04 diciembre 2007

Marx & Engels revisitados


Cómo no te vas a acordar de César Díaz. El flaco ese que estudió arquitec­tura con nosotros en la Chile y que después de fue a Estados Unidos y al fi­nal estuvo como diez años en Finlandia. Viste cómo te acuerdas. No, no, si ahora volvió a Santiago. Vive aquí en pleno Centro, en un departa­mento chiquitito frente al Santa Lucía. Sí ahí mismo, ja, ja, ja. De hecho, sale del metro y se mete a su departamento. Está al lado. No, pues, si este cabro se separó hace tiempo. La ex creo que vive en Ecuador o en Jamaica, no me acuerdo. ¡Chucha, y cómo quieres que sepa esas huevadas! Ni idea, viejo, ni idea. Lo qué sí sé es que este flaco no ha cambiado nada. Sí, sigue igual de bueno pal hueveo. Sí, claro, deberías saludarlo. Su teléfono, a ver, esperame un cachito… ya, aquí lo tengo, anota… 26666528. Sí, son cuatro séis. No, pero, yo te llamaba pa contarte otra cosa. No claro, mejor llá­malo tarde, sí, por supuesto. Bueno, si no está con alguna minita capaz que te conteste. Claro, no, sí pues. No, lo que te iba a decir, es que este flaco me contó que el otro día pasó la tarde con la Malú en la píscina de Endesa. ¡Chucha, tampoco te acuerdas de la Malú! Te está llegando el Alzheimer y todavía no cumples los cincuenta, huevón. La Malú Sierra, la chica, pues. Claro, la que fue polola del Felipe Pozo. No me vas a salir ahora con que no te acuerdas del Felipe Pozo. Ah, ya, menos mal. Sí pues, no, me contó que ella lo había ido a buscar en auto. De hecho, me dijo que siempre lo pasa a buscar. Sí, me dijo que habían pasado la tarde en la piscina. Claro, pero hay varias cosas raras. Mira, primero, me dijo que habían estado solos en la piscina. ¿Solos en esa piscina? ¿No te parece raro? Claro, y además con el calor que ha estado haciendo, ¿cómo no iba a haber más gente? Sí, pues si es una piscina para los funcionarios de la empresa. Lo segundo, y esta huevada sí que es rara, es que me contó que de repente mientras estaban tendidos al sol, la Malú saco de entre las tetas un libro que según ella nunca había leído. ¡Puta madre, el libro era El Manifiesto Comunista! No, si no te cagues de la risa, eso fue lo que me contó. No le estoy poniendo nada, te lo prometo. ¿cómo es posible que la Malú nunca haya leído ese libro?... Comunacha, pues huevón. Si ella y el Felipe eran dirigentes estudiantiles del pe ese. Y ella era todavía más jevi que el Felipe. Me acuerdo que estaba en la brigada "Salvador Allende". Sí, pues. De hecho, le pregunté si me estaba engrupiendo. Des­pués pensé que quizás me estaba contando un sueño, pero no. La cosa es que ella le leía párrafos del manifiesto en voz alta y lo comentaban, cachái… No, como que lo encontraban profético, me decía. La crítica que hace del capitalismo y, sobre todo, de la evolución del capitalismo. Claro, y eso era lo que más los asombraba. El hecho, según me decía César, de que Marx & Engels hayan logrado predecir con tanta claridad el futuro de Chile. Bueno, claro, y también del mundo, se entiende. No, si en ese momento yo lo inte­rrumpí y lo agarré pal hueveo, ¿cachai? No sé, creo que le pregunté si la chica todavía estaba buena. Él se defendió. Me dijo que la consideraba sólo una amiga y que él con las amigas no se metía, ¿cachai?... Así que la historia hasta aquí estaba bien rara, pero lo que pasó después sí que es brígido. De hecho, no habían transcurrido ni cinco minutos desde que colgamos, cuando justo me llama la Katia Manns. No, tú no la conoces. Sí, una amiga del sur. Claro, la Katia y la Malú fueron amigas. No pues, espera… Estabamos en amena charla con la Katia cuando se me ocurre contarle mi conversación con César. ¡Puta madre, no me vas a creer, huevón! La Katia de repente me empezó a agarrar a chuchada limpia… Yo al principio no entendía nada. Así que le pedí que se calmara y que por favor me explicara qué mierda le pasaba. Entonces me lo dijo, ¿cachái?... Yo igual no tenía idea, si hace tan poco que volví también. ¿Cómo iba yo a saber que la Malú lleva muerta más de ocho años?...
Llámalo, llámalo...

24 noviembre 2007

Estoy en otra

¿cómo te explico?…
pero mejor no te explico
porque si lo hago
abriré un abismo entre nosotros
lo que yo diga tendrá mucho sentido
para mí
mientras que será incomprensible para ti
al final será como cavar la fosa
de nuestra amistad
estoy en otra
porque habitamos mundos paralelos
la misma realidad física
pero en una sintonía diferente
¿me cachai?
cuando tú interpretas mis gestos
siempre te equivocas
por mi parte, yo no sé cómo interpretar
el que siempre te encuentres pegada al techo
o arriba de la pelota
ambos hablamos castellano
pero nuestra palabras significan siempre cosas diferentes
la explicación sólo puede hallarse
en que pisamos el mismo suelo
con zapatos diferentes:
mientras los tuyos dejan una huella profunda
los míos sólo se llenan del polvo de las calles.

22 noviembre 2007

La Prince

A veces recuerdo su piel. Tersa, firmemente adherida a sus músculos y a sus hue­sos. Sabia en dolores, experta en placeres; exigente y ansiosa; pródiga y urgente. Su piel mestiza, exhalando un aroma a aceites de espino, a musgo, a omo, a su sexo. Veo –a tra­vés de la incierta memoria- sus principales cicatrices y algún tatuaje íntimo y obsceno.
¿Estuve enamorado de ella?
Desde luego que sí.
Pero siendo yo un pelusa, ignorante y casi analfabeto, mi idea del amor puede resultar discutible y hasta chocante para las refinadas narices de mis lectores. Habrá quienes la llamen simplemente calentura. En efecto, ¿qué es esto de empezar des­cribiendo la piel de una mujer como si se tratara de un objeto?
De cualquier manera ello importa muy poco porque esta no es una historia de amor. No podría serlo tampoco, puesto que sus protagonistas, salvajes y marginales, nunca cono­cimos sino el lado oscuro de las cosas.
Después de tantos años de laboriosa re­construcción de mi persona, me cuesta aceptar lo que fui y preferiría que los misterios de mi pasado se olvida­ran. Aunque bien sé que ello no es posible. No obstante, se diría que experimento una morbosa ne­cesidad de destruir todas mis máscaras como si algo en mí luchara por recuperar mi antigua identidad.
En el barrio, en la ciudad, en el país donde nací ha imperado siempre la ley del más fuerte. La violencia, en todas sus formas, ha sido parte de nuestra vida cotidiana moldeando nuestro carácter y no es raro que llevemos su impronta en nuestro propio pe­llejo. Siendo apenas un muchachito ya había tenido la necesidad de pelear para mantener el simple status de ser vivo. Y se peleaba casi siempre a muerte por­que se instuía que la vida, en su estado actual o futuro, carecía de toda importancia.
En mi barrio abundaban los monstruos y yo, probablemente, era uno de ellos. Si no el peor, uno bastante feo.
Mirando hacia aquel pasado, no logro recordar a ninguna persona buena que no haya terminado más temprano que tarde en el patio de los callados. Envejecer era difícil en aquel medio. La miseria y la violencia no admitían a los mansos. Y la bondad, huelga decirlo, era un pésimo ejemplo.
Pero, ella rara vez peleaba. En cambio, mandaba a sus hombres, a quienes sub­yugaba con su poderosa inteligencia, con su sangre fría y su refinada maldad.
Los tipos que aquella noche me golpearon y a quienes golpeé, obedecían sus ór­denes. Así lo decían mientras me atizaban sus calculados upercuts en la zona baja. Evi­tando rajarme la cara o patearme los cojones como lo hice yo con más de alguno de ellos. Sin embargo, fue imposible resistirlos, eran demasiados.
Mientras me llevaban amordazado y maniatado en aquella destartalada citroneta que conducían como unos monos, me insultaban y se reían, haciéndome sentir lo afortu­nado que era al estar bajo la protección de su jefa.
Ella era uno de los tantos mitos urbanos. Nadie la conocía, nadie sabía quien era, nadie pronunciaba su nombre. Sin embargo, era temida. Y con razón.
Aquella noche la conocí.
En aquel sótano que más parecía una cueva que una habitación, el suelo de ma­dera recién aserrada estaba húmedo y olía a pino. Una sucia lamparita colgaba del cielo invisible esparciendo una mezquina luz que que no alcanzaba a definir los objetos más lejanos.
Hacia el fondo de aquella catacumba ascendían los peldaños por los cuales me habían arrojado momentos antes.
Por allí descendió ella.
Alta y delgada. El cabello corto cubierto con una suerte de boina vasca. Blusa os­cura y corta que dejaba ver parte de su vientre. Jeans ajustados sujetos por un gran cintu­rón de cuero. La hebilla relumbraba en aquella penumbra mientras se acercaba.
Cuando finalmente estuvo frente a mí, sus ojos buscaron los míos. Permaneció mirándome fijo, hasta que bajé los párpados. Tal vez como un vano gesto de protesta, tal vez para negar el miedo que brotaba de mis pupilas. Cuando los abrí, su mano derecha empuñaba una daga cuya hoja pequeña y brillante me hizo temblar.
Cortó la mordaza y las ataduras de pies y manos, guardando luego el arma y alar­gando su mano hasta tocarme la cara.
-¿Te dieron mucho?- su voz era entre burlona y compasiva.
Me mantuve en silencio.
-¿estás enojado? –sus ojos claros me intimidaban. Y probablemente eso la irri­taba.
-yo te mandé a traer- siguió- si estás enojado es por mi culpa...
-¡vamos, pégame!-
-…-
-se te va a pasar la rabia si me pegas…¡vamos!
-no puedo pegarle a una mujer- le respondí e inmediatamente me di cuenta de la estupidez que acababa de decir.
-ya, macho- se río.
Y antes de que me pudiera dar cuenta me dio una bofetada tan fuerte que me tiró contra el muro. Sentí la sangre en la boca y traté de recuperarme. Avancé un paso y le tiré una mano. Ella quitó la cara velozmente y agarrándome el brazo me puso una llave al tiempo que me enviaba un formidable puntapié en el culo.
Sabía pelear mejor que cualquier hombre.
-eres pa’ la risa- dijo
-ya sé que te saco la chucha así que mejor no sigamos. No quiero hacerte daño.
Tomó una silla y afirmando sus brazos en el respaldo la cabalgó.
¿para qué me trajiste? –dije por fin.
-se me antojó-
-y ya que me viste… ¿me puedo ir?
-te aconsejo que te quedes. Irte ahora puede ser peligroso-
-más peligroso puede ser quedarme por aquí por lo que acabo de comprobar- y al decir esto comencé a caminar hacia los escalones.
Cuando iba a comenzar a subir ella me detuvo.
- Pensé que quizás te interesaría quedarte conmigo-
-¿Es una declaración de amor?-
-sí, es una declaración de amor.
-¿y si digo que no?
-no podría resistirlo- su voz sonó lúgubre- si te vas, me encargaré de que te vayas bien lejos.
Había comenzado a subir pero me detuve. Conocía muy bien aquel sonido metá­lico y pude sentir la bala ingresando a la recámara de percusión. Un escalofrío me sacu­dió desde la nuca hasta el culo.
Me volví. El orificio negro de una beretta me miraba a punto de escupir sus dos onzas de plomo.
-¿te vas?- Sus ojos claros estaban inundados por las lágrimas.
-me quedo- le dije.
Y así comenzó nuestra feliz unión.

14 noviembre 2007

Significa no y tal vez nunca

Quisieras entender
el gesto de esa mano
aboliendo toda expectativa,
su vuelo doloroso;
su gracia perfecta
para expresar que no,
y posiblemente nunca.
Buscar el significado
de ese corte feroz
en el cielo de la tarde.
Intentar el significado aproximado
de la vida desarrollada
hasta ese punto,
cuando la fiesta ha terminado
y su mano ya ha rechazado
con un simple gesto tu futuro.
quisieras saber aquí y ahora
no allá y después
que significaba aquella sombra
reclinada sobre su hombro
mientras estúpidamente haces girar las llaves
a la inversa de las agujas del reloj
contra el paso de los días
sabiendo que todo es inútil.
Pero tú todavía no sabes leer
ni escribir.

13 noviembre 2007

No te llamaré por tu nombre

:imposible hablar con claridad
cuando la misma realidad es imposible.
:imposible encontrar la combinación exacta de palabras
que abrirían la puerta de tu celda.
pensar en esto es parte del mal
y saberlo, una cuota extra de dolor.
Sólo mencionar entonces
las cosas que me importan:
el suave viento que refresca
el paisaje calcinado,
la lluvia que cae tras el largo verano
sobre las calles desiertas de la ciudad natal
El dolor de saber que no existes
o de que si existes no supe encontrarte;
de que quizás huiste de mí
e hiciste bien.
como el verano que quema las hojas y la hierba
hubiera quemado tu dulzura
:la mirada abierta de tu rostro
hubiera ensombrecido.
porque llevo la maldad
que mi especie ha heredado
y soy un animal enfermo
que no puede sino amar
el áspero viento del otoño
y la lluvia que borra mis huellas del sendero.
:la evidencia de un regreso
al primer día
:al origen del mal.

11 noviembre 2007

Después de leer a Pound

después de leer a Pound
me refugié durante un año
en la biblioteca municipal
con la esperanza de leer a los clásicos
pero tuve que conformarme
con el reader´s digest
y con las inquietantes noticias
del periódico local.
se esperaba un nuevo ataque de michimalonco
y el editor se preguntaba alarmado
si la ciudad se encontraba preparada
para un nuevo incendio masivo.
desde mi sillón en la sala de lectura
podían verse los cerros circundantes
azotados perpetuamente por la lluvia y el viento.
entonces descubrí que mi mente
mostraba una peligrosa propensión
a quedarse en blanco
mientras en el centro de aquella blancura
se mostraban a intervalos irregulares
las dos eles de mi nombre.
esto es algo en lo que el maestro Pound no pensó –me dije
debo anotarlo
pero no tuve el valor de coger la pluma.
en tanto, la señorita Gerda Von Appen
con su amabilidad característica
me trae una tacita de café de cebada
y me pregunta si no me interesaría leer
algo en alemán
algo como qué -le pregunto-
oh, un libro impresionante que acabo de terminar -responde ella-
se llama mein kampf.
agradezco su gentileza y me vuelvo a sumergir
en la tinta del periódico
el editor llama a los vecinos a formar
el primer cuerpo de voluntarios de la ciudad
mientras un remalazo de lluvia golpéa el ventanal
vagamente comprendo que se trata de una pesadilla
por eso no puedo levantarme
y mi mente se pierde en una página vacía
en cuyo centro deslumbrante
el viejo rostro de Pound parece sonreir.

06 noviembre 2007

Soneto IV

En que se describe la crueldad de los poetas
ante las naturales y simples bondades del mundo.


Del vano aire que surge de la nada
tendríamos compuesta la cabeza
y la parte del pecho develada
mostraría la llama fiera que no besa

sino llaga y al final todo destruye
hasta el legítimo deseo de otra vida
más pródiga en afectos y virtudes
hasta con moros y cristianos compartida.

En el ínfimo paréntesis que vivimos
destruimos la casa que habitamos
la gracia de cantar no nos permitan

intolerancia contra quienes maldecimos
el ámbito sagrado en que cenamos
pues las tinieblas, no la lumbre, nos excitan.

04 noviembre 2007

Estábamos en 1975...

estábamos en 1975…
me ponía sentimental
y bajaba al sótano
al principio sin saber lo que hacía.
las ratas despejaban el área
y empleaban sus agudos sentidos a fondo
para escapar del peligro
pero yo no tenía intención de matarlas.
yo solamente buscaba algo
que al parecer se encontraba en aquellas profundidades.
pero en realidad no sabía lo que era.
por eso me sentaba allí
sentimental
entre los trastos viejos
entre latas de pintura resecas
entre cajas y baúles
respirando los rancios olores del pasado
que parecían actuar como un veneno.
recordaba entonces viejas canciones de Los Gatos
de Los Iracundos
de los Blue Splendor
sintiendo una vaga tristeza
a la que se mezclaba
como un polvillo un tanto pegajoso
la felicidad de otra época
en la que no me preocupaba de escribir
y era considerablemente menos tonto
en la que tenía menos ropa
y no me gustaban mis zapatos.
me acojonaba pensar que quizás
no era lo suficientemente europeo
como para dedicarme al cultivo de la poesía
o de las ciencias.
allí
tendido entre los cadáveres desmembrados
de los maniquíes
yo solía dejar que la melancolía
hiciera estragos en mi corazón.
quizás entonces me estaba convirtiendo en poeta
e incapaz de darme cuenta del peligro
no me fue posible detener aquel proceso.
un extraño impulso me hacía estar allí
en las tinieblas
como si supiera que algo muy jodido
terminaría por pasar.
entre tanto las ratas decidían qué hacer conmigo
porque para ellas la situación era confusa.
en ese momento sin embargo
haciendo un gran esfuerzo
yo me recogía
procediendo a subir los escalones
que conducían a la superficie
a algún lugar entre el salón y la cocina
desde donde reptaba hasta mi sillón favorito
en espera de las noticias de teletarde.
desde diversos angulos
hubiera podido verse mi figura sentimental
a través de las altas ventanas de aquella casa solariega
donde la enfermiza luz del atardecer
terminaba siempre por desgarrarme las entrañas.
papá y mamá, sin embargo, lo tenían todo claro
para ellos
simplemente se trataba de salir a la calle
y pelear.

03 noviembre 2007

Siempre me oculto para llorar

Siempre me oculto para llorar
en habitaciones privadas si es posible.
en el ropero entre los trajes de mis padres.
tras los rododendros y los rosales
de la quinta de mis abuelos.
cerca de la via ferrea después de saludar a los pasajeros del tren rápido.
herido entre las zarzamoras.
en medio de un bosque poblado de tarántulas y chucaos.
en el baño del colegio durante la clase de química.
encaramado en el guindo que hay en el patio de mi casa.
durante la primera guardia
mientras el soldado Mayorga, mi compañero, duerme plácidamente.
al manejar tarde a casa después del trabajo.
apoyando la cara contra la gélida ventanilla del bus
de vuelta a la ciudad en la que tú ya no vives.
en mi departamento vacío entre los vapores de la pintura fresca
justo antes de entregar las llaves porque me voy para siempre.
en mi oficina de Esslinger Hall a las tres de la mañana
mientras te escribo un email que nunca responderás.
mientras camino solo a medianoche por Sutton Square
hacia East End sin saber qué diablos hacer.
sin saber por qué para qué cuándo dónde.
lloro.
y escondo de otros animales
mis lágrimas indecentes.
inexplicables tal vez pero quemantes como brasas.
y sólo me gustaría saber
si ésto tiene alguna solución
o ya es muy tarde.

01 noviembre 2007

Der Tod ist gross

uno de mis primeros poemas
atacaba a la junta militar
posiblemente no era un poema político
sino simplemente un lamento
ante lo que se nos venía encima.
no se conocían entonces
más que los primeros crímenes
el peor de los cuales
era para mí
el toque de queda.
recuerdo vagamente
que mencionaba
cañones
pólvora
muerte
flores
primavera
y creo que el final era muy bueno
(los finales siempre han sido mi especialidad)
sin embargo nadie entendió nada
excepto que era “bonito”.
la densidad metafórica de aquel texto
hizo que aquellas nobles almas profesoriles
se enredaran en los sonidos y colores
hábilmente mezclados por mí
no para despistar
sino simplemente
porque provenían de un genuino despistado
que atribuía dones tan raros como la inteligencia
a todos sus mayores.
mi poema fue seleccionado
para leerse en la ceremonia del lunes
y yo – que por aquel entonces
ya solía entonar mis canciones ante públicos masivos
como los del festival de los paraguas-
temblaba como lo que era:
un tímido colegial.
leí pues como si cantara
ante mis compañeros
grandes y pequeños
marcialmente formados ante la gloriosa enseña nacional.
dos o tres estaban en el secreto
y esperaban verme arrestado
o por lo menos “suspendido”.
pero nada de eso ocurrió
el primero en darme la mano y felicitarme
fue el interventor militar del colegio
un capitán de carabineros
de quien todavía recuerdo el apellido
luego se apresuró a abrazarme la “vieja” de castellano
quien a sus veintisiete años me amaba sin ninguna esperanza.
me felicitó también el correctísimo señor Véliz
director de nuestra noble institución
insistiendo en que el poema debía publicarse en el diario mural
donde se mantuvo hasta que aquel papel no libre de ácido
se anduvo poniendo amarillento.
el poeta sin embargo se sintió decepcionado
y fuese a recluir a las ruinas de un colegio vecino
donde gran parte de la biblioteca había sido abandonada
y los volúmes empastados yacían desperdigados por el suelo.
allí entre los escombros de aquel edificio que parecía recien bombardeado
sentado sobre los peldaños de una escalera que conducía directamente
al cielo azul de la mañana
trataba de leer un poema en uno de aquellos libros abandonados.
Der Tod ist gross
wir sind die seinen,
lachenden munds
- decía -
wenn wir uns mitten im leben meinen
wagt er zu weinen
mitten in uns.
y tenía razón.

04 septiembre 2007

Elegía para Coco López

Ante la florecida tumba del mejor amigo de mi amigo
No puedo sino sentir el aliento de la muerte
Que mece delicadamente los yuyos y la menta.
Su eterno vacío me da en los ojos
Y en los girones del alma que me queda
En el corazón también, seguro
Aunque no sé exactamente donde su vacío duele más
Un pequeño hermano que ya no corre
Ni deambula, ni se expresa, ni exige su puesto a la hora de cenar
Tampoco experimenta celos ya más
Su sueño es más pesado que nunca
Y ya no para la oreja
Justo antes de que alguien golpée la puerta principal
Y entonces ya no puede dar sus bienvenidas
Sus saltos y su lenguaje que aprendimos
Y que nunca empleamos.
Su presencia tan vivaz nos obliga a imaginarlo
En otro patio, en otra cocina
Cerca de otra radio a transistores
Que le trae nuestras nuevas
Y una dulce canción que lo adormece
Y le dice que todo está bien
Que el tiempo ya no existe
Aunque exista el amor.

Ardmore, Septiembre 4 de 2007

06 mayo 2007

Michelle, ma belle

Michelle piensa que estoy de su lado.
¿Yo de su lado?… Ni cagando, ¿sabes? Antes quizás pude estar de su lado, pero antes Michelle no era ni parecida a la (corrijo: “a lo”) que es ahora. Porque Michele es del tipo de chicas que suelen sufrir esos procesos de trasformación acelerados que dan vértigo. O sea, del tipo de chica que conoces un verano queriendo tirar en cualquier parte; en la playa, en el auto, en la cocina, en el jardín, en el balcón, en el ropero… y que aparece al verano siguiente vestida de traje, con el pelo recogido en un tomate, no queriendo ni oír hablar del falo. O sea, ¿quien entiende nada? Metamorfosis, mutación, transmutación, regeneramiento, conversión… Tú ponle nombre. O, el caso inverso, la niña de papá que al comienzo del otoño caminaba todavía sobre nubes de rosado algodón y que de repente te la encuentras en una fiesta de fin de año mordiéndote una oreja y agarrándote la pija como si siempre hubiera sido una puta.
Para mí es un misterio. Aunque, a decir verdad, uno de aquellos misterios que te importan un comino.
Esos golpes de timón, esos cambios de piel, esas re-invenciones de sí mismas a los que algunas mujeres son adictas, y que comienzan siendo un patético truco para auto-engañarse, terminan por impornérsenos a todos. Cómo si fuera natural que con un nuevo peinado, un nuevo estilo y un nuevo ropero se produzca el milagro de una nueva persona. Sólo algunos mortales que las rodean parecen sorprenderse, la mayoría termina por resignarse ante lo absurdo.
Porque lo absurdo es la sustancia del mundo.
Ya lo decía mi venerable abuelo Sa'id Al Mirayah a quien Alá El Magnífico bendiga entre los suyos.
Michelle piensa que estoy de su lado. Pero no. No podría.
Esta Michelle que hoy ha venido a interpelarme ha sufrido severas transformaciones. Mutaciones de piel y de cerebro. Ha atravesado procesos cuya espantosa complejidad han borrado todo vestigio de lo amado. Su sonrisa pop, sus lentes rosados, su cabellera rubia hasta la cintura, la letra de Misery que no pudo recordar.
Pero, visto de otro modo, soy yo el que no madura. Soy yo el que espera que el tiempo no sea lo que es y que no se haya llevado, junto con los cabellos de Michelle, aquello que creí, que creo todavía, era incorruptible y eterno.
Michelle piensa que estoy de su lado. Pero Michelle ya no es Michelle.
Y yo todavía soy el mismo.
Es horrible.

22 abril 2007

Una pelota azul con estrellitas

Tal vez había reñido con mi abuela o estaba aburrido o deprimido, no sé. Lo cierto es que bajé el empinado camino de grava hasta la playa e ingresé al gran cobertizo donde mi abuelo construía un bote velero.
Me gustaba estar allí. El olor a madera cepillada, a brea y a pintura fresca me hacían imaginar aventuras en islas distantes y desconocidas. Además, el sólo ver como construían aquel gran bote, era ya, de por sí, algo fantástico. No era la primera vez que estaba allí, por cierto, pero siendo un escolar y teniendo que ayudar a mi abuela en casa, no se me permitía ir con mucha frecuencia.
Había, además, otra razón. A mi abuela no le gustaba que aprendiera malas palabras en compañía de los pescadores. Esta era, desde luego, un prevención irrisoria porque el lugar donde uno aprendía las palabras más soeces y los peores insultos no era áquel, sino precisamente la escuela. Y a esas alturas, -el quinto año de primaria- dudo de que ya no los supiera todos.
Aquella tarde, sin embargo, mi abuelo se encontraba solo. El bote estaba casi terminado y había que esperar a que se secara la primera mano de pintura.
El viejo liaba meticulosamente un cigarro. Sus manos grandes y callosas, manchadas de pintura y barniz, poseían una delicadeza impensada. Finalmente terminó pasándole el ápice de la lengua para pegar el fino papel de su “pucho”. Cerró sin prisa la bolsa de tabaco de cuero y guardó el pequeño librillo “Payá & Miralles” que ostentaba la figura de un gallo.
Todos los objetos de mi abuelo ejercían en mí un embrujo extraordinario, del mismo modo que los objetos domésticos o las chucherías de mi abuela me producían la más grande indiferencia.

-Acompáñame, hijo - me invitó mientras encendía su cigarrillo.
Salimos al pequeño muelle adosado al cobertizo y nos sentamos en los escalones, casi al borde de las aguas.

- ¿Te retó la abuela? – La pregunta llegó después de una larga pausa, - ....-
- No le hagas caso- me dijo, conciliador.
- ¿Por qué? –
- Pues, porque ella te quiere muchísimo y tú también a ella.

Creo que fue entonces cuando le pregunté cuánto tiempo la conocía.

- Toda la vida – respondió mientras ponía su mano grande y pasada sobre mi hombro.
- Ya van a hacer casi cuarenta y seis años- precisó.
-Eras muy joven en aquel tiempo, entonces- le dije.
- No tanto, en aquel tiempo ya tenía 24 años y me iba a casar. Me acuerdo que aquel verano, cuando la conocí, salíamos todos los días muy temprano a pescar y en las tardes vagabundeaba por la playa hasta la noche cuando me encontraba con mi novia.
El abuelo sabía cómo despertar mi curiosidad. Y lo hacía con una sutileza encantadora, como si en realidad no quisiera distraerme con sus historias y, a veces, cuando notaba que mi interés había llegado al máximo, comenzaba a intercalar detalles absurdos, lesionando grosera y deliberadamente la verosimilitud de su relato. Hasta que yo le reclamaba. Entonces se reía y me decía con sus ojos oscuros, cargados de malicia:
¡Caramba, qué no lo dejen mentir tranquilo a uno!
Lo hacía tal vez para prevenirme de mi excesiva inocencia. Y aquello me irritaba, claro. Porque yo, a esa edad, era demasiado serio para entrar en semejantes juegos. Como la mayoría de los jóvenes, todavía no había desarrollado el sentido del humor, el cual, como se sabe, aparece muy tardíamente en la vida.
De todos modos, aprendí a escuchar las historias del abuelo con cierta suspicacia. Atento siempre a que surgieran detalles escandalosamente irreales. Hecho que parecía agradarle porque le proveía un motivo para sorprenderme con sutiles lazos y secretas trampas que yo era incapaz de advertir.
Así fue como aquella tarde continuó fumando apasiblemente y contándome que...

"Un día, mientras me encontraba tendido en la arena leyendo un libro de mecánica que me había prestado mi hermano, me llegó un pelotazo en la cabeza. Bueno, un pelotazo es ponerle mucho, me golpeó la cabeza una pelota de goma. Cuando me paré para buscar al causante del ataque, no vi a nadie. Miré en todas direcciones pero no vi a nadie. Aquello me pareció muy extraño, pero me dije que quien quiera haya sido, tendría que aparecer tarde o temprano a reclamar su pelota.
No fue así, sin embargo. Y me quedé con la pelota. Era una de aquellas de goma azul con estrellitas. La pelota de una chica, de eso no había duda, porque los muchachos usábamos las de cascos, mientras que las muchachas usaban aquellas para jugar a “las naciones” y a otros juegos de mujeres.
Pero, la propietaria sencillamente no apareció, de manera que me llevé la pelota a casa. Me preguntaba por qué la muchacha no se atrevería a ir por ella. Posiblemente porque aquella era una playa muy solitaria y aquella tarde especialmente, no andaba nadie, excepto yo y, naturalmente, ella. Quizás tuvo miedo de mí. O quizás estaba muy avergonzada. No lo sabía.
También era posible que se tratara de un muchacho y que, precisamente por ello, no se animara a reclamar. ¿Qué hacía un chico con una pelota de mujer, eh?
De todas maneras me intrigaba su forma tan rápida de desaparecer. En aquella playa había algunas rocas de regular tamaño y uno o dos árboles no muy grandes. Es posible que se haya ocultado tras ellos.
En cualquier caso, tomé la costumbre de llevar aquel lindo balón todas las tardes que iba para allá. Lo dejaba allí al lado mío, por si la propietaria o el propietario cobraban el valor suficiente para ir a recuperarlo.
Y una de aquellas tardes apareció una chiquilla. Pero no a recuperar el balón, sino que se acercó a pedirme un favor.
- Hola, ¿sabes nadar?...
- Claro que sí – le respondí- ¿tú no?...
- Sí, un poquito. La verdad, no mucho- respondió con timidez.
- ¿pero por qué preguntas?
- Es que mi flotador se fue muy lejos y no me atrevo a ir por él. Entonces pensé que quizás tú podrías ayudarme…
- Claro que sí. No te preocupes. Le dije.
Rescaté su flotador y se lo di. En aquel momento no pensé que ella fuera la propietaria del balón de goma. La invité a sentarse y charlamos.
Era una chica muy linda. Tenía unos ojos verdes luminosos y unas manos largas y finas. Su cabello era oscuro y su piel muy blanca. Y olía muy bien.
-¡Qué rico hueles!- le dije - ¿Qué te echas?...
- Baby Lee - es que es una colonia de bebés, me explicó.
Y al decirlo vi que tenía las mejillas encendidas. Se me ocurrió preguntarle la edad, pero, aparte de que me pareció de mal gusto, estuve seguro de que me mentiría. Me pareció, sin embargo, que no tendría más de 12 años, cuando más 13.
Pasamos aquella tarde bromeando y muy a gusto el uno con el otro. Cuando llegó la hora de retirarnos, le di la mano pero ella se acercó y me dio un beso en la mejilla. Como si se arrepintiera de su audacia se volvió rápidamente y echó a andar. Sin embargo, al cabo de dar algunos pasos se volvió y me dijo:
- me encanta estar contigo -
Luego se echó a correr.
Naturalmente se lo conté a mi novia y ella inmediatamente quiso conocerla. Me di cuenta en ese momento que no sabía el nombre ni ningún otro dato relevante sobre mi pequeña amiga.
El día siguiente fue un día tormentoso y nublado. No por ello dejé de ir a la playa y de llevar conmigo aquella pelota azul.
Cuando llegué, vi que mi nueva amiga caminaba entre el marullo de las olas. El viento soplaba reciamente y desordenaba su pelo. Llevaba su flotador en un brazo y un pequeño bolso en el otro. La saludé desde lejos y ella levantó la mano del bolso. Después corrió hacia mí y me abrazó. Sentí una gran ternura y supe en ese momento que la querría siempre. Aunque pensé tal vez, vagamente, que aquello era un error. Era sólo una chiquilla y quizás se estaba enamorando.
Así que le hablé de Ester. Hablé largamente y con gran entusiasmo de nuestros planes de matrimonio, de cuánto nos queríamos, de cómo estaba ahorrando para nuestra casa, hasta que me di cuenta de que ella no me escuchaba. Miraba a los lejos, hacia las islas al otro lado del río, abstraída y con un ligero aire de impaciencia.
Le pregunté su nombre.
- No me gusta mi nombre- respondió.
- Aún así quiero saberlo- insistí.
- mejor dame un nombre tú-
Comprendí que una de sus cualidades era la determinación. O visto de forma negativa, la terquedad. No quise discutir. Pensé en un bonito nombre, un nombre que le hiciera justicia.
-¿que tal "Mariel"?
- ¿"Mariel"? Sí, me gusta.
-Muy bien, si así lo quieres de ahora en adelante te llamarás Mariel.

En ese momento mi abuelo se detuvo y me miró, preguntándome:

-¿No te estaré aburriendo con mi historia?...
- Para nada - le respondí. ¿pero qué pasó con Mariel? ¿Se enamoró de ti, entonces?
- Se enamoró, sí. ¿oye, por casualidad no te fijaste cómo se llama el bote que estoy terminando?

Me lo quedé mirando con expectación. La verdad es que no había puesto atención en ese detalle. Me levanté y corrí al cobertizo.
Efectivamente, el nuevo bote se llamaba “MARIEL”.

Volví al lado de mi viejo. Estaba sorprendido. Pero él se limitó a sonreír enigmáticamente mientras me guiñaba un ojo.

- ¿Y entonces Ester…?- pregunté tímidamente.
- Vamos por parte. Vamos por parte… musitó él. La vida está llena de cosas raras e inesperadas. Malas y buenas. Ya vas a ver.

Y no supe si aquel “ya vas a ver” me lo dijo por los acontecimientos que se aprestaba a contar o por lo que me pasaría a mí en mi vida futura.

Bueno, pasaron los días y cada vez que iba a la playa, allí estaba Mariel, fielmente esperándome. Conversábamos largas horas y creo que llegamos a conocernos muy bien. Uno de esos días llegó incluso a confesarme su verdadero nombre. Se llamaba Ester, como mi novia. Creí comprender, sin que me lo explicara, el verdadero alcance de su disgusto.
Me contó que por las mañanas iba a la escuela. La llevaba su abuela en un destartalado Ford T y luego regresaba río abajo en la “Duby” a eso de la 1:30. La escuela le resultaba aburrida y me decía que cada vez que el viejo automóvil se negaba a partir, y su abuela tenía que resignarse a que faltase a clases, ella no disimulaba su alegría. No obstante, era una muy buena estudiante.
Vivía al otro lado del río Tornagaleones en una antigua casa construida por su bisabuelo, un tal Hans Bauer de quien se dice que llegó a la zona a fines de siglo XIX y que fue rechazado por la comunidad germana local luego de casarse con una araucana; su bisabuela. Según me dijo, ésta no era en realidad tan araucana, sino apenas una chilena de un vago ascendiente vasco. Pero, en realidad, para los alemanes de la época había muy poca diferencia.
Mariel coleccionaba todo tipo de conchas. Así que se alegraba muchísimo cuando yo le llevaba algún nuevo ejemplar. No era una simple aficionada. Sabía mucho del tema y me maravillaba explicándome detalles asombrosos sobre aquellos moluscos.
No era muy hábil en el agua, pero si una excelente bogadora.
Alguna de aquellas tardes me invitó a subir a su bote de remos y nos alejamos hasta llegar a una zona pantanosa donde crecían algas de agua dulce, nenúfares y cañas. Se sentía allí el chapotear de los coipos, el aleteo de los patos salvajes y el sigiloso desplazamiento de los cisnes de cuello negro. “Este es mi paraíso”. Recuerdo que dijo mientras sus ojos verdes se iluminaban con apasionada intensidad.
Y siempre me pedía que la abrazara. Y siempre quería escuchar latir mi corazón.
Pero a veces, muchas veces, sus ojos se llenaban de lágrimas, sin que yo pudiera entender exactamente qué era lo que la entristecía. Entonces, al notar mi preocupación, sonreía y me decía que estaba feliz; que era feliz.
Hasta que en algún momento, Ester, mi novia, comenzó a acompañarme a la playa. Tal vez habían cambiado el sistema de turnos en su trabajo, no lo recuerdo, lo cierto es que pudo disponer de algunas tardes libres. A ella le encantó desde un primer momento Mariel, sin embargo, no estoy seguro de que el sentimiento haya sido recíproco.
Pero Ester, que ya tenía 25, se reía de los celos de Mariel y la abrazaba y la obligaba a jugar con aquella pelota azul con estrellas.
Pero Mariel, parecía siempre contrariada por su presencia. Y no podía evitar contradecirla y corregirla a menudo. Ester, era una chica trabajadora, sin grandes estudios ni inclinaciones intelectuales, de manera que Mariel, que era muy inclinada a la lectura y poseía una gran inteligencia, podía, si quería, dejarla callada. Pero Ester no le hacía caso y, contrariamente a lo esperado, se admiraba y exclamaba:
¡Pero cuánto sabe esta chica! ¡Vamos a tener que cuidarla para que no se la rapten los rusos! Y se reía con esa hermosa risa que siempre tuvo.
“Está celosa”, me decía luego, “pero ya se le va a quitar”. “A su edad, una es así.”
Y por delicadeza, evitaba besarme frente a ella.
Sin embargo, una tarde nuestra querida Mariel, disgustada por algo que entonces no comprendimos, se adentró en las aguas del río y desapareció de nuestra vista. Corrí en su rescate con el corazón en vilo. Afortunadamente, logré sacarla de las aguas justo a tiempo.
Y en la playa, mientras la reanimábamos, me preguntaba por qué habíamos dejado que las cosas llegaran hasta este punto. Me sentí culpable por haber jugado con ella permitiendo que imaginara cosas imposibles. Pero en ese momento, y cómo suele ocurrir tan a menudo en la vida, no fui capaz de reconocer toda la verdad.
Tras dejarla en su casa y explicar a su abuela que había sufrido un accidente, Ester y yo volvíamos inmersos en un incómodo silencio para al cabo despedirnos sintiendo un extraño peso en el corazón.
Aquella noche me hice el propósito de no volver más a aquel lugar.
No sabía lo que hacía, desde luego. No, hasta que pasaron los días y comencé a extrañarla. Me justificaba ante mi mismo, diciéndome que aquello era una locura. Y tal parece que cuanto más comprobaba que volver a verla implicaba riesgos incalculables, más sufría.
Hacia el final de aquel verano mi voluntad finalmente se quebró y volví. Pero, quien caminaba aquella tarde por la playa era ya alguien diferente. En ese momento quizás no lo haya comprendido, pero al cabo de los años me he dado cuenta de que aquel sentimiento nunca más ha venido a mí y que nunca he amado a alguien con la tanta intensidad.
Sin embargo,cuando la encontré aquella tarde comprendí que algo se había roto para siempre. Ella también había cambiado.
-¡Qué bueno que viniste al fin!- me dijo. Pero no era un reproche.
Sus palabras tenían un extraño acento. Y aunque ignoré el presagio de las nubes que cubrieron súbitamente aquel cielo de febrero no pude evitar nuestro destino. Mariel parecía distinta, como si en aquellos días se hubiera desarrollado y fuera más mujer. Su rostro ya no reflejaba el candor de aquel primer encuentro. Había cierta dureza en sus hermosos ojos y cierta frialdad la envolvía congelando mi corazón.
No me atreví a decirle que la amaba.
-No quería irme sin despedirme de ti- dijo- Y, sobretodo, quería pedirte perdón por todas las molestias que te he dado.
Espero que me recuerdes -agregó.
Y mientras me explicaba que su padre había decidido llevársela con él a Santiago yo quizás sentí que las lágrimas podían traicionarme así que forcé una sonrisa y le deseé suerte; la mejor de las suertes.
¿Puedo darte un beso de despedida? - me preguntó. Entonces la abracé y mientras acariciaba su pelo le dije:
-Es mejor que no, amor. Si me besaras doldría para siempre.
Es probable que no haya entendido lo que quería decir. O tal vez sí.
Antes de irse me pregunto: ¿Todavía tienes esa pelota de goma azul con estrellas?...
¡Guárdala! por tu causa nunca más jugaré con ella.
Y la vi alejarse lentamente como si el viento de aquella tarde quisiera retenerla. Y mientras ella desaparecía de mi vida yo me quedé allí, parado, intentando no pensar, no comprender, no llorar, no ser yo."

Luego mientras subíamos de vuelta la empinada cuesta de grava, iba pensando que algo no encajaba en su historia. Porque era evidente que me había contado la historia de mi abuela y, sin embargo, al final de su relato declaraba que "había desaparecido de su vida". Por eso, antes de entrar a la casa, lo detuve.
"Abuelo, ¿Mariel es mi abuela?"
El viejo sonrío y alzando la viscera de la gorra de capitán se limitó a decir:
"Hay respuestas para las que no alcanza un sí ni un no, hijo"
"Pero, no entiendo, tu dijiste que ella había desaparecido de tu vida"
"Así es pequeño, ¿pero tú sabes cuántas vidas tiene un gato?"
"Siete"
"¿Y un loro?"
"Once"
"¿Y un hombre?"
"..."
Claro, yo entonces no sabía, no podía saber, cuántas vidas tiene un hombre. Y él tampoco podía explicármelo.
Sin embargo, hoy, Lunes 23 de Abril del año 2007, lo sé perfectamente.
Pero tampoco puedo explicarlo.

11 abril 2007

Pájaros en un cielo de Enero

Mi corazón es
una casa solitaria
en un camino derruido
y un rostro en la ventana
mirándome pasar.


Estoy embrujado.
No espero que me crean, por supuesto, pero la verdad es que estoy embrujado.
Embrujado escribo, tal vez para desembrujarme, tal vez para que alguien me ayude.
Sin embargo, no es tarea fácil y tiene, además, un costo muy alto. Es probable que mi liberación cueste el embrujamiento de cientos de inocentes lectores. Y eso no es justo, lo sé. Pero se me ha dicho que una de las pocas maneras de debilitar el ensalmo es que éste pase a algún alma desprevenida, de preferencia a una incrédula. Es más valioso y, por lo tanto, más efectivo.
Comencé a darme cuenta del embrujo hace mucho tiempo. Hará ya sus treinta años.
Fue cuando me di cuenta de que "algo" me impedía abandonar mi barrio. Quiero decir que desde entonces, nunca he sido capaz de ir más allá del perímetro designado en los mapas con el inspirado nombre de "Villa Alessandri". Ya sea que camine o tome el autobús, nunca he podido traspasar sus límites. Límites que se encuentran claramente demarcados por la Avenida General McKenna por el norte, la humilde calle Los Queltehues hacia el poniente, Avenida San Martín hacia el oriente y Donald Canter por el sur y que, antiguamente, era también el límite de la ciudad.
Es curioso constatar que si tomo el autobús hacia el centro, éste nunca llega a salir de General McKenna para tomar Avenida Picarte, que es la arteria principal de la ciudad. A veces el autobús queda en pane, otras se encuentra con una manifestación en contra del General Pinochet bloqueándole el paso, o ocurre que de pronto todos los pasajeros descienden, dejándome solo. En este caso, invariablemente, el chofer comienza a dirigirme miradas hostiles y a hacer tiempo, negándose a poner el vehículo en movimiento, obligándome finalmente a bajar. Lo más raro, sin embargo, ha ocurrido cuando el chofer justo al llegar a la intersección entre McKenna y te, y sin que nadie, excepto yo, parezca notarlo, ha dado una vuelta en "u" y ha emprendido el regreso como si en realidad viniese del centro.
Por otra parte, cuando he emprendido la marcha a pie no he tenido mejor suerte. A veces me encuentro con la calle tomada por alguna organización que hasta ese momento desconocía. A veces, son los bomberos los que han puesto una barrera impidiendo el paso, clavando además, ambiguas señales que desvían el tránsito hacia calles alternativas que se pierden en infinitos meandros y pasajes, los cuales terminan, invariablemente, en escenarios rurales donde pastan caballos y vacas y donde mujeres, altas, demacradas y huesudas cuelgan ropa en cordeles, mientras sostienen plañideros bebés contra sus flacas caderas. Por último, tampoco escasean las veces en que son los propios Carabineros quienes bloquean el acceso a Picarte. Y, ya se sabe, con los Carabineros no se juega.
Aún así, estos obstáculos tienen cierta lógica en un país como el nuestro. Lo peor ocurre cuando dirigiéndome hacia el centro, ya sea en vehículo o caminando, y sin que yo pueda percatarme y evitarlo, me encuentro de improviso desembocando en algún tenebroso callejón que me conduce nuevamente a alguna plaza asaltada por escuálidas palomas y por niños que me miran como si viniera descendiendo de un platillo volador.
En consecuencia, hacen treinta años que no he visitado el centro. Es decir, hace treinta años que no he visto una buena película ya que, lamentablemente, en mi barrio no hay salas de cine. La última película que vi, hace seis años, fue una proyección al aire libre organizada por la Iglesia de Los Santos De Los Últimos Días.
Naturalmente, perdí mi trabajo y también a mi novia quien vive, o vivía, en el Barrio Estación. Alguien me dijo hace tiempo, que ahora este barrio se encuentra lleno de casas de putas. Recuerdo que al cabo de un mes de inasistencia involuntaria a mi trabajo en las oficinas de Ferrocarriles del Estado, recibí una carta notificándome de mi despido. La misma persona que me informó lo de las casas de puta me dijo que ya no corrían trenes y que la hermosa y moderna estación se encontraba totalmente abandonada. Pero yo no sé si creerle.
Recuerdo también que al cabo de dos meses de no poder ver a Olga, mi novia, ésta se apareció por mi casa portando un atado con mis cartas y una caja de zapatos con todos mis regalos y, sin querer escuchar explicaciones puso término definitivo a nuestra relación. ¿Me creerían si les digo que el temor al ridículo me impidió decirle la verdad? ¿Acaso creen que Olga me hubiera creído si le hubiera explicado que una fuerza misteriosa me impedía salir del barrio?
Cuando Olga se marchó aquella lejana tarde, una tormenta se dejó caer sobre nosotros, los humildes habitantes de Villa Alessandri, y un trueno resonó a lo lejos como una monstruosa carcajada del cielo. No recuerdo que haya llorado. Probablemente no. Tal vez nunca estuve muy enamorado de Olga. La verdad es que no lo recuerdo. Sólo me acuerdo de que ella tenía un lunar en la mejilla izquierda (o tal vez fuera en la derecha) del cual hacía ostentación como si aquél fuera la marca indiscutible de su belleza. Pero la verdad es que, ya en aquel lejano entonces, los lunares estaban pasados de moda.
Hace poco la vi. Es cierto que por poco no la reconozco, pero justamente aquel inconfundible lunar me sirvió para comprobar que se trataba de Olga. Y me quedé pensando que tal vez lo único bueno de la maldición que pesa sobre mí, ha sido que impidió aquel matrimonio. Tal era la fealdad que había desarrollado con los años.
Volví a casa y tomé aquellas cartas que todavía conservaba y las arrojé al hornillo como si me deshiciera de las pruebas de un crimen atroz.
Después de aquello me sentí aliviado y hasta creo que por primera vez en tantos años sonreí. Aquellas cartas ardieron muy bien y su rápida combustión contribuyó a que la tetera silbara alegremente anunciando que el agua estaba hervida. Mientras cebaba el mate no podía dejar de pensar en aquel asqueroso lunar que la concejala Olga Ruminot lucía aquella tarde sin el más mínimo pudor.
Por otra parte, el mate sabía bastante bien. Sobretodo porque mataba el hambre y la lujuria.
Después de tanto tiempo he terminado por ir aceptando las graves limitaciones que el embrujo al que he sido sometido me imponen. Hasta he llegado a considerar que acaso no sean peores que los destinos sufridos por mis demás congéneres.
Al principio cuando perdí mi empleo estuve mal. Muy deprimido. Me negaba a hablar con la gente y creo que pasé un par de meses encerrado y casi sin comer.
Pero reaccioné. Un día me levanté, rasuré mi barba, planché una camisa y salí a la calle.
Lo intenté de nuevo y de nuevo fracasé. Sin embargo, esta vez hubo una diferencia. Yo había cambiado. De ser un hombre sensible y bueno había pasado a ser un ente frío e insensible. No me desmoralicé pues, por aquel nuevo fracaso. Conservé la calma. Pensé. Traté de pensar en cómo burlar el efecto de aquel nefasto sortilegio. Sin duda se trataba de un hechizo muy poderoso, eso estaba claro. Su origen, por lo tanto, debía provenir de algún enemigo/a dueño/a de una inteligencia superior. Quizás encontrándolo/a y eliminándolo/a podría liberarme de su maligno influjo. No obstante, debía ser extremadamente cauto para evitar consecuencias indeseables.
Esta conclusión tenía una sola limitación y ésta era que si el originador del mal se hallaba más allá de las lindes de nuestra villa, su destrucción sería imposible o, al menos, mucho más difícil.
Comencé pues, a observar a la gente. Concentrándome primero en la que me parecía más inteligente. Esta decisión me alegró y me llenó de optimismo, pues, como se sabe, la gente inteligente resulta extremadamente escasa. Al cabo de algunos meses de paciente observación había conseguido elaborar un catálogo bastante completo de los vecinos/as que calzaban dentro del perfil "inteligencia sobresaliente". Como era dable esperar, al principio no resultaron muchos. Sin embargo, con el propósito de profundizar aquella investigación, convencí a Etelvina, una chica a quien le dejaba coger tomates y hierbas medicinales del pequeño huerto que mantenía en el traspatio, para que me ayudase. El procedimiento era bastante simple y consistía básicamente de algunos acertijos que Etel debía preguntar a la gente en la calle. Quienes respondían correctamente pasaban a mi catálogo.
Todo hubiera marchado correctamente si no fuera porque un día me enteré casualmente de que Etel se había dejado sobornar en varias oportunidades, revelando las respuestas correctas a algunos de sus ociosos amigotes, quienes rápidamente establecieron un mercado negro vendiendo las claves a aquellas personas que, odiando ser tildadas de poco inteligentes y ambicionando figurar en el Diario Mural de la Junta de Vecinos bajo el rótulo de Quien Es El Más Inteligente -supuesto premio por responder acertadamente-, no trepidaron en pagar quinientos y hasta mil pesos por ellas.
He ahí la razón de que la curva en la variable "inteligencia" se haya disparado en los últimos meses. He ahí la explicación a las flamantes zapatillas "Bata" que Etel lucía con indisimulado orgullo durante aquellas últimas semanas.
Sin embargo, no fue eso lo que me llevó a abandonar aquella investigación.
La razón fue más bien una larga conversación con mi amigo el profesor Ulises Maloni. Este gran maestro solía enseñar en el Liceo Politécnico "Alonso Ovalle" que se ubica entre las calles República Argentina con Dr. Holzapfel, justo en los límites de nuestro barrio. Y fue, precisamente él quien me convenció de que la inteligencia tal como la concebimos no existe o, si existe, esta toma diversas y caprichosas formas en los seres humanos. "Lo que sucede en realidad" – me explicó Maloni- "es que nuestra cultura ha privilegiado uno de los tantos tipos de inteligencia, del mismo modo que se ha privilegiado la raza caucásica por sobre las demás". "Por eso"- concluyó el maestro- "su investigación es sesgada y no sería raro que los resultados no sean satisfactorios". "Solamente recuerde" –concluyó- "que uno de los rasgos de nuestro pueblo es justamente el de ‘hacerse el tonto’ con el fin de obtener sus propósitos".
Aquella conversación me dejó sumido en un gran desaliento. Desde el momento en que quien/es me ha/n condenado al ostracismo dentro de mi propio barrio podía/n adoptar cualquier forma humana, aún la más baja, las posibilidades de dar con el/lo/as se reducían en proporción inversa al universo poblacional.
Cuando nos despedimos, Maloni, sacudió su cabeza y me dijo: "Confíe en su intuición".
Pero Maloni no sabía la verdad. Nadie sabía la verdad. Excepto yo y aquel a quien busco.
Yo y mi enemigo.
Rápidamente me di cuenta de que mi estrategia de no hablar del tema, de no socializar mi problema y mi angustia, no debían gustarle. Para él/la el mal no estaría completo sin mi ruina social. Sin mi devaluación total como ser humano.
Al privarme del desplazamiento fuera de las humildes calles de nuestra villa, me privaba de los bienes que la modernidad otorgaba aunque fuera de manera oblicua a la mayoría de los habitantes de nuestra patria. Al confinarme al mísero cuadrante donde transcurría mi vida y reducirme con ello a la peor pobreza, el poderoso hechizo lograba casi completamente su efecto. Sin embargo, para su éxito total faltaba la condena social.
Y había algo que mi poderoso enemigo no pudo tener en cuenta.
Y aquello fue la gran crisis de los ochenta.
Resulta que de la noche a la mañana, todos, o casi todos, perdieron sus empleos y la pobreza en que ya vivíamos se transformó en franca miseria. Las calles se llenaron de desocupados y se implementó un plan de empleo mínimo (usar las mayúsculas aquí sería un contrasentido) que consistía en plantar arbolitos y ornamentar plazas, jardines, escuelas, etc. El sueldo; una caja de alimentos básicos cada quince días. Comenzó pues una febril reforestación de calles y plazoletas con lo cual se pretendía acaso ocultar la decadencia y el fracaso del nuevo régimen.
Sin embargo, aquello tuvo el efecto impensado de nivelar mi condición con la situación de la mayoría de mis vecinos.
Pero yo tenía una ventaja.
Como ya lo he mencionado, hacía ya un tiempo que para sobrevivir había aprendido a cultivar un pequeño huerto en el diminuto traspatio de mi casa. Junto con ello me había hecho vegetariano.
De manera que a la cruda luz de los acontecimientos yo me encontraba incluso en una situación de superioridad respecto a los demás.
Entonces fue que apareció el brujo.
Fue una mañana de Enero. Una mañana luminosa en que los pájaros alborotaban alegremente el cielo y se paraban a beber en la pequeña fuente que yo había dispuesto para ellos. Entonces fue que golpearon a la puerta.
Era un individuo bajo, de pelo negro ondeado que peinaba a la cachetada. Poseía unos ojos oscuros y una sonrisa burlona le hería el rostro. Buenos días –saludó- soy Eddy Vilches. Usaba una camisa color crema cuidadosamente planchada y unos pantalones de lino crudo. Tenía unos pies ridículamente pequeños los que calzaba en unos mocasines terracota.
Cuando lo invité a pasar noté también que usaba colonia. Una colonia dulzona y ácida que me recordó las flores marchitas de una tumba.
Nos sentamos cerca de la fuente de greda sobre unos cajones de manzanas que era todo el mobiliario que decoraba aquel proletario parterre. El individuo parecía tener prisa, de manera que no bien hubo acomodado sus posaderas sobre un periódico que desplegó previamente sobre el cajón, sacó lápiz y algunos formularios sobre los que pareció consultar información necesaria para interrogarme. Corroboró mi nombre completo, mi número de identidad, mi edad, estado civil y demás datos que la burocracia necesita para ejercer su poder unilateral sobre los mortales. Algo, además de aquella fúnebre colonia, me olía muy mal.
En honor a la verdad no recuerdo exactamente nuestro dialogo, pero en algún momento el funcionario declaró que aquella casa me iba a ser "enajenada", esa fue la palabra que usó. Mi deuda -dijo– era tal, que no se veía factible que la pudiera saldar en esta vida ni siquiera en una próxima. Considerando además mi falta de empleo y mis "malos antecedentes"…
Probablemente en ese punto fue que lo interrumpí exigiéndole que me explicara aquello de mis "malos antecedentes". Muéstreme -le dije– dónde dice que tengo "malos antecedentes". "No hay ningún papel que lo diga específicamente"-respondió-"pero usted abandonó su trabajo, no tiene previsión social, ni seguro médico…" Y mientras lo decía, aquella sonrisa torcida que le cruzaba la cara parecía ampliarse y recogerse en un espasmo nervioso. Y era como si el hijo de puta estuviera gozando aquel momento.
Finalmente, me exigió que firmara aquellos papeles para que quedara claro que yo había "tomado conocimiento" de la situación.
Fue en ese momento que lo invité a pasar al comedor.
Le firmaré todo -le dije– pero adentro. Tengo una buena mesa de pino allí. Quiso protestar, pero yo ya me había dirigido hacia la casa y no le quedó más remedio que seguirme.
Siéntese le dije. Vuelvo enseguida.
Cuando volví del dormitorio, todavía estaba allí, aguardándome, impaciente, sentado en el borde de una destartalada silla. Al verme con la mochila y vestido con otra ropa no pudo ocultar una risita histérica. "No, si no tiene que abandonar la casa al tiro"– alcanzó a decir– Y mientras le aplastaba el cráneo con aquel garrote imagino que le respondí: "tú tampoco"
Más tarde salí al patio. Me senté bajo aquel ciruelo que en otro tiempo yo y mi difunto padre habíamos plantado y comencé a escribir esta historia que nadie debería creer.
Mientras, los pájaros se disputaban ferozmente aquel cielo de Enero.




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31 marzo 2007

Debería reir

Debería reir
ante la boca del lobo;
pelar los dientes
en señal de confianza
y descender a las entrañas
del miedo.
Husmear tu nombre
tan largamente perdido,
aflojar el lazo del cuello,
quitarme los negros zapatos
y sentir la frescura de la piedra
acariciándome la piel.
¿Qué es pues el miedo
cuando ya el veneno hizo su efecto?
Y la lámpara disminuye su voltaje
mientras zumba como un inecto.
Debería por lo menos sonreir
para comprobar mi existencia.
Enviar algunas cartas
expresando mis más nobles sentimientos,
aquellos que tuve alguna vez
en otra vida.
Pero si el azogue no se empaña
con mi aliento,
debería aprender a levitar
y a no sentir
este agudo amor
en alguna parte
de lo que ha sido el alma.
Este amor que me fulmina
como un rayo
dispersándome
en millones de partículas
de felicidad.
(Junio 11, 2005. River Road, OR)

28 marzo 2007

Mar


oleaje que me precipita
hacia un estrépito pasado,
ímpetu de sal que atraviesa mi cuerpo
hasta los abandonados arrecifes
del otro que soy
y que ignoro.
Mar espeso
donde sufren las palabras
que no he dicho,
la substancia
de un hábito tan antiguo
que temo recordarlo,
la raíz de una emoción
cuya faz huidiza
se me escapa entre tu multitud.
Mar, vengo a tus escombros
en busca del secreto
la inútil carta de los dioses
Y siempre olvido
que entre las cosas que arrojas a la playa
no hay respuestas
sino espuma,
blanca espuma que sabe
a un único olvido
que besa mis pies.

16 marzo 2007

Puntos de vista

La señorita Zoila llora mientras se entera de que las poesías que ha es­crito con tanta emo­ción y esfuerzo carecen de valor. Ella las ha pa­sado en limpio, primoro­samente, con su letra clara y redonda de buena estu­diante. Acaso su cua­derno huela a ella y despliegue un perfume a flores campestres; a prímulas y fuc­sias. Quién sabe sus lágri­mas huelan también a margaritas y a calas.
Pero la es­cena es repugnante.
La señorita Zoila es una idiota, no porque escriba poesías –arte que El Caba­llero ha con­denado públicamente-, sino por haber tenido la desdi­chada ocurrencia de desnudar su lírica ante el crí­tico. Por eso me parece justo que se la es­tén cu­leando.
Pero la escena me en­ferma.
El crítico es feo y viejo y, como dicen ciertos libros de frenología, posee “un perfil aqui­lino". Ejerce además, el antiguo oficio de cura o timador corpora­tivo.
Ha comenzado aclarando que lamenta herir los sentimien­tos de la seño­rita, pero que imbuido del respeto y el amor que siente por la lite­ratura, es su deber (¿dijo "sagrado"?) separar la paja del trigo; decir "la verdad", por muy dolorosa que esta sea. Acusa a la tonta de Zoila de osar practicar un arte ex­celso sin conocer sus "rudi­mentos". Apostaría que la mitad de las so­berbias palabras del anciano caen en el vacío. Pero Zoila sabe que son hos­tiles. Llora porque ha cometido el pecado de sacrilegio. Se siente torpe, fea, úl­tima. El crí­tico la con­suela magnánimo, satisfecho de su poder. La idiota de Zoila le da increí­blemente las gracias por vomitar en su cursi cuaderno.
Ambos constituyen la eterna imagen de la cultura: El lobo versus la oveja.
De todos los presentes en la sala, soy, tal vez, el único que ha leído los dos volúme­nes de poesía escritos por el crítico. Gesta del sol, publicado en 1934 por Zig-Zag y Poesía Selecta de 1959 por Edi­torial Universitaria.
Su lectura fue pe­nosa.
El pri­mer volumen constituye el desfachatado in­tento de conciliar un len­guaje nerudeano, espeso, sobresaturado de imágenes, exagerada­mente telú­rico, con una te­má­tica seudo mística. El resultado, obvia­mente, es una mierda presuntuosa y rimbombante. Sin embargo, posee el im­pensado mérito de comprobar que el co­nocimiento de la poesía de moda no es suficiente para encubrir la falta de talento, de imaginación y de experiencia vital. Este primer libro abusa de la enumeración caótica, de una prolija yuxtapo­sición de imáge­nes surrealistas, de rebuscadas metáforas de segundo grado, etc., etc.
El segundo volumen es claramente supe­rior, sin dejar de evidenciar la falta de verdadero talento, de genuina emoción y de sensi­bilidad. El au­tor ha esca­pado a la influencia de la poderosa len­gua neru­deana y ha recalado en una escritura me­nos verbosa; un tanto más clásica, casi ascética. Las metáforas se encuentran cuidadosa­mente construi­das. Seguramente demandaron lar­gas noches de insomnio; tal vez semanas enteras de intenso es­fuerzo. Todos los poemas que lo consti­tuyen fueron publicados a través de los años en di­versas revistas o libros colectivos.
No obstante, ningún poema memo­rable que rescatar.
Es cierto que Zoila no sabe escribir. Sus poemas ingenuos no hacen sino refle­jar su mente amueblada de lugares comunes; su ramplonería, su cursile­ría, su espíritu kitch.
Y el crítico se ceba en ella. Sonríe dichoso mientras pronuncia las frases más des­calificadoras con dulzura paternal.
Hasta ahora no me había dado cuenta de lo hermosa que es Zoila. Escar­ne­cida por la jaculatoria del crítico, su rostro arrebolado resplandece y sus ojos brillan a través de las lágrimas. Sus pupilas se encuentran dilatadas y adivino un leve jadeo en su respiración. Apostaría a que su lengua está helada y su concha ardiente. Como un animalito acorralado a punto de mearse.
De pronto siento unos celos irracionales.
Aunque nunca ha habido nada entre ella y yo, siento celos.
Y es que soy, lejos, mucho peor que el crítico.
Decido entonces entrar en acción.
Y cuando un roto como yo entra en acción, no lo hace sin aplicar la pri­mera re­gla de la super­vivencia callejera, la cual sabiamente sentencia que “siem­pre gana el que pega el primer aletazo”. Así que pego mi primer aletazo.
-Disculpe que lo interrumpa, padre… El anciano me busca entre la concu­rren­cia sin lograr enfocar sus sucios espejuelos en mí.
Todo lo que usted dice puede ser cierto –continúo sin darle tiempo a identifi­carme- pero hay una pregunta que seguro se harían todos los aquí presen­tes, si se hubieran molestado en leer las poe­sías de usted. Y la pregunta es muy simple: ¿cómo al­guien que sabe tanto sobre el tema ha escrito una poe­sía tan re mala?
El cura mira sobresaltado en mi dirección mientras intenta limpiar sus ga­fas con un pañuelo.
Y la segunda pregunta, por supuesto es ¿no es usted la prueba viviente de que el sólo hecho de saber bien el catecismo no garantiza ser un buen cris­tiano?
Las carcajadas llenaron la sala.
Como era de esperar, el patriarca que no es un recién llegado en estos lan­ces y conserva la calma. Parece vacilar. Puedo prever que su mente ágil y entre­nada busca las ideas y las palabras más afiladas para contrarrestar mi acome­tida.
¿Y se puede saber cuáles son sus pergaminos para que los aquí presen­tes confíen en su juicio, señor…?
-Digamos que soy un roto ilustrado al que no le pasan gatos por lie­bres-
-La categoría de “roto” que usted se adjudica supongo que explica su im­pertinencia y su grosería, pero todavía falta ver lo de “ilustrado”
Pongámoslo así: si uno ha leído a Ercilla, a Pezóa Véliz, a Gabriela Mis­tral, a Vicente Huidobro, a Pablo Neruda, a Pablo de Rokha, a Nicanor Parra, a En­rique Lihn y a Jorge Teillier. O sea, a lo mejor de la poesía chilena. Después de eso, no hay que ser un experto para darse cuenta que sus dos libros, compara­dos con aquellos, son sencillamente mediocres.
-Todo depende del punto de vista desde el que se lo juzgue, mi amigo…
- Todo depende desde el punto de vista, cierto, pero desde el punto de vista al que me refiero es muy claro que su poesía está lejos de alcanzar un nivel aceptable. Si verdaderamente sabe de lo que habla, reconózcalo.
- Mi poesía está perfectamente construida y formalmente es irreprocha­ble.
-pero eso no la convierte en buena poesía.
-para usted…
No. Para mí y para cualquiera que sea un lector educado, su poesía ca­rece de valor. Y por eso no entiendo con que derecho usted se atreve a criticar a otros, cuando es evidente que no ha podido lograr lo que predica.
A estas alturas de la discusión yo sentía los ojos de Zoila clavados en mí. También me percaté que mi interlocutor se inclinaba a ambos costados y parecía dar indicaciones a los doctores que lo escoltaban en la mesa. Uno de ellos se levantó sigilosamente y supe que no podía sino haber ido a llamar a los guardias.
- Mire, mi tiempo y mi paciencia se agotan y la verdad es que no sé que hago discutiendo con un pobre diablo como usted.
- Me alegro de que por fin muestre la hilacha y descubra toda su arrogan­cia de cura facistoide. Espero que le quede claro que no nos va a venir a engrupir tan fácilmente. Y, por último, antes de que lleguen los gorilas que mandó a buscar para que me saquen, le quiero decir que estoy seguro de que cualquiera prefería leer el cuaderno de la compañera que usted humillaba, antes que una sola página de uno de sus libros.
Sentí que los guardias estaban ya en la puerta así que sin pensarlo dos ve­ces tomé el paquete de panfletos y los lancé al aire.
No se engañen: yo no era uno de aquellos héroes que lucharon contra la ti­ranía. Tampoco un anarquista.
Sólo lo hice para sembrar el desconcierto.
De manera que pude salir tranquilamente por la puerta mientras los guar­dias, desconcertados, intentaban detener a los muchachos que recogían los panfle­tos.
De inmediato se corrió la voz de que estaban en clave. Sólo yo sabía que no era cierto. No eran más que un montón de papeles de diario en que la imaginación creía ver mensajes libertarios, consignas patrióticas o arengas que incitaban a las masas. Semanas después, el cuartel de inteligencia todavía se quebraba la cabeza tratando de encontrar las supuestas claves. Y se dice que finalmente las encontra­ron.
Mientras yo me conformaba con descifrar las claves del dulce corazón de Zoila.

A bordo de un viejo vapor

A  la memoria de Jorge Torres   Del pasado ascendía como niebla el alma del río   Gunnar  Ekelöf   C on   el p...