las siniestras huellas del destino
quisiera recuperar al menos
el don de las lágrimas.
Y mientras espero el autobus
que ha de internarme por barrios
y plazoletas delirantes,
sentir el dolor fluyendo
como una esperma cristalina e infecunda.
Todavía hay aire suficiente
entre el narcotizante hedor de la gasolina
y las partículas de plomo
suspendidas -sabrá el demonio cómo-
en la atmósfera.
La atmósfera de esta pasión
que es también un veneno
en que flotamos amoratados,
abiertos los ojos inútiles,
por el sólo capricho de estar vivos;
dolientes y orgullosos
como un cardo entre las vías
del tren expreso a la nostalgia.
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