26 febrero 2008

El príncipe

Siempre me han atraído las flacas - dijo una vez Truman. Y esta frase produjo un efecto que él no advirtió, o prefirió ignorar, porque los poderosos no están nunca en condiciones de preocuparse por las consecuencias que sus dichos o acciones provocan. Por otra parte, para mi ha sido particularmente difícil tratar de describir aquel efecto. De hecho, lo he intentado varias veces sin resultados satisfactorios, de manera que no tengo otro recurso que dejarlo así: una carcajada descomunal subió a la garganta de los ministros, lugar donde debió ser ahogada de inmediato. En algunos casos, ésta se transformó en una extraña tos, en otros, en estornudos elefantiásicos, y no sería aventurado suponer que más de alguno canalizó aquella energía a través de un formidable pedo. La mayoría, sin embargo, no tuvo más recurso que liberar todo aquel magma bajo la forma de estruendosos hipos. Afortunadamente nadie falleció. La hilaridad fue sofocada en la cuna, si no perfectamente, al menos sin dejar más huellas que las descritas, algunos ojos llorosos y carrillos hinchados y enrojecidos.

Naturalmente, Truman sabía que se estaban riendo y gozaba enormemente con el hecho de que aquellos pobres diablos tuvieran que reprimirse de tal manera ante él.

Su esposa, la señora Truman, era una mujer descomunal y no estoy seguro de que este adjetivo sea lo suficientemente espacioso para describir la naturaleza de su continente. Baste decir que cierta vez la vi en compañía de Fresia, la elefanta, quien me pareció, por contraste, esbelta y agraciada. Desde aquella vez, no he dejado de pensar que, después de todo, es una suerte que esta señora no tenga que nutrirse con hierbas como aquel pobre animal.

La vida de los mortales suele ser triste –se quejó después Truman – y yo, por supuesto, no soy la excepción. El año 03 cuando conocí a la que ahora es mi consorte, ésta era una joven esbelta y dinámica.

Un revelación de semejante calibre bien podría haber suscitado algún comentario en una conversación normal, pero los ministros nunca estaban seguros de cuándo era apropiado hacerlos. Luego, estaba el pequeño inconveniente del comentario en sí. ¿Qué sería mejor decir frente a tal declaración? ¿Alabar la belleza de la señora Truman?... pero, ¿no sería aquello contradecirlo? ¿no sería mejor mostrar sólo expectación? En estos casos, lo mejor era asentir brevemente con la cabeza.

Erick Fernández, el más joven de todos los ministros, fue el único que hizo un comentario. “Señor Truman, si me permite” – dijo, poniéndose colorado - “debemos recordar que lo esencial es invisible a los ojos”. Este bello pensamiento lo terminó de pronunciar con lágrimas en los ojos. El viejo ministro de Agricultura, quien se encontraba casualmente a su lado, le acababa de propinar un feroz pellizco en el antebrazo.

Truman lo miró sorprendido. “Depende de los ojos”- se limitó a decir. Sin duda estaba contrariado. Los demás ministros lo sabían. Aquella bondadosa sonrisa que parecía iluminar su rostro había precedido a muchas destituciones y asesinatos políticos.

Fernández, sin embargo, tuvo suerte. Su cartera, Women Affaires, se había creado hacía poco. Truman nunca estuvo convencido de la necesidad de aquel ministerio, pero tuvo que ceder ante las enormes presiones de todos los sectores. Finalmente, había aceptado con la única condición de que el gabinete estuviera en manos de un hombre. “Nunca he entendido a las mujeres” argumentó. "Si he de tener un ministerio para ellas, es absolutamente necesario que el ministro, sea un hombre, de locontrario, no me imagino cómo diablos vamos a solucionar algo". Su lógica resultó aplastante. Las propias mujeres se mostraron ampliamente de acuerdo y sugirieron, tras breve deliberación, el nombre de Fernández; un hombre considerablemente atractivo, quien jamás usaba corbata por considerar mucho más elegante el vello de su pecho, asomado a sus siempre entreabiertas camisas de seda.

Y he aquí que su primera intervención lo había hundido de inmediato.

Truman pareció reflexionar un momento: “¿Usted cree realmente en lo que dice?”. Fernández se apresuró a contestar que sí, que por supuesto creía. Entonces Truman ordenó que le trajesen un plumero, un cubo, un trapeador y un uniforme nuevo color caca. Lo obligó a vestir aquella prenda y comenzar a limpiar el polvo y a fregar de inmediato el salón de reuniones.

Fernández se mostró de buen humor y aceptó lo que en un principio creyó era una broma. Truman se dirigió a los demás diciendo: “debemos recordar que el señor Fernández es esencialmente un ministro”.

Sólo entonces, Fernández comprendió la magnitud de su torpeza y, vagamente, la enorme derrota política a que había conducido a las mujeres.

Truman lo observó con cierta inquietud durante unos momentos, luego volvió la cabeza hacia los demás ministros y sonrío.

“Todas mis amantes se parecen extraordinariamente a la señora Truman de joven”. Reflexionó y tras un suspiro: “supongo que lo habréis notado”. La verdad es que nadie había conocido a la señora Truman de joven, pero al recordar a las queridas del señor presidente, pudieron formarse una imagen bastante fiel de la rara belleza que habría ostentado aquella dama en sus veintes.

“Yo diría que esencialmente le he sido fiel” concluyó, y al decir esto, miraba el culo de Fernández que fregaba rabiosamente una de las baldosas del salón.

Truman rió estrepitosamente y con él todos sus ministros.

Cuando Truman celebraba, todos celebraban. Aquella era una orden fácil de cumplir.



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20 febrero 2008

De la crítica como una de las bellas artes

Mi primer impulso siempre fue escribir en contra de B. No lo niego. Aque­llo, sin embargo, hubiera significado sucumbir ante una pasión innoble. Después pensé que acaso lo correcto fuera ignorarlo. Esta era una solución fá­cil y se­ductora y, de no haber comprendido, en última instancia, que tal ig­norancia era imposible y hasta antiética, determiné que lo acertado sería es­cribir a su favor. Esta solución, a pesar de su monstruosidad, permitía satis­facer todos los frentes y cubrir todas las necesidades. La perspectiva de con­tribuir al gran malentendido que era el éxito de B. era también una de las formas me­nos comunes de ataque mortal. Ensalzar una obra que íntima­mente despre­ciaba, desplegando una agudeza y una habilidad literaria que superaría enor­memente a la obra estudiada, sería una forma devastadora de aniquilación. La desproporción entre la magnificencia de la crítica y la indi­gencia de su ob­jeto resultaría, fatalmente, una de las formas más virulentas de ataque ja­más empleadas.
El hecho, de todas maneras insignificante, de que yo fuera un escritor prácti­camente desconocido y B. gozara, en ese entonces, de una pequeña, pero bien asentada reputación, no me desanimó. No solamente tenía la certeza de que sería leído, sino que además el público apreciaría de inmediato mi enorme superioridad literaria. La posibilidad, cierta, de que mis escritos so­bre B. fueran tomados en serio, no representaba un problema puesto que quienes tal hicieran no serían más que aquellos críticos mediocres, incapaces de una ver­dadero juicio intelectual. Los espíritus independientes y, en general, la gente dotada de un talento real, no tardarían en advertir la verdad.
¿Quién habría imaginado que aquella sería precisamente la debilidad de todo esto?
Y es que nunca hubo una verdad. O, mejor dicho, la verdad podía y pudo, tomar las apariencias más increíbles.
Escribí a favor de B. confiando en la verdad sin saber que la verdad no era más que aquello que yo mismo contribuí a forjar.
A estas alturas, de nada serviría alegar que B. es grande a causa de un ma­lentendido cuya fuerza arrolladora se terminó imponiendo sobre los simples hechos que ya nadie fue capaz de ver.
Pero lo más horrendo es lo sucedido en los casos de S. y M. quienes perca­tándose del error se han apresurado a escribir sendos libros, no para denun­ciarlo, sino, increíblemente, para acrecentarlo y terminar consolidándolo como la única y exclusiva verdad. Porque la verdad –como me lo confió más tarde el propio M. – es sólo lo posible y lo posible es sólo aquello que se conso­lida históricamente.
-yo podría darme el lujo de escribir sobre la obra de P. que es en realidad muy interesante, pero he preferido escribir un libro sobre B. porque tal libro será leído- continuó M.
- Y sabes por qué será leído?-
-...-
- porque en él me atrevo a refutar una de tus tesis más brillantes, aquella donde estableces que la imaginación de B. es igual a la masa versicular al cuadrado dividida por el tiempo de lectura.
Llegados a este punto, era muy difícil saber si S. hablaba en serio o en broma. Por la propia naturaleza del asunto era, en principio, muy difícil saber cuando y dónde se cruzaba la frontera entre una y otra.
-estoy en principio de acuerdo – continuó S. – en que el pensamiento poético de B. es igual a la masa versicular al cuadrado… donde difiero de ti es sim­plemente en que hay que dividirlo no por el tiempo de la lectura, sino por el tiempo poético interno del poema. De hecho, no puedo entender cómo es que no te diste cuenta de algo tan simple.
- Por supuesto que me di cuenta de ello- respondí- aquello era simplemente una clave para que hombres inteligentes como tú se dieran cuenta de que toda aquella teoría lo que hacía era reírse de la obra de B. Comprendo perfectamente que el tiempo de lectura es un elemento extradiegético y no puede ser una variable textual.
- Pues yo no lo entendí así. –me aseguró S.- Yo creí que tú deliberadamente planteabas una variable externa que era en definitiva el tiempo de la lectura crítica. Con lo cual estabas planteando la relatividad absoluta del valor estético de la obra de B. Si tal cosa fuese así, B., o la fama de B., podría deberse a factores históricos, a variables externas.
- ¿Y qué adelantamos con el hecho de corregirlo?
- No puedo creer que no te des cuenta, amigo mío – S. sonrió malignamente- ¿acaso has olvidado el efecto que la crítica produce en los autores? De todos los lectores de textos críticos, los autores son lectores privilegiados. Sólo ellos pueden comprender ciertas cosas. Y me temo que pronto tendremos noticias al respecto.
S. no se equivocaba. Meses más tarde, en uno de los últimos recitales de B. se dice que éste se presentó en el proscenio con una actitud nunca antes vista en él. Temblaba y parecía haber envejecido súbitamente. La gente pensó que lo aquejaba una enfermedad grave. Pidió que le trajesen un gran brasero de bronce. Fue complacido porque la gente pensó que se trataba de una vuelta simbólica a sus humildes orígenes gauchescos. Lo que sucedió allí, sin embargo, dejó consternado a todos. B. comenzó a quemar uno a uno sus libros y terminó su recital afirmando que toda su obra carecía de valor y que lo mejor que podían hacer era olvidarlo para siempre. La gente lo ovacionó porque entendió que el gran poeta realizaba un gesto poético aun más radical que toda su obra. B. lloraba y se dice que sólo atinaba a repetir: “hijos de puta, no entienden un carajo”. Días después lo hallaron muerto en un cuarto de un hotelucho de la Avenida Francia. Se cuentan muchas mentiras sobre este momento final. Se dice por ejemplo, que lo encontraron perfectamente vestido sobre su cama. Lucía su mejor traje y en la mano izquierda habría sostenido un libro con las páginas en blanco. Otros, sin embargo, refutan la versión anterior y dicen que el poeta fue hallado completamente desnudo mientras en su mano derecha sostenía una hoja en que había escrito –algunos dicen que con su propia sangre- “Lady D. I love u”.
Mucho tiempo después, la casualidad quiso que una noche, mientras me encontraba en un bar, trabara conversación con un individuo que resultó ser uno de los policías que hallaron al desafortunado B. Este me contó que en realidad el finado se encontraba vestido con una camiseta de Los Ángeles Lakers y unos Levis negros y que lo único que tenía en una de sus manos era un lápiz scripto verde y que en una de las paredes había escrito una formula: i=mv2/tt que nadie sabía que carajos significaba. “la doble t significa tiempo textual”-le dije- pero el policía sólo movió la cabeza.
Ambos estábamos completamente borrachos.

A bordo de un viejo vapor

A  la memoria de Jorge Torres   Del pasado ascendía como niebla el alma del río   Gunnar  Ekelöf   C on   el p...