13 agosto 2006

Mustang


"A Amado Lascar, compañero en una encrucijada de la vida y a quien temo haber herido una vez sin saber que era a mí a quien hería"

Literatura. Eso era lo que hacíamos. Aunque no lo supiéramos y ni siquiera lo sospecháramos. Tardaríamos largos años en darnos cuenta que abandonando los límites del papel impreso en que pugnaban por encerrarnos nuestros queridos maestros, seríamos más libres y volveríamos a aquella indocumentada experiencia que fue la nuestra. Com­prenderíamos que todo partió desde allí, porque ese allí, contra toda evidencia, era lu­mi­noso.

Tanto que nos cegaba.

Allí era lo concreto, lo básico, lo animal que nos habitara y habitáramos.

Pero descender a la más prosaica realidad no es tarea fácil. A no ser que se tenga la costumbre, creada y fomentada por la escuela pública, de confundir la realidad con las rústicas pinturas que de ella nos presentan los maestros.

La siguiente memoria se apega estrechamente a los hechos y, sin embargo, su realismo resulta chocante y aún perverso.

Recuerdo que volvíamos de cenar en casa de Lula Pastorino y, por alguna extraña razón, mi organismo se encontraba en un estado que, a falta de un mejor nombre, po­dríamos denominar “Alpha”. Me sentía raro. Miraba la silueta fina y estilizada de Yumika y una emoción poderosa y tierna in­vadía mi extraño cerebro. Era deseo, pero era algo más. Al­go que florecía en mi interior exacerbando mis instintos; situándolos en la superficie de mi ser. Algo que al mismo tiempo me llenaba de felicidad y de temor. Una energía que brotaba a raudales desde el mero centro de mi cuerpo.

Le pedí a Yumika que detuviera el coche.

Era noche cerrada. El viento deambulaba por las calles de la ciudad agitando pesados letreros o encumbrando alguna sucia hoja de periódico. A la distancia, la sirena de la policía y los ruidos cansados de un tren de carga.

No, no había estrellas.

En cambio un zumbido eléctrico emanaba desde las profundidades urbanas.

Ella me miraba con inocente pasión, con una dulzura grave y directa.

Me estremecí.

Cualquier palabra lo hubiera arruinado todo.

Atraje su cuerpo trémulo hacia mí y nos abrazamos. Sentía una emoción que ex­cedía los límites de mi cuerpo y parecía querer conectarme con el frescor de la ma­dru­gada, disol­viéndome en el viento, en finas partículas de felicidad.

Lloraba. Sin comprenderlo, lloraba a mares. Como no era un héroe, lloraba. Como era un simple mortal, no estaba pre­pa­rado para la felicidad. Y ella en perfecta sincronía, lloraba conmigo.

Allí en la perfecta soledad de una calle de las afueras de Jonesville, en el interior de un viejo Ford Mustang, nos amamos hasta bien entrada la madrugada.

Con las primeras luces del alba, sin embargo, el efecto pareció desvanecerse y volví a ser el mismo gran hijodeputa de siempre. Frío, calculador y egoísta. Rasgos que se me an­toja­ban virtudes antes que defectos.

Ocupé mi lugar tras el volante y encendí el poderoso V8 de mi Mustang. De reojo contemplé a Yumika que trataba de alisar su breve vestido de seda negro. Su cabello oscuro y lacio estaba húmedo y le caía desordenado sobre el rostro. Parecía fatigada tras el esfuerzo desplegado luego de una noche de amor desenfrenado.

Era una hermosa japonesa de unos 26 años. Hablaba perfectamente el inglés y el español. Lenguas que dominaba mejor que su lengua nativa, según propia confesión.

Sin duda exageraba.

Prendí un cigarrillo y me dirigí hacia la carretera 126. El aire de la mañana era es­pléndido. Frío y tonificante. El cielo estaba nublado y un tanto tormentoso. Lo que ver­daderamente me complacía.

De pronto Yumika me tocó amorosamente el brazo.

- Si no te importa, quisiera volver a mi casa-me dijo.

Sin mirarla detuve el coche y me incliné sobre ella para abrirle la portezuela.

- No hay problema- le dije. Eres libre.

Se quedó sentada sin mover un músculo lo que, me imagino, era su insignificante manera de demostrar enfado. La miraba de reojo y, cada vez más, comenzaba a recordarme a Ma­hatma Gandhi.

-Es un día perfecto para ir a la costa- le dije.

-…

-Es un día perfecto para ir a la costa- repetí.

-…

Como al parecer había decido ignorarme, tuve que cambiar de estrategia.

-Cariño-le dije- ¿puedes pasarme la pistola que está en la guantera?

-…

-Es que estoy planeando pegarle un tiro a alguien, ¿sabes?

La vi abrir la guantera y tras comprobar que efectivamente allí dormía plácida­mente una magnun, la cerró de golpe como si en su lugar hubiese habido una serpiente.

-Supongo que tampoco quieres darme la pistola, ¿verdad, mi amor?

-…

-Si no quieres dármela está bien, la tomaré yo mismo. Diciendo lo cual me incliné hacia su costado y abrí nuevamente la guantera sacando la magnum. Pero en ese mo­mento Yumika realizó una absurda y desesperada maniobra intentando coger el volante. El brusco movimiento me sacó del asfalto y tras derrapar algunos metros por una pen­diente el coche fue a chocar contra un árbol.

Creo que perdí los sentidos un breve instante. Al recuperarme, comprobé que el árbol crecía al borde de una profunda quebrada. El coche se balanceaba peligrosamente en el vacío. Una de las ramas se había incrustado en el costado derecho de la carrocería. Yumika yacía inconsciente o muerta.

Fue cuando intentaba incorporarme que perdí nuevamente la conciencia.

Lo anterior lo recuerdo como un sueño, es cierto. Como una pesadilla que se re­cuerda sin estar del todo seguro de que haya sido tal. Por mi parte, yo creo que todo fue real. Muchas personas, sin embargo, se han encargado de mostrarme y demostrarme que todo ha sido producto de mi febril imaginación.

Cuando por fin recuperé la conciencia estaba sólo, tendido en el terreno un tanto ríspido de aquella ladera. El mustang había desaparecido y no había seña alguna de Yu­mika. Era un mediodía soleado y ventoso. Me dolía terriblemente un brazo y me sentía mareado. Me incorporé y me acerqué al borde de la quebrada. Nada pude distinguir. Si el coche había caído era probable que se encontrara en el fondo del precipicio. Allá abajo, sin embargo, sólo se veía una densa capa de vegetación.

¿O había venido alguien en nuestro auxilio llevándose el coche y a Yumika? Ello parecía probable, puesto que yo mismo me encontraba tendido sobre el suelo a varios metros del accidente. Sin embargo, ¿por que se decidió dejarme allí y no rescatarme?

Algo más: el árbol que detuvo al mustang había desaparecido. Por más que exa­miné el terreno buscando las huellas de donde supuestamente estuvieron sus raíces, no pude encontrar nada. El terreno simplemente no parecía haber sido removido nunca.

– Nunca tuviste un mustang- me aseguró tiempo después David.

– Y que yo sepa, nunca estuviste en Jonesville.

Sentí terror de preguntarle por Yumika.



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