad,
aquel mal sueño no se había retirado del todo,
seguía acechando,
agazapado al borde de las cosas.
Temí abrir la puerta,
bajar aquellas escaleras,
cruzar aquel pasillo
que amenazaba conducirme otra vez
a aquel orbe doliente
del que luché fatigosamente por emerger.
Presa del terror que parecía adueñarse
de la clara mañana
luché por asirme a la firme realidad
del pomo de la puerta,
apreté mi cara
contra los helados cristales de la mampara
y salí al exterior.
El frío era duro,
pero su hostilidad parecía suturar el desgarro
por el que mi mente se desbarrancaba.
Así fue como conocí
una extraña forma de la felicidad.
Caminando a paso firme hacia la cafetería,
anticipando la delicia de unos pretzels,
del café recién colado
y hasta la agria cara de aquella cajera
que nunca respondía a mi saludo.
Todo estaba bien.
Mi primera clase comenzaba a las 8:30.
Tenía 15 minutos.
Ya estaba sereno
y me atreví a abrir una vez más aquel libro,
adentrándome con temor
en los cárdenos paisajes de la desgracia,
escuchando en aquellas lóbregas colinas
el fantasmal corro de enanas entonando
te llamas Rosa y yo Esperanza
pero tu nombre olvidarás…
Un momento después,
camino a mi clase,
arrojé aquel volumen al primer basurero que encontré.
“Adiós, mamá” –dije con la cara llena de lágrimas.
Luego pensé:
“cualquiera diría que estoy loco”.

26 febrero 2008

El príncipe

Siempre me han atraído las flacas - dijo una vez Truman. Y esta frase produjo un efecto que él no advirtió, o prefirió ignorar, porque los poderosos no están nunca en condiciones de preocuparse por las consecuencias que sus dichos o acciones provocan. Por otra parte, para mi ha sido particularmente difícil tratar de describir aquel efecto. De hecho, lo he intentado varias veces sin resultados satisfactorios, de manera que no tengo otro recurso que dejarlo así: una carcajada descomunal subió a la garganta de los ministros, lugar donde debió ser ahogada de inmediato. En algunos casos, ésta se transformó en una extraña tos, en otros, en estornudos elefantiásicos, y no sería aventurado suponer que más de alguno canalizó aquella energía a través de un formidable pedo. La mayoría, sin embargo, no tuvo más recurso que liberar todo aquel magma bajo la forma de estruendosos hipos. Afortunadamente nadie falleció. La hilaridad fue sofocada en la cuna, si no perfectamente, al menos sin dejar más huellas que las descritas, algunos ojos llorosos y carrillos hinchados y enrojecidos.

Naturalmente, Truman sabía que se estaban riendo y gozaba enormemente con el hecho de que aquellos pobres diablos tuvieran que reprimirse de tal manera ante él.

Su esposa, la señora Truman, era una mujer descomunal y no estoy seguro de que este adjetivo sea lo suficientemente espacioso para describir la naturaleza de su continente. Baste decir que cierta vez la vi en compañía de Fresia, la elefanta, quien me pareció, por contraste, esbelta y agraciada. Desde aquella vez, no he dejado de pensar que, después de todo, es una suerte que esta señora no tenga que nutrirse con hierbas como aquel pobre animal.

La vida de los mortales suele ser triste –se quejó después Truman – y yo, por supuesto, no soy la excepción. El año 03 cuando conocí a la que ahora es mi consorte, ésta era una joven esbelta y dinámica.

Un revelación de semejante calibre bien podría haber suscitado algún comentario en una conversación normal, pero los ministros nunca estaban seguros de cuándo era apropiado hacerlos. Luego, estaba el pequeño inconveniente del comentario en sí. ¿Qué sería mejor decir frente a tal declaración? ¿Alabar la belleza de la señora Truman?... pero, ¿no sería aquello contradecirlo? ¿no sería mejor mostrar sólo expectación? En estos casos, lo mejor era asentir brevemente con la cabeza.

Erick Fernández, el más joven de todos los ministros, fue el único que hizo un comentario. “Señor Truman, si me permite” – dijo, poniéndose colorado - “debemos recordar que lo esencial es invisible a los ojos”. Este bello pensamiento lo terminó de pronunciar con lágrimas en los ojos. El viejo ministro de Agricultura, quien se encontraba casualmente a su lado, le acababa de propinar un feroz pellizco en el antebrazo.

Truman lo miró sorprendido. “Depende de los ojos”- se limitó a decir. Sin duda estaba contrariado. Los demás ministros lo sabían. Aquella bondadosa sonrisa que parecía iluminar su rostro había precedido a muchas destituciones y asesinatos políticos.

Fernández, sin embargo, tuvo suerte. Su cartera, Women Affaires, se había creado hacía poco. Truman nunca estuvo convencido de la necesidad de aquel ministerio, pero tuvo que ceder ante las enormes presiones de todos los sectores. Finalmente, había aceptado con la única condición de que el gabinete estuviera en manos de un hombre. “Nunca he entendido a las mujeres” argumentó. "Si he de tener un ministerio para ellas, es absolutamente necesario que el ministro, sea un hombre, de locontrario, no me imagino cómo diablos vamos a solucionar algo". Su lógica resultó aplastante. Las propias mujeres se mostraron ampliamente de acuerdo y sugirieron, tras breve deliberación, el nombre de Fernández; un hombre considerablemente atractivo, quien jamás usaba corbata por considerar mucho más elegante el vello de su pecho, asomado a sus siempre entreabiertas camisas de seda.

Y he aquí que su primera intervención lo había hundido de inmediato.

Truman pareció reflexionar un momento: “¿Usted cree realmente en lo que dice?”. Fernández se apresuró a contestar que sí, que por supuesto creía. Entonces Truman ordenó que le trajesen un plumero, un cubo, un trapeador y un uniforme nuevo color caca. Lo obligó a vestir aquella prenda y comenzar a limpiar el polvo y a fregar de inmediato el salón de reuniones.

Fernández se mostró de buen humor y aceptó lo que en un principio creyó era una broma. Truman se dirigió a los demás diciendo: “debemos recordar que el señor Fernández es esencialmente un ministro”.

Sólo entonces, Fernández comprendió la magnitud de su torpeza y, vagamente, la enorme derrota política a que había conducido a las mujeres.

Truman lo observó con cierta inquietud durante unos momentos, luego volvió la cabeza hacia los demás ministros y sonrío.

“Todas mis amantes se parecen extraordinariamente a la señora Truman de joven”. Reflexionó y tras un suspiro: “supongo que lo habréis notado”. La verdad es que nadie había conocido a la señora Truman de joven, pero al recordar a las queridas del señor presidente, pudieron formarse una imagen bastante fiel de la rara belleza que habría ostentado aquella dama en sus veintes.

“Yo diría que esencialmente le he sido fiel” concluyó, y al decir esto, miraba el culo de Fernández que fregaba rabiosamente una de las baldosas del salón.

Truman rió estrepitosamente y con él todos sus ministros.

Cuando Truman celebraba, todos celebraban. Aquella era una orden fácil de cumplir.



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20 febrero 2008

De la crítica como una de las bellas artes

Mi primer impulso siempre fue escribir en contra de B. No lo niego. Aque­llo, sin embargo, hubiera significado sucumbir ante una pasión innoble. Después pensé que acaso lo correcto fuera ignorarlo. Esta era una solución fá­cil y se­ductora y, de no haber comprendido, en última instancia, que tal ig­norancia era imposible y hasta antiética, determiné que lo acertado sería es­cribir a su favor. Esta solución, a pesar de su monstruosidad, permitía satis­facer todos los frentes y cubrir todas las necesidades. La perspectiva de con­tribuir al gran malentendido que era el éxito de B. era también una de las formas me­nos comunes de ataque mortal. Ensalzar una obra que íntima­mente despre­ciaba, desplegando una agudeza y una habilidad literaria que superaría enor­memente a la obra estudiada, sería una forma devastadora de aniquilación. La desproporción entre la magnificencia de la crítica y la indi­gencia de su ob­jeto resultaría, fatalmente, una de las formas más virulentas de ataque ja­más empleadas.
El hecho, de todas maneras insignificante, de que yo fuera un escritor prácti­camente desconocido y B. gozara, en ese entonces, de una pequeña, pero bien asentada reputación, no me desanimó. No solamente tenía la certeza de que sería leído, sino que además el público apreciaría de inmediato mi enorme superioridad literaria. La posibilidad, cierta, de que mis escritos so­bre B. fueran tomados en serio, no representaba un problema puesto que quienes tal hicieran no serían más que aquellos críticos mediocres, incapaces de una ver­dadero juicio intelectual. Los espíritus independientes y, en general, la gente dotada de un talento real, no tardarían en advertir la verdad.
¿Quién habría imaginado que aquella sería precisamente la debilidad de todo esto?
Y es que nunca hubo una verdad. O, mejor dicho, la verdad podía y pudo, tomar las apariencias más increíbles.
Escribí a favor de B. confiando en la verdad sin saber que la verdad no era más que aquello que yo mismo contribuí a forjar.
A estas alturas, de nada serviría alegar que B. es grande a causa de un ma­lentendido cuya fuerza arrolladora se terminó imponiendo sobre los simples hechos que ya nadie fue capaz de ver.
Pero lo más horrendo es lo sucedido en los casos de S. y M. quienes perca­tándose del error se han apresurado a escribir sendos libros, no para denun­ciarlo, sino, increíblemente, para acrecentarlo y terminar consolidándolo como la única y exclusiva verdad. Porque la verdad –como me lo confió más tarde el propio M. – es sólo lo posible y lo posible es sólo aquello que se conso­lida históricamente.
-yo podría darme el lujo de escribir sobre la obra de P. que es en realidad muy interesante, pero he preferido escribir un libro sobre B. porque tal libro será leído- continuó M.
- Y sabes por qué será leído?-
-...-
- porque en él me atrevo a refutar una de tus tesis más brillantes, aquella donde estableces que la imaginación de B. es igual a la masa versicular al cuadrado dividida por el tiempo de lectura.
Llegados a este punto, era muy difícil saber si S. hablaba en serio o en broma. Por la propia naturaleza del asunto era, en principio, muy difícil saber cuando y dónde se cruzaba la frontera entre una y otra.
-estoy en principio de acuerdo – continuó S. – en que el pensamiento poético de B. es igual a la masa versicular al cuadrado… donde difiero de ti es sim­plemente en que hay que dividirlo no por el tiempo de la lectura, sino por el tiempo poético interno del poema. De hecho, no puedo entender cómo es que no te diste cuenta de algo tan simple.
- Por supuesto que me di cuenta de ello- respondí- aquello era simplemente una clave para que hombres inteligentes como tú se dieran cuenta de que toda aquella teoría lo que hacía era reírse de la obra de B. Comprendo perfectamente que el tiempo de lectura es un elemento extradiegético y no puede ser una variable textual.
- Pues yo no lo entendí así. –me aseguró S.- Yo creí que tú deliberadamente planteabas una variable externa que era en definitiva el tiempo de la lectura crítica. Con lo cual estabas planteando la relatividad absoluta del valor estético de la obra de B. Si tal cosa fuese así, B., o la fama de B., podría deberse a factores históricos, a variables externas.
- ¿Y qué adelantamos con el hecho de corregirlo?
- No puedo creer que no te des cuenta, amigo mío – S. sonrió malignamente- ¿acaso has olvidado el efecto que la crítica produce en los autores? De todos los lectores de textos críticos, los autores son lectores privilegiados. Sólo ellos pueden comprender ciertas cosas. Y me temo que pronto tendremos noticias al respecto.
S. no se equivocaba. Meses más tarde, en uno de los últimos recitales de B. se dice que éste se presentó en el proscenio con una actitud nunca antes vista en él. Temblaba y parecía haber envejecido súbitamente. La gente pensó que lo aquejaba una enfermedad grave. Pidió que le trajesen un gran brasero de bronce. Fue complacido porque la gente pensó que se trataba de una vuelta simbólica a sus humildes orígenes gauchescos. Lo que sucedió allí, sin embargo, dejó consternado a todos. B. comenzó a quemar uno a uno sus libros y terminó su recital afirmando que toda su obra carecía de valor y que lo mejor que podían hacer era olvidarlo para siempre. La gente lo ovacionó porque entendió que el gran poeta realizaba un gesto poético aun más radical que toda su obra. B. lloraba y se dice que sólo atinaba a repetir: “hijos de puta, no entienden un carajo”. Días después lo hallaron muerto en un cuarto de un hotelucho de la Avenida Francia. Se cuentan muchas mentiras sobre este momento final. Se dice por ejemplo, que lo encontraron perfectamente vestido sobre su cama. Lucía su mejor traje y en la mano izquierda habría sostenido un libro con las páginas en blanco. Otros, sin embargo, refutan la versión anterior y dicen que el poeta fue hallado completamente desnudo mientras en su mano derecha sostenía una hoja en que había escrito –algunos dicen que con su propia sangre- “Lady D. I love u”.
Mucho tiempo después, la casualidad quiso que una noche, mientras me encontraba en un bar, trabara conversación con un individuo que resultó ser uno de los policías que hallaron al desafortunado B. Este me contó que en realidad el finado se encontraba vestido con una camiseta de Los Ángeles Lakers y unos Levis negros y que lo único que tenía en una de sus manos era un lápiz scripto verde y que en una de las paredes había escrito una formula: i=mv2/tt que nadie sabía que carajos significaba. “la doble t significa tiempo textual”-le dije- pero el policía sólo movió la cabeza.
Ambos estábamos completamente borrachos.

22 enero 2008

El último café

Camila llegó pasadas las siete.
Luego de rechazar mi intento de saludarla con un beso, se quitó el abrigo y se sentó sin di­rigir sus ojos hacia mí ni un solo instante.
El mozo, que me había ignorado durante los veinte minutos que llevaba sentado allí, se apresuró a hacerle un gesto asegurándole que la atendería enseguida.
Camila es bella. No solamente por su ondeada cabellera rubia, lo que en una ciudad que ca­rece dramáticamente de este bien, ya es sobrado motivo para pertenecer a la categoría de beldad, sino porque sus rostro es sencillamente angelical. Y su cuerpo… Oh, su cuerpo… su cuerpo irradia una sensualidad y un erotismo que funde el cerebro en cosa de segundos. Como si al contemplar sus maravillosas rodillas o el turgente nacimiento de sus senos uno fuese objeto de una magia irresistible que lo arrastrase sin remedio al fondo de un abismo.
Abismo donde ahora me parecía estar, debatiéndome miserablemente.
No sabía qué decirle. Estaba nervioso, mirándola con una mezcla de curiosidad y angustia crecientes, mientras ella aparentaba observar algo que parecía desarrollarse a mis espaldas, más allá de las vidrieras, al fondo de la plaza, donde quizás un inmenso rebaño gozara del delicado sol de marzo.
En el teléfono su voz había sonado imperiosa y fría. Su exigencia de una cita en un lugar público antes que en nuestro departamento no podía presagiar nada bueno.
Luego que el mozo se marchara con nuestras respectivas ordenes, me atreví a romper el hielo.
- Y bien, ¿por qué estamos aquí?...
Por primera vez fijó su mirada en mí y, luego de observarme unos instantes con lo que me pareció alternativamente un sentimiento de odio, de resentimiento, o hasta de desprecio, tomó su pequeña cartera y abriéndola extrajo un sobre que puso en medio de la mesa.
Al principio no lo reconocí. La verdad es que no tenía cómo hacerlo. Contemplé aquel pa­pel cuyas desvaídas rosas impresas en una esquina no pude recordar. Lo tomé y extraje el tembloroso papel con la extraña sensación de que se trataba de una carta procedente de otro mundo.
No había data ni lugar del remitente. Sólo comenzaba diciendo:
“Amado Escuti, …”
Levanté los ojos y pregunté con sincero asombro:
- Pero, ¿qué es esto?... ¿de dónde la sacaste?
- No seas cínico, Misael. No lo niegues.
Su voz sonó hueca e inexpresiva. Su mirada, ahora clavada en mí, sólo expresaba rencor. No podría decir si lo que ella experimentaba fueran celos, despecho o algún otro confuso sentimiento que la hacía recogerse como un caracol herido por las primeras gotas de lluvia ácida.
Volví mis ojos hacia aquella carta dirigida evidentemente a mí. La caligrafía era laboriosa, quizás la tercera o cuarta copia de un original plagado de tachaduras, enmiendas y borro­nes. Lo cual, sin embargo, no había impedido la abundancia de errores ortográficos y gra­maticales. Mientras leía, trataba de recordar o más bien adivinar quién podría ser la remi­tente. El solitario nombre de Maribel que hacía de firma al dorso del pliego no me decía nada y hasta podía ser un nombre falso.
Entre tanto el mozo atendía y cortejaba a Camila.
Hasta cierto punto aquella carta me hacía comprender su decepción y su enfado. Aquella mujer se dirigía a mí como a un amante, sin escatimar adjetivos amorosos y hasta obscenidades que me hacían enrojecer mientras leía.
Pero yo no tenía una amante.
¿Cómo tener una amante después de conocer a Camila?
Aquello era ridículo.
-Mi amor… - le dije. ¿De dónde has sacado esto?
- No me llames “mi amor”, cínico-
El mozo quien por fin se había dignado traer mi café, me sonreía burlón, escu­chando impertinentemente mientras ella me aclaraba que yo sabía perfectamente que la había “ocultado” entre las páginas del monumental The Mammoth Book of Pulp Fiction con la tonta esperanza de que ella, quien aborrecía de aquel género, nunca habría de en­contrarla.
-Perdón, ¿usted no tiene nada más importante que hacer?... El mozo enrojeció al darse cuenta de que lo interpelaba enrostrándole directamente su impertinencia. Evidente­mente no esperaba ser aludido de una forma tan abiertamente hostil, así que, haciendo una ligera venia, se esfumó.
-pero si yo jamás he abierto ese libro en mi vida –protesté.
Pero aquello no era cierto. Tiempo atrás, no recordaba exactamente cuándo, había comenzado su lectura. De hecho, recordaba bastante bien un par de aquellas historias, Fo­rever After de Jim Thompson y So Dark For April de Howard Browne. Acaso la concien­cia de estar mintiendo me forzara a concentrarme en aquel volumen de casi seiscientas pá­ginas, tratando de recordar lo que Camila mencionaba. Estaba seguro, sin embargo, de que al menos cuando yo lo había estado leyendo, aquel sobre no se encontraba entre sus pági­nas. Era, en verdad, algo muy extraño, sin mencionar, claro, el pequeño detalle, que aquel sobre contenía una carta dirigida a mí, de una amante a quien no conocía o, al menos, no recordaba.
-Entonces …¿vas a negarlo todo?-
-Es que no puedo aceptar algo que no entiendo. Todo esto es muy raro.
-¿Raro?, ¿qué tiene de raro?, el noventa por ciento de los hombres son infieles a sus parejas. Algún día tenía que ocurrir.
-No, esto es un terrible malentendido. Yo no te he engañado, te lo aseguro.
-Dios sabe que me gustaría creerte, Misael, pero es imposible.
- ¿Por qué imposible? –protesté sintiendo una especie de vacío en el estómago por­que tal vez comprendía que la situación se me escapaba de las manos- Evidentemente al­guien puso esa carta en aquel lugar…
- Es que no se trata sólo de la carta…
Entonces me di cuenta de golpe que los hermosos ojos de Camila, no expresaban ya despecho ni tristeza, sino una suerte de velado temor. Me pareció incluso que sus pupilas se dilataban y enturbiaban.
-¿aún hay más?
-Ella me llamó.
-…
Mira, es inútil que lo niegues, ella sí te conoce, y muy bien. Me dio detalles… ¿sa­bes?...
-¡Detalles! ¿qué detalles?...
-Detalles íntimos-
Probablemente pensé que aquello no podía estar pasando, era demasiado increíble. Es decir, era creíble para cualquiera, excepto para mí. A menos que me estuviera volviendo loco, yo estaba seguro de no haber mantenido una affaire en los últimos diez años y menos aún con una mujer analfabeta.

- Camila, por favor, probablemente se trata de alguna mujer que conocí hace mu­chos años…
- Ella me dijo dónde guardabas sus cartas…
- ¡¿sus cartas?!...
Entonces Camila abrió nuevamente su cartera y como si se tratara de la chistera de un mago fue extrayendo diversas cartas que depositaba sobre el verde mantel de lino al tiempo que decía…

-ésta estaba bajo el reloj de bronce de la sala… ésta otra, escondida en la vieja radio de tubos que tienes en tu estudio… y ésta… en el bolsillo interior de una campera que no usas desde hace un par de años…
Sentí que me mareaba. Tomé un sorbo de agua y traté de controlar mi respiración. De pronto una idea horrible cruzó por mi cabeza. Y puesto que era una idea tan horrible y dolorosa, supe de inmediato que era la verdad. Camila mentía.
No era pues, el miedo el que dilataba sus pupilas; ni era rencor, ni los celos lo que reflejaban sus bellos ojos, era pura y genuina maldad.
Entonces recordé por qué me resultó familiar aquel sobre con sus desvaídas rosas en el ángulo superior derecho; había visto un atado de ellos en una de las gave­tas de su pequeño escritorio.
Tomé aquella primera carta y volví a leerla. No había consistencia en los errores como suele ocurrir con un verdadero iletrado. Estos más bien parecían deliberada­mente puestos aquí y allá. La laboriosidad de su escritura, bien podía deberse a la necesidad de perfeccionar una escritura que disimulara el propio trazo. Acerqué por último el papel a mis narices; un leve pero diáfano aroma subió hasta mi cere­bro. Pude distinguir las notas principales de melón, mandarinas y lilas, así como los acentos secundarios de lirios del valle y lavanda y, por supuesto, las marcadas notas bases de madera de sándalo, vainilla y musgo. ¿No era éste pues el 360° de Perry Ellis, el aroma favorito de Camila?
-¿y bien?- inquirió ella.
Guardé silencio. Necesita al menos unos segundos para procesar todo aquello.
-No tengo defensa- dije finalmente– acepto mi error.
-supongo que entiendes que para mí esto es el final- Su voz sonaba melodramática. Había lágrimas en sus ojos y su nariz había enrojecido. Buscaba pañuelos desecha­bles en su cartera. Le ofrecí mi propio pañuelo que declinó con un gesto impa­ciente. Finalmente sonó su hermosa nariz y luego enjugó sus ojos cuidando de no arruinar demasiado el maquillaje. Tenía un aspecto de adorable constricción, como si de pronto hubiese enviudado y el dolor la traspasase, doblegando su delicado ser.
- Quisiera pedirte que no vuelvas al departamento- dijo. Puedes ir por tus cosas el próximo fin de semana. Yo no estaré allí.
- ¿Me vas a pedir el divorcio, entonces? –pregunté.
- Dejémosle eso a los abogados- dijo y se levantó. El mozo surgió de entre la pe­numbra y procedió a ayudarla con el abrigo, obsecuente y servil.
-Adiós- dijo- mirándome todavía unos segundos, luego se marchó.
Permanecí allí, respirando aquel aire rancio y sobrecargado del aroma del café. Su silla vacía parecía ahora el símbolo de su abandono. ¿Por qué no decirme simple­mente que ya no me amaba? ¿Para qué inventar aquella farsa de la amante?
Antes de levantarse había guardado todas aquellas cartas apócrifas en su reluciente cartera para enseñarlas, eventualmente, como pruebas de mi infidelidad. ¿A quién? al juez, claro está, en el caso de que yo opusiera resistencia. ¿Y si yo opusiera re­sistencia? ¿Allegaría todas sus pruebas? ¿Comparecería entonces aquella Maribel en el estrado?
Ojalá se tratara de una mujer hermosa, me dije.
Pagué la cuenta y salí a la calle. Todavía quedaba luz natural. Era una noche agra­dable e inconscientemente dirigí mis pasos hacia la gran plaza para integrarme a aquel gran rebaño que gozaba de los últimos rayos del sol.
¿Qué más podía hacer?

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A bordo de un viejo vapor

A  la memoria de Jorge Torres   Del pasado ascendía como niebla el alma del río   Gunnar  Ekelöf   C on   el p...