Tuve un sueño
y en el sueño estabas tú.
Claro que tú no eras tú.
En el sueño eras hermosa,
con esa hermosura perfecta de las pesadillas
de las que duele despertar
y que nos dejan mal parados en la realidad.
Es cierto que tú eres hermosa;
no se puede decir lo contrario,
pero tu hermosura es real
y, por lo tanto, no más que una pobre convención humana.
Eres humana
y por eso sé que nuestro amor
no es eterno.
Tampoco yo estoy a la altura de tus sueños,
en los cuales siempre poseo atributos exorbitantes.
En el reparto figuro nada menos que como tu alma gemela.
Es decir, algo francamente monstruoso.
Pero en mi sueño de algún modo estabas tú.
Y todo lo que hacías me placía locamente
porque te amaba como nunca he amado en esta vida;
como nunca seré capaz de amar.
Porque en el reducto inconmensurable del sueño
vivíamos en una libertad vertiginosa
donde todo era posible
y todo, perfecto.
Aquella pasión no sería posible en la vigilia;
aquella ternura nos haría explotar como animales en el espacio sideral.
Así que ingrávidos en el sueño, vagábamos
ajenos a toda responsabilidad.
Presos de una peligrosa tendencia al asesinato.
Tu me ahogabas con una ternura infinita
arrasándome como un magma ígneo
en tanto mis cenizas oscurecían el cielo.
Yo te abrazaba hasta que no eras más que la cola dorada de un cometa
o el aire perfumado de un amanecer en el jurásico.
Nos disolvíamos sin dejar huellas
en aquel crimen perfecto que era nuestro amor.
29 octubre 2006
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