28 junio 2006

Emocionante encuentro con Paulina




Hacía unos días había llamado a Paulina para tomarnos un café y charlar. Había pasado un año desde la última vez que nos vimos. La llamé luego de una semana de haber llegado a Eugene (Oregon) porque sabía que durante aquellos días andaban todos locos terminando los exámenes y papers finales.
No me respondió.
Ella es así. Hay que saber entenderla. ¿Y quién mejor que yo para eso?...
El más bueno, el más comprensivo de todos los hombres.
¿No?...
Así que la había llamado y…
Ha querido el azar que un día de aquellos me la encontrara en la esquina de la ca­lle 13 con Kincaid, justo donde está la librería de la Universidad de Oregon. Se hallaba enfrascada en una discusión con una muchacha que andaba en sus últimos veintes. Estudiante revolucionaria como sólo suelen darse en estas tierras del noroeste. Tenían allí una mesilla llena de literatura “radical” y otra joven, más bajita y morena, “latina”, intentaba hablar con un tipo pelirojo de contextura leptosómica que se limitaba a aceptar con la cabeza los apasionados argumentos de la pequeña morocha.
Me recosté en una de las columnas del moderno edificio y tomé palco. Me llega­ban retazos de la conversación que sostenían ambas mujeres. Hasta ese momento Paulina no se había enterado o no se quería dar por enterada, de mi inquietante presencia.
Los padres fundadores parecían formar parte en el alegato.
Encontrándome allí, inerme y desprotegido, como una lagartija al sol, me avista un joven de encendida mirada idealista, quien cruzando la calle, se aproxima hacia mí y sin que mediara provocación alguna, me interpela. ¡Oh, no! ¡Yo no tengo vela en este en­tierro! Mi intensión era sólo ganar la atención de mi amiga Pau.
Al principo traté de evadir la conversación. Dije que yo me dedicaba a estudiar un mundo ficticio, una dimensión paralela y fantasmal que aunque se solía asemejar a la “realidad”, no tenía relación verdadera con ella. Fue peor. Mi joven interlocutor, inteli­gente e informado, procedió a preguntarme de dónde era. Un vago sentimiento patriótico me impidió mentir. “Soy chileno, confesé” A lo cual, como suele ocurrir fatalmente en estos casos, siguió la mención de nuestro paisano más famoso. “Recuerdas a Pinochet”… “He tratado de olvidarlo”, le respondí, “pero lo llevo muy dentro de mí” Sin embargo, las vicisitudes interiores de un alma chamuscada en las llamas de la dictadura no era tema digno del joven radical que tenía enfrente. La cosa social era lo que lo impulsaba. Enton­ces me comenta de los vínculos de la política de su país con los luctuosos acontecimien­tos de la dictadura chilena. Al poco rato me enteré con asombro de que el mundo capita­lista colapsará inevitablemente en alredor de tres meses a contar de la fecha de nuestra conversación. Ello ocurrirá indefectiblemente porque los Estados Unidos no tiene real­mente dinero, sino que, por escandaloso que pueda parecer, su economía se mueve sólo gracias al crédito. Los neocons se han tomado el poder y no darán tregua sino hasta redu­cir la economía de la nación a escombros. Hasta el ejército será privatizado. De hecho, ya está practicamente privatizado. La mejor prueba en que se han contratado mercenarios para combatir en Irak, entre ellos, “chilenos” me advierte. Y justo en ese momento ocurre lo que había estado esperando y que era la única razón de mi presencia en aquella es­quina: Paulina me ve y me saluda brevemente con un gesto de su cabeza sin perder el hilo de la discusión en que se encontraba trenzada.
Al cabo de un rato, y como si me hubieran insuflado un auténtico espíritu revolu­cionario, me encuentro discutiéndo acaloradamente problemas de alta política, de los cuales, hasta ese momento, ignoraba tener tanta información. “La solución es simple y está al alcance de todo el mundo” me dice mi joven amigo. Y es que a diferencia de otros paises, los Estados Unidos de Norteamérica no necesitan hacer una revolución, sino que volver a sus más puros orígenes, a los textos sagrados de los Padres Fundadores que contienen la esencia de la democracia, la tolerencia y el buen gobierno de la República. La corrup­ción política ha venido siempre desde Europa. Hacemos una pausa para reirnos de aquellos paises que todavían mantienen instituciones tan arcaicas como las monarquías. ¡¡¡ Oh Dios, que todavía existan los reyes!!! That is totally insane!!!”
El pelirrojo se revuelve inquieto ante las acometidas ideológicas de la morocha y da unos pasos como de baile, pero en realidad se está ajustando la remera que se le pega al cuerpo por el calor. Advierto entonces que acompaña a Paulina y creo recordar que su rostro me es vagamente familiar… ¿no será este aquel sueco con el que atravesó Califor­nia, Texas y Mexico?... Aunque puedo estar equivocado. Recuerdo que tras aquella trave­sía, que comenzó llena de expectación y gozo aventurero, todo terminó bastante mal. De hecho, Pau confesó haber terminado enferma con su compañero de aventuras.
En momentos en que la conversación con mi interlocutor que, ahora lo advertía, se daba un parecido con Paul Simon, adquiría un tono bastante interesante,discutiendo, por ejemplo, cómo en el último tiempo la televisión había comenzado a mostrar progra­mas históricos donde aparecían reputados académicos de Harvard señalando las mentiras que Franklin o Jefferson habían hecho circular entre la población de las colonias para convencerla de la maldad de los británicos, cosa totalmente falsa de acuerdo a dichos académicos…, justo entonces… la inefable Pau se desprende de la iconoclasta estudiante y viene hacia mí y se despide rápidamente, rogándome la perdone por no haberme llamado antes. Así que mientras sigo la charla con Simon, la veo alejarse acompañada del pelirojo.
Al cabo de una media hora, termino despidiéndome también, prometiéndo ayudar a la causa cuando regrese a Filadelfia. Termino pues, cargado de literatura proselitista y donando 10 dólares a los chicos de LaRouche.

Mientras espero el autobús, pienso en lo ocurrido y llego a la conclusión que ha sido absolutamente bizarro. Loquísimo, y por lo tanto, aterradoramente real. Todo ha ocurrido como si ciertas fuerzas naturales, o quizás sobrenaturales, hubieran dirigido los hilos de los acontecimientos. Y entonces me doy cuenta: así es como es. Cualquier otra cosa lo echaría todo a perder. Así es que decido no llamarla más, porque hacerlo sería luchar co­ntra las fuerzas que ordenan la realidad, un insensato pecado de hybris. “Dejemos al mundo rodar”creo que me dije.
¿No es verdad que es emocionante?...

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