De Los Malos Pasos (1990)
EL AMOR QUE RESPLANDECE
La noche nos reduce en esta plaza
y es nuestro el amor que resplandece
más allá de las torres asediadas;
de las malas palabras que cerramos
y que ahora ceden
bajo el peso de los cuerpos.
El viento entra en la ciudad
rendida a nuestros pies
que ignoran el camino de regreso
hacia la madrugada.
Lo demás podría no existir
en esta hora
en que volvemos a vencernos.
EL ÁRBOL SIN NOMBRE
Hace mucho tiempo
tú y yo adorábamos el sol
hasta que en el fondo del patio creció un oscuro árbol
que ni tú ni yo reconocimos.
Y pasó aquel tiempo;
la época en que éramos felices.
Vino el día en que olvidamos nuestros nombres
y la niebla disolvió nuestra costumbre de miramos.
Mas de pronto una tarde te vi en el fondo del patio
bajo la sombra del árbol sin nombre
en brazos de un desconocido
que hundía sus manos en la oscuridad de tus cabellos.
Entonces corrí hacia ti y te llamé.
Pero tú escondistes la cara entre las sombras;
reclinando tu cabeza dulcemente
en mi desdicha.
EXTRAÑO COMPORTAMIENTO DE LAS AVES
Creo que hay pájaros cerca del mar;
pájaros en la playa inmóviles.
El cielo se haya despejado y yo libre de emociones.
Los pájaros permanecen en silencio,
tal vez heridos o amarrados.
Hay otros pájaros rodeándolos.
El mar está tranquilo;
pequeñas olas se arriesgan en la orilla.
Hay una repentina conmoción.
Algunos pájaros huyen
sin conseguir levantar el vuelo.
Quizás no sean pájaros.
La brisa del mar me trae los rumores.
Creo escuchar una voz, algunos gritos.
¡Acábenlos! ... ¡acábenlos! ...
parece decir una voz de mando.
Pero podría ser el eco en los acantilados
deformando los graznidos.
Creo que algunos pájaros yacen abatidos
cerca del oleaje.
Los otros se retiran en fila india.
Una espesa niebla comienza a levantarse desde el mar.
Los pájaros desaparecen.
La playa desaparece
y debo retirarme.
EN UN OSCURO PRINCIPIO
En un oscuro principio
el verbo tal vez se retorcía.
Amenazaban con castrarlo
con las primeras luces del alba.
Pero el verbo consiguió reproducirse.
Tomó las caras incomprensibles de un remoto futuro.
Renovó sus fuerzas
estrellándose cada tanto consigo mismo.
Negando tenazmente su pasado.
Extrañándose de sí mismo.
Repartiéndose en miles de pedazos enemigos entre sí.
Escapando de su muerte
con pequeños sorbos de veneno.
Abrazando finalmente 1os repugnantes íconos de otro dios.
Quizás fue lo que pasó.
Quizás fue de otra manera.
Pero el verbo me sopla estas palabras:
"no tiene importancia".
LOS MALOS PASOS
Todavía irás esperando otro destino:
el último vapor que no se detendrá en el puerto clausurado.
No te habrás resignado a la fuerza de las olas
cuya ciega resaca ha borrado tus huellas de la playa
y de mi corazón.
Es como si nada quedará de esos días
excepto un signo indescifrable
y yaciéramos en el fondo de la lluvia
más allá de toda exactitud.
Es como si hubieran asaltado nuestra historia
robándonos las palabras que guardábamos
para una época feliz.
y es como si el viento alejara nuestros pasos
más allá de los destinos dorados.
POR ALLÍ MI PADRE SIN MEDIDA
Por allí también rodó mi padre a su blancura
luego de vagar por calles y por plazas perdidas en la niebla
golpeando puertas que desaparecían
en un futuro inalcanzable.
Por allí todavía la sonrisa de mi padre
andaba despidiéndose
doblando la cerviz bajo la nube
que lo llovía sin cansancio.
Por allí rodó mi padre sin medida
su corazón atravesado por los pájaros.
"ME ATRAVIESA UN RÍO SIN NOMBRE"
"Me atraviesa un río sin nombre".
Frase que podría corresponder a alguna carta perdida
o a la carta que ahora escribo falseando su argumento
como si fuese un antiguo Capitán del Rey
hundido en la lluvia del territorio sur.
Mis hombres han hecho una fogata
y asan un cerdo junto al río
en cuyas aguas tiembla mi rostro antes de los nombres
que han de brotar sobre los mapas del nuevo territorio.
Lo cierto es que no me atrevo a reconocer que no soy el Capitán
y que mis hombres son fantasmas que orinan en mi esfinge
en un pequeño parque abandonado.
COMPAÑERO
Compañero
sobre ti nadie ha puesto la verdad.
Nadie se atreve a meterse en tu camisa
a hundir las manos en la tierrra
en pos de tu osamenta
de tu cédula de identidad o del botón
para mostrar el torturado amor a tu bandera
o simplemente para soñar
la palidez de tu cara deshaciéndose
con un vago resplandor en la corriente
que trato tal vez de remontar.
ABANDONO
Resignado a no subir la colina
en la que todos aspiran a salvarse
abres tus ojos en un sueño clausurado.
Te condenas.
Pero tú viste la trampa montada en esa cumbre
a la que todos reptan.
Sin duda no es un momento muy feliz.
Es el instante en que rompes todo vínculo
y pliegas tu bandera
para caer en la renuncia.
Te sientas serenamente a meditar tu suerte.
Tu falta de solidaridad...
lo que te convierte en un asqueroso cerdo
ante los jóvenes puros y morales
que marchan con tu consigna hacia la cumbre
que procuras olvidar.
ME LEO A MÍ MISMO
Me leo a mí mismo
y no puedo celebrarme
tras comprobar que toda ficción
se reproduce a sí misma
ante los propios ojos del fabulador
quien toma por suyo
aquello que encuentra abandonado
en los campos vacíos de su imaginación.
Me leo y me obligo
a este acto sacrí1ego.
SE LEE MIRALLES A SÍ MISMO
Se lee Miralles a sí mismo
imaginando su lectura
una pantalla que lo salva
de los sueños del tirano.
Pero olvida esta cerradura
por la que atisba el ojo de un perro
que agita su cola, delatándole.
19 noviembre 2006
09 noviembre 2006
¡Al campo!
¡Campo! ¡Ese horrible lugar donde los pollos corren vestidos con plumas”
Julio Cortázar
En noviembre de 1975, siendo el subscrito, Jefe de Plaza de la populosa ciudad de Santa María La Blanca, ubicada en el extremo meridional de la República de Chile y, habiendo conocido el desprecio a la naturaleza manifestado en reiteradas oportunidades por la vecina que más abajo se individualiza, decreté el siguiente bando:
BANDO Nº 37
1º Sométase a relegamiento y a trabajos forzados en la isla de Cahuach, Archipiélago de Chiloé, Xª Región, a la ciudadana que a continuación se indica:
Doña María Josefina Venturini Bahl, Cédula de Identidad Nº 8.163. 017-2
2º La extensión del periodo de relegamiento se mantendrá hasta comprobar que la ciudadana relegada haya desarrollado un amor incondicional por el campo y por la vida rural, habiendo aprendido en el transcurso de la pena, las habilidades necesarias para adaptarse a dicho medio y de esta manera se encuentre apta para alcanzar la felicidad.
Decretado en Santa María a 10 días del mes de Noviembre del año 1975.
Notifíquese y cúmplase
Firmado
Arturo Rodas Siegenthal (G.D.)
Jefe de Plaza
IV División
Ejército de Chile
Como creo anticipar que a muchos lectores extrañará esta medida, a primera vista desproporcionada, en contra de una ciudadana aparentemente inofensiva, intentaré un relato que dé cuenta, lo más objetiva y exactamente posible, las circunstancias que dieron origen a la misma, así como el desarrollo y posterior desenlace de los acontecimientos.
En tiempos en que proliferan los juicios persecutorios en contra de quienes servimos amorosamente a la Patria y quienes no titubeamos a la hora de usar enérgicamente la autoridad que, por otra parte, sólo confiere Dios, Nuestro Señor, un relato como éste, ayudará a comprender los alcances y el verdadero sentido de la acción militar durante aquellos gloriosos días que la historia se obstina en recordar como “dictadura”.
He aquí los hechos:
Creo que fue a poco de haberme instalado en mis oficinas, en el último piso del edifico de la IV División de Ejército, que recibí la visita de una distinguida dama de aquella ciudad. El propósito: Invitarme personalmente a un “Vino de Honor” para festejar mi reciente llegada y para que tuviera la oportunidad de conocer a lo más granado de la sociedad local. Se trataba pues, de una oferta imposible de declinar. Manifesté mi complacencia y prometí acudir puntualmente el día y la hora estipulados en la primorosa tarjeta que la señora había puesto en mis manos.
Concurrí pues a la ceremonia. Allí tuve ocasión de departir amablemente con la mayoría de los nobles patriotas que habían colaborado en derrocar el detestable régimen del Doctor Allende. Ciudadanos que había arriesgado la piel durante las oscuras horas de la pesadilla marxista y que se mostraron muy complacidos de mi presencia en la ciudad.
Allí fue también donde vi por primera vez a la señorita Venturini de quien, preciso es confesarlo, me enamoré en el acto. Ciertamente aquello fue motivo de mucho dolor, siendo yo un hombre felizmente casado. Sin embargo, ya sabéis lo caprichoso e irracional que suele ser el sentimiento amoroso. En incontables ocasiones este sentimiento hubo de doblegar la férrea voluntad de este viejo soldado, tornando su vida poco menos que en miserable. Lo cierto es que aquella vez volví a casa con la amarga sensación de haber sido derrotado sin haber tenido la más mínima oportunidad de defenderme. Traspasado y fulminado por los adorables ojos de la señorita Venturini. Esa es la verdad y de nada serviría ocultarla.
Sin casi proponérmelo me encontré ordenando a mis subordinados inquirir todo tipo de detalles sobre la vida de aquella orgullosa joven. Así fue como me enteré de que pertenecía a una de las más poderosas familias de la zona. Su abuelo, un inmigrante italiano, había hecho fortuna poniendo una cristalería que pronto se había hecho famosa en todo el sur y aún en la propia capital. Por parte de la madre, entroncaba con una distinguida familia de la próspera comunidad alemana de la zona.
María Josefina era alta, más alta que yo, que no soy precisamente bajo. Su aire elegante, al tiempo que su natural vivacidad y desplante, la volvían siempre el centro de la atención. Cultísima, terminaba subyugando siempre a quienquiera fuese su interlocutor. Sabía debatir con una agudeza digna del mejor abogado. Y es precisamente en este rasgo de su personalidad donde había algo sospechoso. Sin embargo, en un principio, ofuscado por mis sentimientos, no reparé en ello.
En contra de todos mis principios y creencias, comencé a cortejarla. Aunque lo correcto sería decir que intenté cortejarla.
Cierta tarde, durante el transcurso de una de aquellas reuniones sociales, que, huelga decirlo, se habían hecho habituales, la invité a dar un paseo en mi lancha deportiva. Aceptó de inmediato.
Volví a casa flotando en el aire. Por supuesto, en mi ingenuidad, producto de mi poco trato con mujeres, tomé aquello como una muestra indesmentible de su simpatía hacia mí y, eventualmente, de atracción.
Aunque no soy un hombre feo, no me atrevería a afirmar que soy especialmente atractivo. Cuestión que, por lo demás, y hasta ese momento, me había tenido absolutamente sin cuidado.
Aquella tarde, sin embargo, me asomé al espejo y sometí mi rostro a una minuciosa inspección. Me encontré viejo.
Llamé a mi esposa y le pregunté que me sugeriría para mejorar mi aspecto. Mientras la buena señora se reía y se divertía a mi costa, fue sugiriéndome que eliminara el bigote, podara mis frondosas cejas y recortara los pelos que asomaban por mis fosas nasales. Lo hice.
Cuando hube terminado, ella me contempló admirada y me dijo con voz ronca: “te sacaste de encima por lo menos unos diez años”. Después quiso tirar. Pretecté un súbito dolor de cabeza y abandoné raudamente la habitación. Desde mi despacho la sentí llorar y arrojar algunos objetos contra los muros.
El paseo en lancha fue maravilloso. Hacia media tarde atracamos en una pequeña isla en medio del río. Ella me explicó que se llamaba “Isla Sofía” y que cuando era chiquilla, ella y sus amigos, solían venir con frecuencia.
Hicimos pic-nic.
Conversamos, comimos y bebimos alegremente.
No estábamos de acuerdo en casi nada, pero yo ocultaba mis pensamientos mientras me decía que entre un hombre y una mujer, no estar de acuerdo no significa nada cuando hay atracción. Así que yo la escuchaba hablar, haciendo esporádicos comentarios, más bien irónicos, como cuando se escuchan las delirantes historias de los niños.
Una vez que fuera mía, pensaba, ¿qué importancia tendrían aquellos pensamientos contradictorios, aquellas inquietudes adolescentes con que se devanaba los sesos? Pensamientos inmaduros, propios de una señorita mimada que no conoce la realidad.
En aquel momento se me antojaba que la realidad era yo.
En algún momento estuve tentado de realizar algún avance pero lo pensé mejor y decidí que no era todavía oportuno. Quería enamorarla. Que madurase como una jugosa fruta en lo alto de la rama. En el momento preciso caería dulcemente en la palma de mi mano.
Y sonreía feliz.
Mientras volvíamos, nuestra poderosa embarcación iba dejando una estela tras nosotros. Comandando aquella lancha sentía que controlaba mi propio destino. Sentía que las gaviotas me saludaban; que el sol de aquella tarde brillaba sólo para mi. Miraba los rubios cabellos de María José Venturini flotando en el viento e imaginaba, me convencía, que pronto sentiría su perfume derramado sobre mi pecho. Y sentía un impulso irresistible de abrazarla.
Ya en el muelle, casi al despedirnos, se me quedó mirando y me dijo: “Tienes algo raro… ¿qué es?...”-vaciló un momento- “¡Ah, te cortaste el bigote!”Y luego de otra pausa agregó: “¡vaya, te echaste encima por lo menos unos diez años!”
Me quedé helado. Sin atreverme a pronunciar una palabra más le di la mano y me marché.
Julio Cortázar
Para Cecilia
En noviembre de 1975, siendo el subscrito, Jefe de Plaza de la populosa ciudad de Santa María La Blanca, ubicada en el extremo meridional de la República de Chile y, habiendo conocido el desprecio a la naturaleza manifestado en reiteradas oportunidades por la vecina que más abajo se individualiza, decreté el siguiente bando:
BANDO Nº 37
1º Sométase a relegamiento y a trabajos forzados en la isla de Cahuach, Archipiélago de Chiloé, Xª Región, a la ciudadana que a continuación se indica:
Doña María Josefina Venturini Bahl, Cédula de Identidad Nº 8.163. 017-2
2º La extensión del periodo de relegamiento se mantendrá hasta comprobar que la ciudadana relegada haya desarrollado un amor incondicional por el campo y por la vida rural, habiendo aprendido en el transcurso de la pena, las habilidades necesarias para adaptarse a dicho medio y de esta manera se encuentre apta para alcanzar la felicidad.
Decretado en Santa María a 10 días del mes de Noviembre del año 1975.
Notifíquese y cúmplase
Firmado
Arturo Rodas Siegenthal (G.D.)
Jefe de Plaza
IV División
Ejército de Chile
Como creo anticipar que a muchos lectores extrañará esta medida, a primera vista desproporcionada, en contra de una ciudadana aparentemente inofensiva, intentaré un relato que dé cuenta, lo más objetiva y exactamente posible, las circunstancias que dieron origen a la misma, así como el desarrollo y posterior desenlace de los acontecimientos.
En tiempos en que proliferan los juicios persecutorios en contra de quienes servimos amorosamente a la Patria y quienes no titubeamos a la hora de usar enérgicamente la autoridad que, por otra parte, sólo confiere Dios, Nuestro Señor, un relato como éste, ayudará a comprender los alcances y el verdadero sentido de la acción militar durante aquellos gloriosos días que la historia se obstina en recordar como “dictadura”.
He aquí los hechos:
Creo que fue a poco de haberme instalado en mis oficinas, en el último piso del edifico de la IV División de Ejército, que recibí la visita de una distinguida dama de aquella ciudad. El propósito: Invitarme personalmente a un “Vino de Honor” para festejar mi reciente llegada y para que tuviera la oportunidad de conocer a lo más granado de la sociedad local. Se trataba pues, de una oferta imposible de declinar. Manifesté mi complacencia y prometí acudir puntualmente el día y la hora estipulados en la primorosa tarjeta que la señora había puesto en mis manos.
Concurrí pues a la ceremonia. Allí tuve ocasión de departir amablemente con la mayoría de los nobles patriotas que habían colaborado en derrocar el detestable régimen del Doctor Allende. Ciudadanos que había arriesgado la piel durante las oscuras horas de la pesadilla marxista y que se mostraron muy complacidos de mi presencia en la ciudad.
Allí fue también donde vi por primera vez a la señorita Venturini de quien, preciso es confesarlo, me enamoré en el acto. Ciertamente aquello fue motivo de mucho dolor, siendo yo un hombre felizmente casado. Sin embargo, ya sabéis lo caprichoso e irracional que suele ser el sentimiento amoroso. En incontables ocasiones este sentimiento hubo de doblegar la férrea voluntad de este viejo soldado, tornando su vida poco menos que en miserable. Lo cierto es que aquella vez volví a casa con la amarga sensación de haber sido derrotado sin haber tenido la más mínima oportunidad de defenderme. Traspasado y fulminado por los adorables ojos de la señorita Venturini. Esa es la verdad y de nada serviría ocultarla.
Sin casi proponérmelo me encontré ordenando a mis subordinados inquirir todo tipo de detalles sobre la vida de aquella orgullosa joven. Así fue como me enteré de que pertenecía a una de las más poderosas familias de la zona. Su abuelo, un inmigrante italiano, había hecho fortuna poniendo una cristalería que pronto se había hecho famosa en todo el sur y aún en la propia capital. Por parte de la madre, entroncaba con una distinguida familia de la próspera comunidad alemana de la zona.
María Josefina era alta, más alta que yo, que no soy precisamente bajo. Su aire elegante, al tiempo que su natural vivacidad y desplante, la volvían siempre el centro de la atención. Cultísima, terminaba subyugando siempre a quienquiera fuese su interlocutor. Sabía debatir con una agudeza digna del mejor abogado. Y es precisamente en este rasgo de su personalidad donde había algo sospechoso. Sin embargo, en un principio, ofuscado por mis sentimientos, no reparé en ello.
En contra de todos mis principios y creencias, comencé a cortejarla. Aunque lo correcto sería decir que intenté cortejarla.
Cierta tarde, durante el transcurso de una de aquellas reuniones sociales, que, huelga decirlo, se habían hecho habituales, la invité a dar un paseo en mi lancha deportiva. Aceptó de inmediato.
Volví a casa flotando en el aire. Por supuesto, en mi ingenuidad, producto de mi poco trato con mujeres, tomé aquello como una muestra indesmentible de su simpatía hacia mí y, eventualmente, de atracción.
Aunque no soy un hombre feo, no me atrevería a afirmar que soy especialmente atractivo. Cuestión que, por lo demás, y hasta ese momento, me había tenido absolutamente sin cuidado.
Aquella tarde, sin embargo, me asomé al espejo y sometí mi rostro a una minuciosa inspección. Me encontré viejo.
Llamé a mi esposa y le pregunté que me sugeriría para mejorar mi aspecto. Mientras la buena señora se reía y se divertía a mi costa, fue sugiriéndome que eliminara el bigote, podara mis frondosas cejas y recortara los pelos que asomaban por mis fosas nasales. Lo hice.
Cuando hube terminado, ella me contempló admirada y me dijo con voz ronca: “te sacaste de encima por lo menos unos diez años”. Después quiso tirar. Pretecté un súbito dolor de cabeza y abandoné raudamente la habitación. Desde mi despacho la sentí llorar y arrojar algunos objetos contra los muros.
El paseo en lancha fue maravilloso. Hacia media tarde atracamos en una pequeña isla en medio del río. Ella me explicó que se llamaba “Isla Sofía” y que cuando era chiquilla, ella y sus amigos, solían venir con frecuencia.
Hicimos pic-nic.
Conversamos, comimos y bebimos alegremente.
No estábamos de acuerdo en casi nada, pero yo ocultaba mis pensamientos mientras me decía que entre un hombre y una mujer, no estar de acuerdo no significa nada cuando hay atracción. Así que yo la escuchaba hablar, haciendo esporádicos comentarios, más bien irónicos, como cuando se escuchan las delirantes historias de los niños.
Una vez que fuera mía, pensaba, ¿qué importancia tendrían aquellos pensamientos contradictorios, aquellas inquietudes adolescentes con que se devanaba los sesos? Pensamientos inmaduros, propios de una señorita mimada que no conoce la realidad.
En aquel momento se me antojaba que la realidad era yo.
En algún momento estuve tentado de realizar algún avance pero lo pensé mejor y decidí que no era todavía oportuno. Quería enamorarla. Que madurase como una jugosa fruta en lo alto de la rama. En el momento preciso caería dulcemente en la palma de mi mano.
Y sonreía feliz.
Mientras volvíamos, nuestra poderosa embarcación iba dejando una estela tras nosotros. Comandando aquella lancha sentía que controlaba mi propio destino. Sentía que las gaviotas me saludaban; que el sol de aquella tarde brillaba sólo para mi. Miraba los rubios cabellos de María José Venturini flotando en el viento e imaginaba, me convencía, que pronto sentiría su perfume derramado sobre mi pecho. Y sentía un impulso irresistible de abrazarla.
Ya en el muelle, casi al despedirnos, se me quedó mirando y me dijo: “Tienes algo raro… ¿qué es?...”-vaciló un momento- “¡Ah, te cortaste el bigote!”Y luego de otra pausa agregó: “¡vaya, te echaste encima por lo menos unos diez años!”
Me quedé helado. Sin atreverme a pronunciar una palabra más le di la mano y me marché.
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