09 noviembre 2006

¡Al campo!

¡Campo! ¡Ese horrible lugar donde los pollos corren vestidos con plumas”

Julio Cortázar

Para Cecilia

En noviembre de 1975, siendo el subscrito, Jefe de Plaza de la po­pulosa ciudad de Santa María La Blanca, ubicada en el extremo meri­dional de la Repú­blica de Chile y, habiendo conocido el desprecio a la naturaleza manifestado en reiteradas oportunidades por la vecina que más abajo se individualiza, de­creté el siguiente bando:

BANDO Nº 37

1º Sométase a relegamiento y a trabajos forzados en la isla de Cahuach, Archipié­lago de Chiloé, Xª Re­gión, a la ciudadana que a continuación se indica:

Doña María Josefina Venturini Bahl, Cédula de Identi­dad Nº 8.163. 017-2

2º La extensión del periodo de relegamiento se man­tendrá hasta com­probar que la ciuda­dana relegada haya desarrollado un amor in­condi­cional por el campo y por la vida ru­ral, habiendo aprendido en el trans­curso de la pena, las habilidades necesarias para adaptarse a dicho me­dio y de esta manera se encuentre apta para alcanzar la felicidad.

Decretado en Santa María a 10 días del mes de Noviem­bre del año 1975.

Notifíquese y cúmplase

Firmado

Arturo Rodas Siegenthal (G.D.)
Jefe de Plaza
IV División
Ejército de Chile


Como creo anticipar que a muchos lectores extrañará esta medida, a primera vista desproporcionada, en contra de una ciudadana aparen­temente in­ofen­siva, intentaré un relato que dé cuenta, lo más objetiva y exacta­mente posible, las circunstan­cias que dieron origen a la misma, así como el desarrollo y pos­terior desenlace de los acontecimientos.
En tiempos en que proliferan los juicios persecutorios en contra de quienes servimos amorosamente a la Patria y quienes no titubeamos a la hora de usar enérgicamente la autoridad que, por otra parte, sólo confiere Dios, Nuestro Señor, un relato como éste, ayudará a compren­der los alcances y el verdadero sentido de la acción militar durante aquellos gloriosos días que la historia se obstina en recordar como “dictadura”.

He aquí los hechos:

Creo que fue a poco de haberme instalado en mis oficinas, en el último piso del edifico de la IV División de Ejército, que recibí la visita de una distinguida dama de aquella ciudad. El propósito: Invitarme personalmente a un “Vino de Honor” para festejar mi reciente llegada y para que tuviera la oportunidad de conocer a lo más granado de la so­ciedad local. Se trataba pues, de una oferta imposible de declinar. Mani­festé mi complacencia y prometí acudir puntualmente el día y la hora estipulados en la primorosa tarjeta que la señora había puesto en mis manos.

Concurrí pues a la ceremonia. Allí tuve ocasión de departir ama­blemente con la mayoría de los nobles patriotas que habían colaborado en derrocar el detestable régimen del Doctor Allende. Ciudadanos que había arriesgado la piel durante las oscuras horas de la pesadilla marxista y que se mostraron muy complacidos de mi presencia en la ciudad.

Allí fue también donde vi por primera vez a la señorita Venturini de quien, preciso es confesarlo, me enamoré en el acto. Ciertamente aquello fue motivo de mucho dolor, siendo yo un hombre felizmente casado. Sin embargo, ya sabéis lo caprichoso e irracional que suele ser el sentimiento amoroso. En incontables ocasiones este sentimiento hubo de doblegar la férrea voluntad de este viejo soldado, tornando su vida poco menos que en miserable. Lo cierto es que aquella vez volví a casa con la amarga sensación de haber sido derrotado sin haber tenido la más mínima oportunidad de defenderme. Traspasado y fulminado por los adorables ojos de la señorita Venturini. Esa es la verdad y de nada serviría ocultarla.
Sin casi proponérmelo me encontré ordenando a mis subordina­dos inquirir todo tipo de detalles sobre la vida de aquella orgullosa jo­ven. Así fue como me enteré de que pertenecía a una de las más pode­rosas familias de la zona. Su abuelo, un inmigrante italiano, había hecho fortuna poniendo una cristalería que pronto se había hecho famosa en todo el sur y aún en la propia capital. Por parte de la madre, entroncaba con una distinguida familia de la próspera comunidad alemana de la zona.
María Josefina era alta, más alta que yo, que no soy precisamente bajo. Su aire elegante, al tiempo que su natural vivacidad y desplante, la volvían siempre el centro de la atención. Cultísima, terminaba sub­yugando siempre a quienquiera fuese su interlocutor. Sabía debatir con una agudeza digna del mejor abogado. Y es precisamente en este rasgo de su personalidad donde había algo sospechoso. Sin embargo, en un principio, ofuscado por mis sentimientos, no reparé en ello.
En contra de todos mis principios y creencias, comencé a corte­jarla. Aunque lo correcto sería decir que intenté cortejarla.
Cierta tarde, durante el transcurso de una de aquellas reuniones sociales, que, huelga decirlo, se habían hecho habituales, la invité a dar un paseo en mi lancha deportiva. Aceptó de inmediato.
Volví a casa flotando en el aire. Por supuesto, en mi ingenuidad, producto de mi poco trato con mujeres, tomé aquello como una muestra indesmentible de su simpatía hacia mí y, eventualmente, de atracción.
Aunque no soy un hombre feo, no me atrevería a afirmar que soy especialmente atractivo. Cuestión que, por lo demás, y hasta ese mo­mento, me había tenido absolutamente sin cuidado.
Aquella tarde, sin embargo, me asomé al espejo y sometí mi rostro a una minuciosa inspección. Me encontré viejo.
Llamé a mi esposa y le pregunté que me sugeriría para mejorar mi aspecto. Mientras la buena señora se reía y se divertía a mi costa, fue sugiriéndome que eliminara el bigote, podara mis frondosas cejas y re­cortara los pelos que asomaban por mis fosas nasales. Lo hice.
Cuando hube terminado, ella me contempló admirada y me dijo con voz ronca: “te sacaste de encima por lo menos unos diez años”. Después quiso tirar. Pretecté un súbito dolor de cabeza y abandoné raudamente la habitación. Desde mi despacho la sentí llorar y arrojar algunos objetos contra los muros.
El paseo en lancha fue maravilloso. Hacia media tarde atracamos en una pequeña isla en medio del río. Ella me explicó que se llamaba “Isla Sofía” y que cuando era chiquilla, ella y sus amigos, solían venir con frecuencia.
Hicimos pic-nic.
Conversamos, comimos y bebimos alegremente.
No estábamos de acuerdo en casi nada, pero yo ocultaba mis pen­samientos mientras me decía que entre un hombre y una mujer, no estar de acuerdo no significa nada cuando hay atracción. Así que yo la escu­chaba hablar, haciendo esporádicos comentarios, más bien irónicos, como cuando se escuchan las delirantes historias de los niños.
Una vez que fuera mía, pensaba, ¿qué importancia tendrían aque­llos pensamientos contradictorios, aquellas inquietudes adolescentes con que se devanaba los sesos? Pensamientos inmaduros, propios de una señorita mimada que no conoce la realidad.
En aquel momento se me antojaba que la realidad era yo.
En algún momento estuve tentado de realizar algún avance pero lo pensé mejor y decidí que no era todavía oportuno. Quería enamo­rarla. Que madurase como una jugosa fruta en lo alto de la rama. En el momento preciso caería dulcemente en la palma de mi mano.
Y sonreía feliz.
Mientras volvíamos, nuestra poderosa embarcación iba dejando una estela tras nosotros. Comandando aquella lancha sentía que con­trolaba mi propio destino. Sentía que las gaviotas me saludaban; que el sol de aquella tarde brillaba sólo para mi. Miraba los rubios cabellos de María José Venturini flotando en el viento e imaginaba, me convencía, que pronto sentiría su perfume derramado sobre mi pecho. Y sentía un impulso irresistible de abrazarla.
Ya en el muelle, casi al despedirnos, se me quedó mirando y me dijo: “Tienes algo raro… ¿qué es?...”-vaciló un momento- “¡Ah, te cor­taste el bigote!”Y luego de otra pausa agregó: “¡vaya, te echaste en­cima por lo menos unos diez años!”
Me quedé helado. Sin atreverme a pronunciar una palabra más le di la mano y me marché.

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