uno de mis primeros poemas
atacaba a la junta militar
posiblemente no era un poema político
sino simplemente un lamento
ante lo que se nos venía encima.
no se conocían entonces
más que los primeros crímenes
el peor de los cuales
era para mí
el toque de queda.
recuerdo vagamente
que mencionaba
cañones
pólvora
muerte
flores
primavera
y creo que el final era muy bueno
(los finales siempre han sido mi especialidad)
sin embargo nadie entendió nada
excepto que era “bonito”.
la densidad metafórica de aquel texto
hizo que aquellas nobles almas profesoriles
se enredaran en los sonidos y colores
hábilmente mezclados por mí
no para despistar
sino simplemente
porque provenían de un genuino despistado
que atribuía dones tan raros como la inteligencia
a todos sus mayores.
mi poema fue seleccionado
para leerse en la ceremonia del lunes
y yo – que por aquel entonces
ya solía entonar mis canciones ante públicos masivos
como los del festival de los paraguas-
temblaba como lo que era:
un tímido colegial.
leí pues como si cantara
ante mis compañeros
grandes y pequeños
marcialmente formados ante la gloriosa enseña nacional.
dos o tres estaban en el secreto
y esperaban verme arrestado
o por lo menos “suspendido”.
pero nada de eso ocurrió
el primero en darme la mano y felicitarme
fue el interventor militar del colegio
un capitán de carabineros
de quien todavía recuerdo el apellido
luego se apresuró a abrazarme la “vieja” de castellano
quien a sus veintisiete años me amaba sin ninguna esperanza.
me felicitó también el correctísimo señor Véliz
director de nuestra noble institución
insistiendo en que el poema debía publicarse en el diario mural
donde se mantuvo hasta que aquel papel no libre de ácido
se anduvo poniendo amarillento.
el poeta sin embargo se sintió decepcionado
y fuese a recluir a las ruinas de un colegio vecino
donde gran parte de la biblioteca había sido abandonada
y los volúmes empastados yacían desperdigados por el suelo.
allí entre los escombros de aquel edificio que parecía recien bombardeado
sentado sobre los peldaños de una escalera que conducía directamente
al cielo azul de la mañana
trataba de leer un poema en uno de aquellos libros abandonados.
Der Tod ist gross
wir sind die seinen,
lachenden munds - decía -
wenn wir uns mitten im leben meinen
wagt er zu weinen
mitten in uns.
y tenía razón.
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