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23 marzo 2008

Dos lágrimas por Pete

Las ideas se me vienen de repente a la cabeza, pero nunca me he calentado por averiguar cómo es exactamente el proceso. Al principio parece que no fueran mías, sobretodo cuando son demasiado buenas. El problema es que a veces son como ideas para otro gil, ¿me entendís? Como que alguien o algo se hubiera equivocado en el envío y lo que era para una persona va y te toca a vos… ¿no sé si me explico? Por eso, muchas veces las ideas no son como para mí.
Pero, el otro día se me ocurrió que tal vez el problema es que yo no me conozco del todo y algunas de esas ideas sí son para mí, porque no puede ser que el huevón que me las manda se esté equivocando a cada rato. O sea, estamos hablando de un ser superior… ¿o no?... Así que para comprobarlo se me ocurrió probar con alguna de las ideas menos importantes para ver qué es lo que pasaba, ¿cachai?
Y bueno, lo que pasó es que me di cuenta de que incluso las ideas más insignificantes tienen consecuencias que uno ni se imaginaba.
Vos sabís que yo nunca he sido un tipo violento por eso cuando me vino la idea de darle una patada en el culo a Pete –el pobre se encontraba agachado haciéndole señas a su hámster que se le había escapado- me sorprendí. Yo no era así, ¿cachai? Yo nunca he agredido a nadie que no se metiera conmigo y Pete era inofensivo. Así que no tenía sentido que yo le diera una patada en el culo, pero lo hice. Ahora pienso que fue para salir de la duda, quiero decir, para saber si esa repentina idea tenía en realidad algo que ver conmigo. Así que, tras un momento de vacilación tomé impulso y le di una tremenda patada al gordo trasero de Pete.
Lo que pasó después fue terrible.
Al recibir el formidable impacto, el pobre Pete comenzó a trastabillar para no perder el equilibrio e irse de hocico al suelo. Por unos breves segundos lo vimos mover los brazos desesperadamente tratando inútilmente de asirse de algo, hasta llegar al ventanal y tras romper los cristales desaparecer de nuestra vista. Nunca pensé que aquellos ventanales fueran tan frágiles, la verdad. Cuando salimos del asombro, nos acercamos al vacío y comprobamos que Pete yacía allá abajo, como un muñeco desarticulado sobre el techo del auto del director.
Yo pensé entonces que todos se me iban a ir encima para sacarme la chucha a patadas, pero lo que ocurrió fue justo lo contrario. Se comenzaron a apartar de mí como si se hubieran percatado de pronto que yo sufría de una enfermedad contagiosa y me encontré de pronto completamente solo en medio del sitio del crimen.
Y no sé cuánto tiempo pasó, pero recuerdo que Frau Vogel me miraba buscando tal vez una explicación. Recuerdo también que yo lloraba mientras veía cómo rescataban el cuerpo inanimado de Peter Schlager; un par de lágrimas apenas, que Frau Vogel secó amorosamente con su pañuelo de encaje. Fue entonces que me desprendí de ella y cerrando los ojos me lancé al vacío.
Aquella no fue una idea que me haya venido en aquel momento, por el contrario, era una idea bastante vieja y cuya efectividad ya había comprobado muchas veces. Me acuerdo claramente la primera vez que se me vino a la cabeza. Fue cuando se me perdió mi polca favorita. Entonces no sé por qué, arrojé con los ojos cerrados la mejor bolita que me quedaba mientras repetía; “busca a tu compañera”. Cuando abrí los ojos vi que la bolita había rodado cerca de una mata de buganvillas tras la cual se encontraba oculta mi polca.
Vagamente pensé, si es que pensé, que aquello iba a arreglar las cosas. Y después de todo tuve suerte porque caí sobre el toldo verde con festones dorados que siempre abrían en primavera. Luego, por supuesto, caí al duro suelo de ladrillos y me rompí dos costillas y el brazo izquierdo. Pero casi no sentí dolor porque casi inmediatamente perdí la conciencia.
Lo único que puedo decir es que las cosas se arreglaron.
Cuando desperté vi que en la cama vecina yacía Pete quien parecía en mucho mejor estado que yo.

- menos mal que te despertaste- me dijo
- ¿y vos no estai muerto?- me sorprendí
- No, si caí sobre el toldo verde que ponen en le primer piso-
-yo igual- le dije
- tuvimos cueva- dijo Pete esbozando una sonrisa angelical. Pero, dime una cosa -continuó- ¿cómo fue que te caíste tú también?
- no sé, salté-
-¿saltaste?-
-Sí, salté-
-Chucha, no entiendo. ¿Y por qué saltaste?
-No sé. Porque tú te habías caído, creo.
-¿En serio?- Pete pareció evaluar esta respuesta que de todas maneras le parecía rara. Después de un rato se levantó un poco en su cama y me dijo:
-Oye, negro de mierda, ¿No serás maricón? ¿no?
-Creo que no- le dije.
Cuando me sane, voy a buscar al conchesumadre que me dio la patada en la raja que me hizo caer por los ventanales –murmuró lleno de rencor.
-Fui yo- le dije.
-¿Que dijiste?-
- Que fui yo el que te dio la patada en la cueva- le repetí.
Entonces Pete comenzó a reírse a carcajadas al mismo tiempo que aullaba por el dolor que le producían los espasmos de sus risotadas.
Cuando por fin entró la enfermera nos encontró a los dos riendo y llorando al mismo tiempo. Así que la muy maraca sacó una jeringa con una aguja como para un caballo y nos pinchó la raja a los dos.
- Para que duerman tranquilos- nos dijo y cerró la puerta delicadamente.

26 febrero 2008

El príncipe

Siempre me han atraído las flacas - dijo una vez Truman. Y esta frase produjo un efecto que él no advirtió, o prefirió ignorar, porque los poderosos no están nunca en condiciones de preocuparse por las consecuencias que sus dichos o acciones provocan. Por otra parte, para mi ha sido particularmente difícil tratar de describir aquel efecto. De hecho, lo he intentado varias veces sin resultados satisfactorios, de manera que no tengo otro recurso que dejarlo así: una carcajada descomunal subió a la garganta de los ministros, lugar donde debió ser ahogada de inmediato. En algunos casos, ésta se transformó en una extraña tos, en otros, en estornudos elefantiásicos, y no sería aventurado suponer que más de alguno canalizó aquella energía a través de un formidable pedo. La mayoría, sin embargo, no tuvo más recurso que liberar todo aquel magma bajo la forma de estruendosos hipos. Afortunadamente nadie falleció. La hilaridad fue sofocada en la cuna, si no perfectamente, al menos sin dejar más huellas que las descritas, algunos ojos llorosos y carrillos hinchados y enrojecidos.

Naturalmente, Truman sabía que se estaban riendo y gozaba enormemente con el hecho de que aquellos pobres diablos tuvieran que reprimirse de tal manera ante él.

Su esposa, la señora Truman, era una mujer descomunal y no estoy seguro de que este adjetivo sea lo suficientemente espacioso para describir la naturaleza de su continente. Baste decir que cierta vez la vi en compañía de Fresia, la elefanta, quien me pareció, por contraste, esbelta y agraciada. Desde aquella vez, no he dejado de pensar que, después de todo, es una suerte que esta señora no tenga que nutrirse con hierbas como aquel pobre animal.

La vida de los mortales suele ser triste –se quejó después Truman – y yo, por supuesto, no soy la excepción. El año 03 cuando conocí a la que ahora es mi consorte, ésta era una joven esbelta y dinámica.

Un revelación de semejante calibre bien podría haber suscitado algún comentario en una conversación normal, pero los ministros nunca estaban seguros de cuándo era apropiado hacerlos. Luego, estaba el pequeño inconveniente del comentario en sí. ¿Qué sería mejor decir frente a tal declaración? ¿Alabar la belleza de la señora Truman?... pero, ¿no sería aquello contradecirlo? ¿no sería mejor mostrar sólo expectación? En estos casos, lo mejor era asentir brevemente con la cabeza.

Erick Fernández, el más joven de todos los ministros, fue el único que hizo un comentario. “Señor Truman, si me permite” – dijo, poniéndose colorado - “debemos recordar que lo esencial es invisible a los ojos”. Este bello pensamiento lo terminó de pronunciar con lágrimas en los ojos. El viejo ministro de Agricultura, quien se encontraba casualmente a su lado, le acababa de propinar un feroz pellizco en el antebrazo.

Truman lo miró sorprendido. “Depende de los ojos”- se limitó a decir. Sin duda estaba contrariado. Los demás ministros lo sabían. Aquella bondadosa sonrisa que parecía iluminar su rostro había precedido a muchas destituciones y asesinatos políticos.

Fernández, sin embargo, tuvo suerte. Su cartera, Women Affaires, se había creado hacía poco. Truman nunca estuvo convencido de la necesidad de aquel ministerio, pero tuvo que ceder ante las enormes presiones de todos los sectores. Finalmente, había aceptado con la única condición de que el gabinete estuviera en manos de un hombre. “Nunca he entendido a las mujeres” argumentó. "Si he de tener un ministerio para ellas, es absolutamente necesario que el ministro, sea un hombre, de locontrario, no me imagino cómo diablos vamos a solucionar algo". Su lógica resultó aplastante. Las propias mujeres se mostraron ampliamente de acuerdo y sugirieron, tras breve deliberación, el nombre de Fernández; un hombre considerablemente atractivo, quien jamás usaba corbata por considerar mucho más elegante el vello de su pecho, asomado a sus siempre entreabiertas camisas de seda.

Y he aquí que su primera intervención lo había hundido de inmediato.

Truman pareció reflexionar un momento: “¿Usted cree realmente en lo que dice?”. Fernández se apresuró a contestar que sí, que por supuesto creía. Entonces Truman ordenó que le trajesen un plumero, un cubo, un trapeador y un uniforme nuevo color caca. Lo obligó a vestir aquella prenda y comenzar a limpiar el polvo y a fregar de inmediato el salón de reuniones.

Fernández se mostró de buen humor y aceptó lo que en un principio creyó era una broma. Truman se dirigió a los demás diciendo: “debemos recordar que el señor Fernández es esencialmente un ministro”.

Sólo entonces, Fernández comprendió la magnitud de su torpeza y, vagamente, la enorme derrota política a que había conducido a las mujeres.

Truman lo observó con cierta inquietud durante unos momentos, luego volvió la cabeza hacia los demás ministros y sonrío.

“Todas mis amantes se parecen extraordinariamente a la señora Truman de joven”. Reflexionó y tras un suspiro: “supongo que lo habréis notado”. La verdad es que nadie había conocido a la señora Truman de joven, pero al recordar a las queridas del señor presidente, pudieron formarse una imagen bastante fiel de la rara belleza que habría ostentado aquella dama en sus veintes.

“Yo diría que esencialmente le he sido fiel” concluyó, y al decir esto, miraba el culo de Fernández que fregaba rabiosamente una de las baldosas del salón.

Truman rió estrepitosamente y con él todos sus ministros.

Cuando Truman celebraba, todos celebraban. Aquella era una orden fácil de cumplir.



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20 febrero 2008

De la crítica como una de las bellas artes

Mi primer impulso siempre fue escribir en contra de B. No lo niego. Aque­llo, sin embargo, hubiera significado sucumbir ante una pasión innoble. Después pensé que acaso lo correcto fuera ignorarlo. Esta era una solución fá­cil y se­ductora y, de no haber comprendido, en última instancia, que tal ig­norancia era imposible y hasta antiética, determiné que lo acertado sería es­cribir a su favor. Esta solución, a pesar de su monstruosidad, permitía satis­facer todos los frentes y cubrir todas las necesidades. La perspectiva de con­tribuir al gran malentendido que era el éxito de B. era también una de las formas me­nos comunes de ataque mortal. Ensalzar una obra que íntima­mente despre­ciaba, desplegando una agudeza y una habilidad literaria que superaría enor­memente a la obra estudiada, sería una forma devastadora de aniquilación. La desproporción entre la magnificencia de la crítica y la indi­gencia de su ob­jeto resultaría, fatalmente, una de las formas más virulentas de ataque ja­más empleadas.
El hecho, de todas maneras insignificante, de que yo fuera un escritor prácti­camente desconocido y B. gozara, en ese entonces, de una pequeña, pero bien asentada reputación, no me desanimó. No solamente tenía la certeza de que sería leído, sino que además el público apreciaría de inmediato mi enorme superioridad literaria. La posibilidad, cierta, de que mis escritos so­bre B. fueran tomados en serio, no representaba un problema puesto que quienes tal hicieran no serían más que aquellos críticos mediocres, incapaces de una ver­dadero juicio intelectual. Los espíritus independientes y, en general, la gente dotada de un talento real, no tardarían en advertir la verdad.
¿Quién habría imaginado que aquella sería precisamente la debilidad de todo esto?
Y es que nunca hubo una verdad. O, mejor dicho, la verdad podía y pudo, tomar las apariencias más increíbles.
Escribí a favor de B. confiando en la verdad sin saber que la verdad no era más que aquello que yo mismo contribuí a forjar.
A estas alturas, de nada serviría alegar que B. es grande a causa de un ma­lentendido cuya fuerza arrolladora se terminó imponiendo sobre los simples hechos que ya nadie fue capaz de ver.
Pero lo más horrendo es lo sucedido en los casos de S. y M. quienes perca­tándose del error se han apresurado a escribir sendos libros, no para denun­ciarlo, sino, increíblemente, para acrecentarlo y terminar consolidándolo como la única y exclusiva verdad. Porque la verdad –como me lo confió más tarde el propio M. – es sólo lo posible y lo posible es sólo aquello que se conso­lida históricamente.
-yo podría darme el lujo de escribir sobre la obra de P. que es en realidad muy interesante, pero he preferido escribir un libro sobre B. porque tal libro será leído- continuó M.
- Y sabes por qué será leído?-
-...-
- porque en él me atrevo a refutar una de tus tesis más brillantes, aquella donde estableces que la imaginación de B. es igual a la masa versicular al cuadrado dividida por el tiempo de lectura.
Llegados a este punto, era muy difícil saber si S. hablaba en serio o en broma. Por la propia naturaleza del asunto era, en principio, muy difícil saber cuando y dónde se cruzaba la frontera entre una y otra.
-estoy en principio de acuerdo – continuó S. – en que el pensamiento poético de B. es igual a la masa versicular al cuadrado… donde difiero de ti es sim­plemente en que hay que dividirlo no por el tiempo de la lectura, sino por el tiempo poético interno del poema. De hecho, no puedo entender cómo es que no te diste cuenta de algo tan simple.
- Por supuesto que me di cuenta de ello- respondí- aquello era simplemente una clave para que hombres inteligentes como tú se dieran cuenta de que toda aquella teoría lo que hacía era reírse de la obra de B. Comprendo perfectamente que el tiempo de lectura es un elemento extradiegético y no puede ser una variable textual.
- Pues yo no lo entendí así. –me aseguró S.- Yo creí que tú deliberadamente planteabas una variable externa que era en definitiva el tiempo de la lectura crítica. Con lo cual estabas planteando la relatividad absoluta del valor estético de la obra de B. Si tal cosa fuese así, B., o la fama de B., podría deberse a factores históricos, a variables externas.
- ¿Y qué adelantamos con el hecho de corregirlo?
- No puedo creer que no te des cuenta, amigo mío – S. sonrió malignamente- ¿acaso has olvidado el efecto que la crítica produce en los autores? De todos los lectores de textos críticos, los autores son lectores privilegiados. Sólo ellos pueden comprender ciertas cosas. Y me temo que pronto tendremos noticias al respecto.
S. no se equivocaba. Meses más tarde, en uno de los últimos recitales de B. se dice que éste se presentó en el proscenio con una actitud nunca antes vista en él. Temblaba y parecía haber envejecido súbitamente. La gente pensó que lo aquejaba una enfermedad grave. Pidió que le trajesen un gran brasero de bronce. Fue complacido porque la gente pensó que se trataba de una vuelta simbólica a sus humildes orígenes gauchescos. Lo que sucedió allí, sin embargo, dejó consternado a todos. B. comenzó a quemar uno a uno sus libros y terminó su recital afirmando que toda su obra carecía de valor y que lo mejor que podían hacer era olvidarlo para siempre. La gente lo ovacionó porque entendió que el gran poeta realizaba un gesto poético aun más radical que toda su obra. B. lloraba y se dice que sólo atinaba a repetir: “hijos de puta, no entienden un carajo”. Días después lo hallaron muerto en un cuarto de un hotelucho de la Avenida Francia. Se cuentan muchas mentiras sobre este momento final. Se dice por ejemplo, que lo encontraron perfectamente vestido sobre su cama. Lucía su mejor traje y en la mano izquierda habría sostenido un libro con las páginas en blanco. Otros, sin embargo, refutan la versión anterior y dicen que el poeta fue hallado completamente desnudo mientras en su mano derecha sostenía una hoja en que había escrito –algunos dicen que con su propia sangre- “Lady D. I love u”.
Mucho tiempo después, la casualidad quiso que una noche, mientras me encontraba en un bar, trabara conversación con un individuo que resultó ser uno de los policías que hallaron al desafortunado B. Este me contó que en realidad el finado se encontraba vestido con una camiseta de Los Ángeles Lakers y unos Levis negros y que lo único que tenía en una de sus manos era un lápiz scripto verde y que en una de las paredes había escrito una formula: i=mv2/tt que nadie sabía que carajos significaba. “la doble t significa tiempo textual”-le dije- pero el policía sólo movió la cabeza.
Ambos estábamos completamente borrachos.

22 enero 2008

El último café

Camila llegó pasadas las siete.
Luego de rechazar mi intento de saludarla con un beso, se quitó el abrigo y se sentó sin di­rigir sus ojos hacia mí ni un solo instante.
El mozo, que me había ignorado durante los veinte minutos que llevaba sentado allí, se apresuró a hacerle un gesto asegurándole que la atendería enseguida.
Camila es bella. No solamente por su ondeada cabellera rubia, lo que en una ciudad que ca­rece dramáticamente de este bien, ya es sobrado motivo para pertenecer a la categoría de beldad, sino porque sus rostro es sencillamente angelical. Y su cuerpo… Oh, su cuerpo… su cuerpo irradia una sensualidad y un erotismo que funde el cerebro en cosa de segundos. Como si al contemplar sus maravillosas rodillas o el turgente nacimiento de sus senos uno fuese objeto de una magia irresistible que lo arrastrase sin remedio al fondo de un abismo.
Abismo donde ahora me parecía estar, debatiéndome miserablemente.
No sabía qué decirle. Estaba nervioso, mirándola con una mezcla de curiosidad y angustia crecientes, mientras ella aparentaba observar algo que parecía desarrollarse a mis espaldas, más allá de las vidrieras, al fondo de la plaza, donde quizás un inmenso rebaño gozara del delicado sol de marzo.
En el teléfono su voz había sonado imperiosa y fría. Su exigencia de una cita en un lugar público antes que en nuestro departamento no podía presagiar nada bueno.
Luego que el mozo se marchara con nuestras respectivas ordenes, me atreví a romper el hielo.
- Y bien, ¿por qué estamos aquí?...
Por primera vez fijó su mirada en mí y, luego de observarme unos instantes con lo que me pareció alternativamente un sentimiento de odio, de resentimiento, o hasta de desprecio, tomó su pequeña cartera y abriéndola extrajo un sobre que puso en medio de la mesa.
Al principio no lo reconocí. La verdad es que no tenía cómo hacerlo. Contemplé aquel pa­pel cuyas desvaídas rosas impresas en una esquina no pude recordar. Lo tomé y extraje el tembloroso papel con la extraña sensación de que se trataba de una carta procedente de otro mundo.
No había data ni lugar del remitente. Sólo comenzaba diciendo:
“Amado Escuti, …”
Levanté los ojos y pregunté con sincero asombro:
- Pero, ¿qué es esto?... ¿de dónde la sacaste?
- No seas cínico, Misael. No lo niegues.
Su voz sonó hueca e inexpresiva. Su mirada, ahora clavada en mí, sólo expresaba rencor. No podría decir si lo que ella experimentaba fueran celos, despecho o algún otro confuso sentimiento que la hacía recogerse como un caracol herido por las primeras gotas de lluvia ácida.
Volví mis ojos hacia aquella carta dirigida evidentemente a mí. La caligrafía era laboriosa, quizás la tercera o cuarta copia de un original plagado de tachaduras, enmiendas y borro­nes. Lo cual, sin embargo, no había impedido la abundancia de errores ortográficos y gra­maticales. Mientras leía, trataba de recordar o más bien adivinar quién podría ser la remi­tente. El solitario nombre de Maribel que hacía de firma al dorso del pliego no me decía nada y hasta podía ser un nombre falso.
Entre tanto el mozo atendía y cortejaba a Camila.
Hasta cierto punto aquella carta me hacía comprender su decepción y su enfado. Aquella mujer se dirigía a mí como a un amante, sin escatimar adjetivos amorosos y hasta obscenidades que me hacían enrojecer mientras leía.
Pero yo no tenía una amante.
¿Cómo tener una amante después de conocer a Camila?
Aquello era ridículo.
-Mi amor… - le dije. ¿De dónde has sacado esto?
- No me llames “mi amor”, cínico-
El mozo quien por fin se había dignado traer mi café, me sonreía burlón, escu­chando impertinentemente mientras ella me aclaraba que yo sabía perfectamente que la había “ocultado” entre las páginas del monumental The Mammoth Book of Pulp Fiction con la tonta esperanza de que ella, quien aborrecía de aquel género, nunca habría de en­contrarla.
-Perdón, ¿usted no tiene nada más importante que hacer?... El mozo enrojeció al darse cuenta de que lo interpelaba enrostrándole directamente su impertinencia. Evidente­mente no esperaba ser aludido de una forma tan abiertamente hostil, así que, haciendo una ligera venia, se esfumó.
-pero si yo jamás he abierto ese libro en mi vida –protesté.
Pero aquello no era cierto. Tiempo atrás, no recordaba exactamente cuándo, había comenzado su lectura. De hecho, recordaba bastante bien un par de aquellas historias, Fo­rever After de Jim Thompson y So Dark For April de Howard Browne. Acaso la concien­cia de estar mintiendo me forzara a concentrarme en aquel volumen de casi seiscientas pá­ginas, tratando de recordar lo que Camila mencionaba. Estaba seguro, sin embargo, de que al menos cuando yo lo había estado leyendo, aquel sobre no se encontraba entre sus pági­nas. Era, en verdad, algo muy extraño, sin mencionar, claro, el pequeño detalle, que aquel sobre contenía una carta dirigida a mí, de una amante a quien no conocía o, al menos, no recordaba.
-Entonces …¿vas a negarlo todo?-
-Es que no puedo aceptar algo que no entiendo. Todo esto es muy raro.
-¿Raro?, ¿qué tiene de raro?, el noventa por ciento de los hombres son infieles a sus parejas. Algún día tenía que ocurrir.
-No, esto es un terrible malentendido. Yo no te he engañado, te lo aseguro.
-Dios sabe que me gustaría creerte, Misael, pero es imposible.
- ¿Por qué imposible? –protesté sintiendo una especie de vacío en el estómago por­que tal vez comprendía que la situación se me escapaba de las manos- Evidentemente al­guien puso esa carta en aquel lugar…
- Es que no se trata sólo de la carta…
Entonces me di cuenta de golpe que los hermosos ojos de Camila, no expresaban ya despecho ni tristeza, sino una suerte de velado temor. Me pareció incluso que sus pupilas se dilataban y enturbiaban.
-¿aún hay más?
-Ella me llamó.
-…
Mira, es inútil que lo niegues, ella sí te conoce, y muy bien. Me dio detalles… ¿sa­bes?...
-¡Detalles! ¿qué detalles?...
-Detalles íntimos-
Probablemente pensé que aquello no podía estar pasando, era demasiado increíble. Es decir, era creíble para cualquiera, excepto para mí. A menos que me estuviera volviendo loco, yo estaba seguro de no haber mantenido una affaire en los últimos diez años y menos aún con una mujer analfabeta.

- Camila, por favor, probablemente se trata de alguna mujer que conocí hace mu­chos años…
- Ella me dijo dónde guardabas sus cartas…
- ¡¿sus cartas?!...
Entonces Camila abrió nuevamente su cartera y como si se tratara de la chistera de un mago fue extrayendo diversas cartas que depositaba sobre el verde mantel de lino al tiempo que decía…

-ésta estaba bajo el reloj de bronce de la sala… ésta otra, escondida en la vieja radio de tubos que tienes en tu estudio… y ésta… en el bolsillo interior de una campera que no usas desde hace un par de años…
Sentí que me mareaba. Tomé un sorbo de agua y traté de controlar mi respiración. De pronto una idea horrible cruzó por mi cabeza. Y puesto que era una idea tan horrible y dolorosa, supe de inmediato que era la verdad. Camila mentía.
No era pues, el miedo el que dilataba sus pupilas; ni era rencor, ni los celos lo que reflejaban sus bellos ojos, era pura y genuina maldad.
Entonces recordé por qué me resultó familiar aquel sobre con sus desvaídas rosas en el ángulo superior derecho; había visto un atado de ellos en una de las gave­tas de su pequeño escritorio.
Tomé aquella primera carta y volví a leerla. No había consistencia en los errores como suele ocurrir con un verdadero iletrado. Estos más bien parecían deliberada­mente puestos aquí y allá. La laboriosidad de su escritura, bien podía deberse a la necesidad de perfeccionar una escritura que disimulara el propio trazo. Acerqué por último el papel a mis narices; un leve pero diáfano aroma subió hasta mi cere­bro. Pude distinguir las notas principales de melón, mandarinas y lilas, así como los acentos secundarios de lirios del valle y lavanda y, por supuesto, las marcadas notas bases de madera de sándalo, vainilla y musgo. ¿No era éste pues el 360° de Perry Ellis, el aroma favorito de Camila?
-¿y bien?- inquirió ella.
Guardé silencio. Necesita al menos unos segundos para procesar todo aquello.
-No tengo defensa- dije finalmente– acepto mi error.
-supongo que entiendes que para mí esto es el final- Su voz sonaba melodramática. Había lágrimas en sus ojos y su nariz había enrojecido. Buscaba pañuelos desecha­bles en su cartera. Le ofrecí mi propio pañuelo que declinó con un gesto impa­ciente. Finalmente sonó su hermosa nariz y luego enjugó sus ojos cuidando de no arruinar demasiado el maquillaje. Tenía un aspecto de adorable constricción, como si de pronto hubiese enviudado y el dolor la traspasase, doblegando su delicado ser.
- Quisiera pedirte que no vuelvas al departamento- dijo. Puedes ir por tus cosas el próximo fin de semana. Yo no estaré allí.
- ¿Me vas a pedir el divorcio, entonces? –pregunté.
- Dejémosle eso a los abogados- dijo y se levantó. El mozo surgió de entre la pe­numbra y procedió a ayudarla con el abrigo, obsecuente y servil.
-Adiós- dijo- mirándome todavía unos segundos, luego se marchó.
Permanecí allí, respirando aquel aire rancio y sobrecargado del aroma del café. Su silla vacía parecía ahora el símbolo de su abandono. ¿Por qué no decirme simple­mente que ya no me amaba? ¿Para qué inventar aquella farsa de la amante?
Antes de levantarse había guardado todas aquellas cartas apócrifas en su reluciente cartera para enseñarlas, eventualmente, como pruebas de mi infidelidad. ¿A quién? al juez, claro está, en el caso de que yo opusiera resistencia. ¿Y si yo opusiera re­sistencia? ¿Allegaría todas sus pruebas? ¿Comparecería entonces aquella Maribel en el estrado?
Ojalá se tratara de una mujer hermosa, me dije.
Pagué la cuenta y salí a la calle. Todavía quedaba luz natural. Era una noche agra­dable e inconscientemente dirigí mis pasos hacia la gran plaza para integrarme a aquel gran rebaño que gozaba de los últimos rayos del sol.
¿Qué más podía hacer?

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04 diciembre 2007

Marx & Engels revisitados


Cómo no te vas a acordar de César Díaz. El flaco ese que estudió arquitec­tura con nosotros en la Chile y que después de fue a Estados Unidos y al fi­nal estuvo como diez años en Finlandia. Viste cómo te acuerdas. No, no, si ahora volvió a Santiago. Vive aquí en pleno Centro, en un departa­mento chiquitito frente al Santa Lucía. Sí ahí mismo, ja, ja, ja. De hecho, sale del metro y se mete a su departamento. Está al lado. No, pues, si este cabro se separó hace tiempo. La ex creo que vive en Ecuador o en Jamaica, no me acuerdo. ¡Chucha, y cómo quieres que sepa esas huevadas! Ni idea, viejo, ni idea. Lo qué sí sé es que este flaco no ha cambiado nada. Sí, sigue igual de bueno pal hueveo. Sí, claro, deberías saludarlo. Su teléfono, a ver, esperame un cachito… ya, aquí lo tengo, anota… 26666528. Sí, son cuatro séis. No, pero, yo te llamaba pa contarte otra cosa. No claro, mejor llá­malo tarde, sí, por supuesto. Bueno, si no está con alguna minita capaz que te conteste. Claro, no, sí pues. No, lo que te iba a decir, es que este flaco me contó que el otro día pasó la tarde con la Malú en la píscina de Endesa. ¡Chucha, tampoco te acuerdas de la Malú! Te está llegando el Alzheimer y todavía no cumples los cincuenta, huevón. La Malú Sierra, la chica, pues. Claro, la que fue polola del Felipe Pozo. No me vas a salir ahora con que no te acuerdas del Felipe Pozo. Ah, ya, menos mal. Sí pues, no, me contó que ella lo había ido a buscar en auto. De hecho, me dijo que siempre lo pasa a buscar. Sí, me dijo que habían pasado la tarde en la piscina. Claro, pero hay varias cosas raras. Mira, primero, me dijo que habían estado solos en la piscina. ¿Solos en esa piscina? ¿No te parece raro? Claro, y además con el calor que ha estado haciendo, ¿cómo no iba a haber más gente? Sí, pues si es una piscina para los funcionarios de la empresa. Lo segundo, y esta huevada sí que es rara, es que me contó que de repente mientras estaban tendidos al sol, la Malú saco de entre las tetas un libro que según ella nunca había leído. ¡Puta madre, el libro era El Manifiesto Comunista! No, si no te cagues de la risa, eso fue lo que me contó. No le estoy poniendo nada, te lo prometo. ¿cómo es posible que la Malú nunca haya leído ese libro?... Comunacha, pues huevón. Si ella y el Felipe eran dirigentes estudiantiles del pe ese. Y ella era todavía más jevi que el Felipe. Me acuerdo que estaba en la brigada "Salvador Allende". Sí, pues. De hecho, le pregunté si me estaba engrupiendo. Des­pués pensé que quizás me estaba contando un sueño, pero no. La cosa es que ella le leía párrafos del manifiesto en voz alta y lo comentaban, cachái… No, como que lo encontraban profético, me decía. La crítica que hace del capitalismo y, sobre todo, de la evolución del capitalismo. Claro, y eso era lo que más los asombraba. El hecho, según me decía César, de que Marx & Engels hayan logrado predecir con tanta claridad el futuro de Chile. Bueno, claro, y también del mundo, se entiende. No, si en ese momento yo lo inte­rrumpí y lo agarré pal hueveo, ¿cachai? No sé, creo que le pregunté si la chica todavía estaba buena. Él se defendió. Me dijo que la consideraba sólo una amiga y que él con las amigas no se metía, ¿cachai?... Así que la historia hasta aquí estaba bien rara, pero lo que pasó después sí que es brígido. De hecho, no habían transcurrido ni cinco minutos desde que colgamos, cuando justo me llama la Katia Manns. No, tú no la conoces. Sí, una amiga del sur. Claro, la Katia y la Malú fueron amigas. No pues, espera… Estabamos en amena charla con la Katia cuando se me ocurre contarle mi conversación con César. ¡Puta madre, no me vas a creer, huevón! La Katia de repente me empezó a agarrar a chuchada limpia… Yo al principio no entendía nada. Así que le pedí que se calmara y que por favor me explicara qué mierda le pasaba. Entonces me lo dijo, ¿cachái?... Yo igual no tenía idea, si hace tan poco que volví también. ¿Cómo iba yo a saber que la Malú lleva muerta más de ocho años?...
Llámalo, llámalo...

22 noviembre 2007

La Prince

A veces recuerdo su piel. Tersa, firmemente adherida a sus músculos y a sus hue­sos. Sabia en dolores, experta en placeres; exigente y ansiosa; pródiga y urgente. Su piel mestiza, exhalando un aroma a aceites de espino, a musgo, a omo, a su sexo. Veo –a tra­vés de la incierta memoria- sus principales cicatrices y algún tatuaje íntimo y obsceno.
¿Estuve enamorado de ella?
Desde luego que sí.
Pero siendo yo un pelusa, ignorante y casi analfabeto, mi idea del amor puede resultar discutible y hasta chocante para las refinadas narices de mis lectores. Habrá quienes la llamen simplemente calentura. En efecto, ¿qué es esto de empezar des­cribiendo la piel de una mujer como si se tratara de un objeto?
De cualquier manera ello importa muy poco porque esta no es una historia de amor. No podría serlo tampoco, puesto que sus protagonistas, salvajes y marginales, nunca cono­cimos sino el lado oscuro de las cosas.
Después de tantos años de laboriosa re­construcción de mi persona, me cuesta aceptar lo que fui y preferiría que los misterios de mi pasado se olvida­ran. Aunque bien sé que ello no es posible. No obstante, se diría que experimento una morbosa ne­cesidad de destruir todas mis máscaras como si algo en mí luchara por recuperar mi antigua identidad.
En el barrio, en la ciudad, en el país donde nací ha imperado siempre la ley del más fuerte. La violencia, en todas sus formas, ha sido parte de nuestra vida cotidiana moldeando nuestro carácter y no es raro que llevemos su impronta en nuestro propio pe­llejo. Siendo apenas un muchachito ya había tenido la necesidad de pelear para mantener el simple status de ser vivo. Y se peleaba casi siempre a muerte por­que se instuía que la vida, en su estado actual o futuro, carecía de toda importancia.
En mi barrio abundaban los monstruos y yo, probablemente, era uno de ellos. Si no el peor, uno bastante feo.
Mirando hacia aquel pasado, no logro recordar a ninguna persona buena que no haya terminado más temprano que tarde en el patio de los callados. Envejecer era difícil en aquel medio. La miseria y la violencia no admitían a los mansos. Y la bondad, huelga decirlo, era un pésimo ejemplo.
Pero, ella rara vez peleaba. En cambio, mandaba a sus hombres, a quienes sub­yugaba con su poderosa inteligencia, con su sangre fría y su refinada maldad.
Los tipos que aquella noche me golpearon y a quienes golpeé, obedecían sus ór­denes. Así lo decían mientras me atizaban sus calculados upercuts en la zona baja. Evi­tando rajarme la cara o patearme los cojones como lo hice yo con más de alguno de ellos. Sin embargo, fue imposible resistirlos, eran demasiados.
Mientras me llevaban amordazado y maniatado en aquella destartalada citroneta que conducían como unos monos, me insultaban y se reían, haciéndome sentir lo afortu­nado que era al estar bajo la protección de su jefa.
Ella era uno de los tantos mitos urbanos. Nadie la conocía, nadie sabía quien era, nadie pronunciaba su nombre. Sin embargo, era temida. Y con razón.
Aquella noche la conocí.
En aquel sótano que más parecía una cueva que una habitación, el suelo de ma­dera recién aserrada estaba húmedo y olía a pino. Una sucia lamparita colgaba del cielo invisible esparciendo una mezquina luz que que no alcanzaba a definir los objetos más lejanos.
Hacia el fondo de aquella catacumba ascendían los peldaños por los cuales me habían arrojado momentos antes.
Por allí descendió ella.
Alta y delgada. El cabello corto cubierto con una suerte de boina vasca. Blusa os­cura y corta que dejaba ver parte de su vientre. Jeans ajustados sujetos por un gran cintu­rón de cuero. La hebilla relumbraba en aquella penumbra mientras se acercaba.
Cuando finalmente estuvo frente a mí, sus ojos buscaron los míos. Permaneció mirándome fijo, hasta que bajé los párpados. Tal vez como un vano gesto de protesta, tal vez para negar el miedo que brotaba de mis pupilas. Cuando los abrí, su mano derecha empuñaba una daga cuya hoja pequeña y brillante me hizo temblar.
Cortó la mordaza y las ataduras de pies y manos, guardando luego el arma y alar­gando su mano hasta tocarme la cara.
-¿Te dieron mucho?- su voz era entre burlona y compasiva.
Me mantuve en silencio.
-¿estás enojado? –sus ojos claros me intimidaban. Y probablemente eso la irri­taba.
-yo te mandé a traer- siguió- si estás enojado es por mi culpa...
-¡vamos, pégame!-
-…-
-se te va a pasar la rabia si me pegas…¡vamos!
-no puedo pegarle a una mujer- le respondí e inmediatamente me di cuenta de la estupidez que acababa de decir.
-ya, macho- se río.
Y antes de que me pudiera dar cuenta me dio una bofetada tan fuerte que me tiró contra el muro. Sentí la sangre en la boca y traté de recuperarme. Avancé un paso y le tiré una mano. Ella quitó la cara velozmente y agarrándome el brazo me puso una llave al tiempo que me enviaba un formidable puntapié en el culo.
Sabía pelear mejor que cualquier hombre.
-eres pa’ la risa- dijo
-ya sé que te saco la chucha así que mejor no sigamos. No quiero hacerte daño.
Tomó una silla y afirmando sus brazos en el respaldo la cabalgó.
¿para qué me trajiste? –dije por fin.
-se me antojó-
-y ya que me viste… ¿me puedo ir?
-te aconsejo que te quedes. Irte ahora puede ser peligroso-
-más peligroso puede ser quedarme por aquí por lo que acabo de comprobar- y al decir esto comencé a caminar hacia los escalones.
Cuando iba a comenzar a subir ella me detuvo.
- Pensé que quizás te interesaría quedarte conmigo-
-¿Es una declaración de amor?-
-sí, es una declaración de amor.
-¿y si digo que no?
-no podría resistirlo- su voz sonó lúgubre- si te vas, me encargaré de que te vayas bien lejos.
Había comenzado a subir pero me detuve. Conocía muy bien aquel sonido metá­lico y pude sentir la bala ingresando a la recámara de percusión. Un escalofrío me sacu­dió desde la nuca hasta el culo.
Me volví. El orificio negro de una beretta me miraba a punto de escupir sus dos onzas de plomo.
-¿te vas?- Sus ojos claros estaban inundados por las lágrimas.
-me quedo- le dije.
Y así comenzó nuestra feliz unión.

06 mayo 2007

Michelle, ma belle

Michelle piensa que estoy de su lado.
¿Yo de su lado?… Ni cagando, ¿sabes? Antes quizás pude estar de su lado, pero antes Michelle no era ni parecida a la (corrijo: “a lo”) que es ahora. Porque Michele es del tipo de chicas que suelen sufrir esos procesos de trasformación acelerados que dan vértigo. O sea, del tipo de chica que conoces un verano queriendo tirar en cualquier parte; en la playa, en el auto, en la cocina, en el jardín, en el balcón, en el ropero… y que aparece al verano siguiente vestida de traje, con el pelo recogido en un tomate, no queriendo ni oír hablar del falo. O sea, ¿quien entiende nada? Metamorfosis, mutación, transmutación, regeneramiento, conversión… Tú ponle nombre. O, el caso inverso, la niña de papá que al comienzo del otoño caminaba todavía sobre nubes de rosado algodón y que de repente te la encuentras en una fiesta de fin de año mordiéndote una oreja y agarrándote la pija como si siempre hubiera sido una puta.
Para mí es un misterio. Aunque, a decir verdad, uno de aquellos misterios que te importan un comino.
Esos golpes de timón, esos cambios de piel, esas re-invenciones de sí mismas a los que algunas mujeres son adictas, y que comienzan siendo un patético truco para auto-engañarse, terminan por impornérsenos a todos. Cómo si fuera natural que con un nuevo peinado, un nuevo estilo y un nuevo ropero se produzca el milagro de una nueva persona. Sólo algunos mortales que las rodean parecen sorprenderse, la mayoría termina por resignarse ante lo absurdo.
Porque lo absurdo es la sustancia del mundo.
Ya lo decía mi venerable abuelo Sa'id Al Mirayah a quien Alá El Magnífico bendiga entre los suyos.
Michelle piensa que estoy de su lado. Pero no. No podría.
Esta Michelle que hoy ha venido a interpelarme ha sufrido severas transformaciones. Mutaciones de piel y de cerebro. Ha atravesado procesos cuya espantosa complejidad han borrado todo vestigio de lo amado. Su sonrisa pop, sus lentes rosados, su cabellera rubia hasta la cintura, la letra de Misery que no pudo recordar.
Pero, visto de otro modo, soy yo el que no madura. Soy yo el que espera que el tiempo no sea lo que es y que no se haya llevado, junto con los cabellos de Michelle, aquello que creí, que creo todavía, era incorruptible y eterno.
Michelle piensa que estoy de su lado. Pero Michelle ya no es Michelle.
Y yo todavía soy el mismo.
Es horrible.

22 abril 2007

Una pelota azul con estrellitas

Tal vez había reñido con mi abuela o estaba aburrido o deprimido, no sé. Lo cierto es que bajé el empinado camino de grava hasta la playa e ingresé al gran cobertizo donde mi abuelo construía un bote velero.
Me gustaba estar allí. El olor a madera cepillada, a brea y a pintura fresca me hacían imaginar aventuras en islas distantes y desconocidas. Además, el sólo ver como construían aquel gran bote, era ya, de por sí, algo fantástico. No era la primera vez que estaba allí, por cierto, pero siendo un escolar y teniendo que ayudar a mi abuela en casa, no se me permitía ir con mucha frecuencia.
Había, además, otra razón. A mi abuela no le gustaba que aprendiera malas palabras en compañía de los pescadores. Esta era, desde luego, un prevención irrisoria porque el lugar donde uno aprendía las palabras más soeces y los peores insultos no era áquel, sino precisamente la escuela. Y a esas alturas, -el quinto año de primaria- dudo de que ya no los supiera todos.
Aquella tarde, sin embargo, mi abuelo se encontraba solo. El bote estaba casi terminado y había que esperar a que se secara la primera mano de pintura.
El viejo liaba meticulosamente un cigarro. Sus manos grandes y callosas, manchadas de pintura y barniz, poseían una delicadeza impensada. Finalmente terminó pasándole el ápice de la lengua para pegar el fino papel de su “pucho”. Cerró sin prisa la bolsa de tabaco de cuero y guardó el pequeño librillo “Payá & Miralles” que ostentaba la figura de un gallo.
Todos los objetos de mi abuelo ejercían en mí un embrujo extraordinario, del mismo modo que los objetos domésticos o las chucherías de mi abuela me producían la más grande indiferencia.

-Acompáñame, hijo - me invitó mientras encendía su cigarrillo.
Salimos al pequeño muelle adosado al cobertizo y nos sentamos en los escalones, casi al borde de las aguas.

- ¿Te retó la abuela? – La pregunta llegó después de una larga pausa, - ....-
- No le hagas caso- me dijo, conciliador.
- ¿Por qué? –
- Pues, porque ella te quiere muchísimo y tú también a ella.

Creo que fue entonces cuando le pregunté cuánto tiempo la conocía.

- Toda la vida – respondió mientras ponía su mano grande y pasada sobre mi hombro.
- Ya van a hacer casi cuarenta y seis años- precisó.
-Eras muy joven en aquel tiempo, entonces- le dije.
- No tanto, en aquel tiempo ya tenía 24 años y me iba a casar. Me acuerdo que aquel verano, cuando la conocí, salíamos todos los días muy temprano a pescar y en las tardes vagabundeaba por la playa hasta la noche cuando me encontraba con mi novia.
El abuelo sabía cómo despertar mi curiosidad. Y lo hacía con una sutileza encantadora, como si en realidad no quisiera distraerme con sus historias y, a veces, cuando notaba que mi interés había llegado al máximo, comenzaba a intercalar detalles absurdos, lesionando grosera y deliberadamente la verosimilitud de su relato. Hasta que yo le reclamaba. Entonces se reía y me decía con sus ojos oscuros, cargados de malicia:
¡Caramba, qué no lo dejen mentir tranquilo a uno!
Lo hacía tal vez para prevenirme de mi excesiva inocencia. Y aquello me irritaba, claro. Porque yo, a esa edad, era demasiado serio para entrar en semejantes juegos. Como la mayoría de los jóvenes, todavía no había desarrollado el sentido del humor, el cual, como se sabe, aparece muy tardíamente en la vida.
De todos modos, aprendí a escuchar las historias del abuelo con cierta suspicacia. Atento siempre a que surgieran detalles escandalosamente irreales. Hecho que parecía agradarle porque le proveía un motivo para sorprenderme con sutiles lazos y secretas trampas que yo era incapaz de advertir.
Así fue como aquella tarde continuó fumando apasiblemente y contándome que...

"Un día, mientras me encontraba tendido en la arena leyendo un libro de mecánica que me había prestado mi hermano, me llegó un pelotazo en la cabeza. Bueno, un pelotazo es ponerle mucho, me golpeó la cabeza una pelota de goma. Cuando me paré para buscar al causante del ataque, no vi a nadie. Miré en todas direcciones pero no vi a nadie. Aquello me pareció muy extraño, pero me dije que quien quiera haya sido, tendría que aparecer tarde o temprano a reclamar su pelota.
No fue así, sin embargo. Y me quedé con la pelota. Era una de aquellas de goma azul con estrellitas. La pelota de una chica, de eso no había duda, porque los muchachos usábamos las de cascos, mientras que las muchachas usaban aquellas para jugar a “las naciones” y a otros juegos de mujeres.
Pero, la propietaria sencillamente no apareció, de manera que me llevé la pelota a casa. Me preguntaba por qué la muchacha no se atrevería a ir por ella. Posiblemente porque aquella era una playa muy solitaria y aquella tarde especialmente, no andaba nadie, excepto yo y, naturalmente, ella. Quizás tuvo miedo de mí. O quizás estaba muy avergonzada. No lo sabía.
También era posible que se tratara de un muchacho y que, precisamente por ello, no se animara a reclamar. ¿Qué hacía un chico con una pelota de mujer, eh?
De todas maneras me intrigaba su forma tan rápida de desaparecer. En aquella playa había algunas rocas de regular tamaño y uno o dos árboles no muy grandes. Es posible que se haya ocultado tras ellos.
En cualquier caso, tomé la costumbre de llevar aquel lindo balón todas las tardes que iba para allá. Lo dejaba allí al lado mío, por si la propietaria o el propietario cobraban el valor suficiente para ir a recuperarlo.
Y una de aquellas tardes apareció una chiquilla. Pero no a recuperar el balón, sino que se acercó a pedirme un favor.
- Hola, ¿sabes nadar?...
- Claro que sí – le respondí- ¿tú no?...
- Sí, un poquito. La verdad, no mucho- respondió con timidez.
- ¿pero por qué preguntas?
- Es que mi flotador se fue muy lejos y no me atrevo a ir por él. Entonces pensé que quizás tú podrías ayudarme…
- Claro que sí. No te preocupes. Le dije.
Rescaté su flotador y se lo di. En aquel momento no pensé que ella fuera la propietaria del balón de goma. La invité a sentarse y charlamos.
Era una chica muy linda. Tenía unos ojos verdes luminosos y unas manos largas y finas. Su cabello era oscuro y su piel muy blanca. Y olía muy bien.
-¡Qué rico hueles!- le dije - ¿Qué te echas?...
- Baby Lee - es que es una colonia de bebés, me explicó.
Y al decirlo vi que tenía las mejillas encendidas. Se me ocurrió preguntarle la edad, pero, aparte de que me pareció de mal gusto, estuve seguro de que me mentiría. Me pareció, sin embargo, que no tendría más de 12 años, cuando más 13.
Pasamos aquella tarde bromeando y muy a gusto el uno con el otro. Cuando llegó la hora de retirarnos, le di la mano pero ella se acercó y me dio un beso en la mejilla. Como si se arrepintiera de su audacia se volvió rápidamente y echó a andar. Sin embargo, al cabo de dar algunos pasos se volvió y me dijo:
- me encanta estar contigo -
Luego se echó a correr.
Naturalmente se lo conté a mi novia y ella inmediatamente quiso conocerla. Me di cuenta en ese momento que no sabía el nombre ni ningún otro dato relevante sobre mi pequeña amiga.
El día siguiente fue un día tormentoso y nublado. No por ello dejé de ir a la playa y de llevar conmigo aquella pelota azul.
Cuando llegué, vi que mi nueva amiga caminaba entre el marullo de las olas. El viento soplaba reciamente y desordenaba su pelo. Llevaba su flotador en un brazo y un pequeño bolso en el otro. La saludé desde lejos y ella levantó la mano del bolso. Después corrió hacia mí y me abrazó. Sentí una gran ternura y supe en ese momento que la querría siempre. Aunque pensé tal vez, vagamente, que aquello era un error. Era sólo una chiquilla y quizás se estaba enamorando.
Así que le hablé de Ester. Hablé largamente y con gran entusiasmo de nuestros planes de matrimonio, de cuánto nos queríamos, de cómo estaba ahorrando para nuestra casa, hasta que me di cuenta de que ella no me escuchaba. Miraba a los lejos, hacia las islas al otro lado del río, abstraída y con un ligero aire de impaciencia.
Le pregunté su nombre.
- No me gusta mi nombre- respondió.
- Aún así quiero saberlo- insistí.
- mejor dame un nombre tú-
Comprendí que una de sus cualidades era la determinación. O visto de forma negativa, la terquedad. No quise discutir. Pensé en un bonito nombre, un nombre que le hiciera justicia.
-¿que tal "Mariel"?
- ¿"Mariel"? Sí, me gusta.
-Muy bien, si así lo quieres de ahora en adelante te llamarás Mariel.

En ese momento mi abuelo se detuvo y me miró, preguntándome:

-¿No te estaré aburriendo con mi historia?...
- Para nada - le respondí. ¿pero qué pasó con Mariel? ¿Se enamoró de ti, entonces?
- Se enamoró, sí. ¿oye, por casualidad no te fijaste cómo se llama el bote que estoy terminando?

Me lo quedé mirando con expectación. La verdad es que no había puesto atención en ese detalle. Me levanté y corrí al cobertizo.
Efectivamente, el nuevo bote se llamaba “MARIEL”.

Volví al lado de mi viejo. Estaba sorprendido. Pero él se limitó a sonreír enigmáticamente mientras me guiñaba un ojo.

- ¿Y entonces Ester…?- pregunté tímidamente.
- Vamos por parte. Vamos por parte… musitó él. La vida está llena de cosas raras e inesperadas. Malas y buenas. Ya vas a ver.

Y no supe si aquel “ya vas a ver” me lo dijo por los acontecimientos que se aprestaba a contar o por lo que me pasaría a mí en mi vida futura.

Bueno, pasaron los días y cada vez que iba a la playa, allí estaba Mariel, fielmente esperándome. Conversábamos largas horas y creo que llegamos a conocernos muy bien. Uno de esos días llegó incluso a confesarme su verdadero nombre. Se llamaba Ester, como mi novia. Creí comprender, sin que me lo explicara, el verdadero alcance de su disgusto.
Me contó que por las mañanas iba a la escuela. La llevaba su abuela en un destartalado Ford T y luego regresaba río abajo en la “Duby” a eso de la 1:30. La escuela le resultaba aburrida y me decía que cada vez que el viejo automóvil se negaba a partir, y su abuela tenía que resignarse a que faltase a clases, ella no disimulaba su alegría. No obstante, era una muy buena estudiante.
Vivía al otro lado del río Tornagaleones en una antigua casa construida por su bisabuelo, un tal Hans Bauer de quien se dice que llegó a la zona a fines de siglo XIX y que fue rechazado por la comunidad germana local luego de casarse con una araucana; su bisabuela. Según me dijo, ésta no era en realidad tan araucana, sino apenas una chilena de un vago ascendiente vasco. Pero, en realidad, para los alemanes de la época había muy poca diferencia.
Mariel coleccionaba todo tipo de conchas. Así que se alegraba muchísimo cuando yo le llevaba algún nuevo ejemplar. No era una simple aficionada. Sabía mucho del tema y me maravillaba explicándome detalles asombrosos sobre aquellos moluscos.
No era muy hábil en el agua, pero si una excelente bogadora.
Alguna de aquellas tardes me invitó a subir a su bote de remos y nos alejamos hasta llegar a una zona pantanosa donde crecían algas de agua dulce, nenúfares y cañas. Se sentía allí el chapotear de los coipos, el aleteo de los patos salvajes y el sigiloso desplazamiento de los cisnes de cuello negro. “Este es mi paraíso”. Recuerdo que dijo mientras sus ojos verdes se iluminaban con apasionada intensidad.
Y siempre me pedía que la abrazara. Y siempre quería escuchar latir mi corazón.
Pero a veces, muchas veces, sus ojos se llenaban de lágrimas, sin que yo pudiera entender exactamente qué era lo que la entristecía. Entonces, al notar mi preocupación, sonreía y me decía que estaba feliz; que era feliz.
Hasta que en algún momento, Ester, mi novia, comenzó a acompañarme a la playa. Tal vez habían cambiado el sistema de turnos en su trabajo, no lo recuerdo, lo cierto es que pudo disponer de algunas tardes libres. A ella le encantó desde un primer momento Mariel, sin embargo, no estoy seguro de que el sentimiento haya sido recíproco.
Pero Ester, que ya tenía 25, se reía de los celos de Mariel y la abrazaba y la obligaba a jugar con aquella pelota azul con estrellas.
Pero Mariel, parecía siempre contrariada por su presencia. Y no podía evitar contradecirla y corregirla a menudo. Ester, era una chica trabajadora, sin grandes estudios ni inclinaciones intelectuales, de manera que Mariel, que era muy inclinada a la lectura y poseía una gran inteligencia, podía, si quería, dejarla callada. Pero Ester no le hacía caso y, contrariamente a lo esperado, se admiraba y exclamaba:
¡Pero cuánto sabe esta chica! ¡Vamos a tener que cuidarla para que no se la rapten los rusos! Y se reía con esa hermosa risa que siempre tuvo.
“Está celosa”, me decía luego, “pero ya se le va a quitar”. “A su edad, una es así.”
Y por delicadeza, evitaba besarme frente a ella.
Sin embargo, una tarde nuestra querida Mariel, disgustada por algo que entonces no comprendimos, se adentró en las aguas del río y desapareció de nuestra vista. Corrí en su rescate con el corazón en vilo. Afortunadamente, logré sacarla de las aguas justo a tiempo.
Y en la playa, mientras la reanimábamos, me preguntaba por qué habíamos dejado que las cosas llegaran hasta este punto. Me sentí culpable por haber jugado con ella permitiendo que imaginara cosas imposibles. Pero en ese momento, y cómo suele ocurrir tan a menudo en la vida, no fui capaz de reconocer toda la verdad.
Tras dejarla en su casa y explicar a su abuela que había sufrido un accidente, Ester y yo volvíamos inmersos en un incómodo silencio para al cabo despedirnos sintiendo un extraño peso en el corazón.
Aquella noche me hice el propósito de no volver más a aquel lugar.
No sabía lo que hacía, desde luego. No, hasta que pasaron los días y comencé a extrañarla. Me justificaba ante mi mismo, diciéndome que aquello era una locura. Y tal parece que cuanto más comprobaba que volver a verla implicaba riesgos incalculables, más sufría.
Hacia el final de aquel verano mi voluntad finalmente se quebró y volví. Pero, quien caminaba aquella tarde por la playa era ya alguien diferente. En ese momento quizás no lo haya comprendido, pero al cabo de los años me he dado cuenta de que aquel sentimiento nunca más ha venido a mí y que nunca he amado a alguien con la tanta intensidad.
Sin embargo,cuando la encontré aquella tarde comprendí que algo se había roto para siempre. Ella también había cambiado.
-¡Qué bueno que viniste al fin!- me dijo. Pero no era un reproche.
Sus palabras tenían un extraño acento. Y aunque ignoré el presagio de las nubes que cubrieron súbitamente aquel cielo de febrero no pude evitar nuestro destino. Mariel parecía distinta, como si en aquellos días se hubiera desarrollado y fuera más mujer. Su rostro ya no reflejaba el candor de aquel primer encuentro. Había cierta dureza en sus hermosos ojos y cierta frialdad la envolvía congelando mi corazón.
No me atreví a decirle que la amaba.
-No quería irme sin despedirme de ti- dijo- Y, sobretodo, quería pedirte perdón por todas las molestias que te he dado.
Espero que me recuerdes -agregó.
Y mientras me explicaba que su padre había decidido llevársela con él a Santiago yo quizás sentí que las lágrimas podían traicionarme así que forcé una sonrisa y le deseé suerte; la mejor de las suertes.
¿Puedo darte un beso de despedida? - me preguntó. Entonces la abracé y mientras acariciaba su pelo le dije:
-Es mejor que no, amor. Si me besaras doldría para siempre.
Es probable que no haya entendido lo que quería decir. O tal vez sí.
Antes de irse me pregunto: ¿Todavía tienes esa pelota de goma azul con estrellas?...
¡Guárdala! por tu causa nunca más jugaré con ella.
Y la vi alejarse lentamente como si el viento de aquella tarde quisiera retenerla. Y mientras ella desaparecía de mi vida yo me quedé allí, parado, intentando no pensar, no comprender, no llorar, no ser yo."

Luego mientras subíamos de vuelta la empinada cuesta de grava, iba pensando que algo no encajaba en su historia. Porque era evidente que me había contado la historia de mi abuela y, sin embargo, al final de su relato declaraba que "había desaparecido de su vida". Por eso, antes de entrar a la casa, lo detuve.
"Abuelo, ¿Mariel es mi abuela?"
El viejo sonrío y alzando la viscera de la gorra de capitán se limitó a decir:
"Hay respuestas para las que no alcanza un sí ni un no, hijo"
"Pero, no entiendo, tu dijiste que ella había desaparecido de tu vida"
"Así es pequeño, ¿pero tú sabes cuántas vidas tiene un gato?"
"Siete"
"¿Y un loro?"
"Once"
"¿Y un hombre?"
"..."
Claro, yo entonces no sabía, no podía saber, cuántas vidas tiene un hombre. Y él tampoco podía explicármelo.
Sin embargo, hoy, Lunes 23 de Abril del año 2007, lo sé perfectamente.
Pero tampoco puedo explicarlo.

11 abril 2007

Pájaros en un cielo de Enero

Mi corazón es
una casa solitaria
en un camino derruido
y un rostro en la ventana
mirándome pasar.


Estoy embrujado.
No espero que me crean, por supuesto, pero la verdad es que estoy embrujado.
Embrujado escribo, tal vez para desembrujarme, tal vez para que alguien me ayude.
Sin embargo, no es tarea fácil y tiene, además, un costo muy alto. Es probable que mi liberación cueste el embrujamiento de cientos de inocentes lectores. Y eso no es justo, lo sé. Pero se me ha dicho que una de las pocas maneras de debilitar el ensalmo es que éste pase a algún alma desprevenida, de preferencia a una incrédula. Es más valioso y, por lo tanto, más efectivo.
Comencé a darme cuenta del embrujo hace mucho tiempo. Hará ya sus treinta años.
Fue cuando me di cuenta de que "algo" me impedía abandonar mi barrio. Quiero decir que desde entonces, nunca he sido capaz de ir más allá del perímetro designado en los mapas con el inspirado nombre de "Villa Alessandri". Ya sea que camine o tome el autobús, nunca he podido traspasar sus límites. Límites que se encuentran claramente demarcados por la Avenida General McKenna por el norte, la humilde calle Los Queltehues hacia el poniente, Avenida San Martín hacia el oriente y Donald Canter por el sur y que, antiguamente, era también el límite de la ciudad.
Es curioso constatar que si tomo el autobús hacia el centro, éste nunca llega a salir de General McKenna para tomar Avenida Picarte, que es la arteria principal de la ciudad. A veces el autobús queda en pane, otras se encuentra con una manifestación en contra del General Pinochet bloqueándole el paso, o ocurre que de pronto todos los pasajeros descienden, dejándome solo. En este caso, invariablemente, el chofer comienza a dirigirme miradas hostiles y a hacer tiempo, negándose a poner el vehículo en movimiento, obligándome finalmente a bajar. Lo más raro, sin embargo, ha ocurrido cuando el chofer justo al llegar a la intersección entre McKenna y te, y sin que nadie, excepto yo, parezca notarlo, ha dado una vuelta en "u" y ha emprendido el regreso como si en realidad viniese del centro.
Por otra parte, cuando he emprendido la marcha a pie no he tenido mejor suerte. A veces me encuentro con la calle tomada por alguna organización que hasta ese momento desconocía. A veces, son los bomberos los que han puesto una barrera impidiendo el paso, clavando además, ambiguas señales que desvían el tránsito hacia calles alternativas que se pierden en infinitos meandros y pasajes, los cuales terminan, invariablemente, en escenarios rurales donde pastan caballos y vacas y donde mujeres, altas, demacradas y huesudas cuelgan ropa en cordeles, mientras sostienen plañideros bebés contra sus flacas caderas. Por último, tampoco escasean las veces en que son los propios Carabineros quienes bloquean el acceso a Picarte. Y, ya se sabe, con los Carabineros no se juega.
Aún así, estos obstáculos tienen cierta lógica en un país como el nuestro. Lo peor ocurre cuando dirigiéndome hacia el centro, ya sea en vehículo o caminando, y sin que yo pueda percatarme y evitarlo, me encuentro de improviso desembocando en algún tenebroso callejón que me conduce nuevamente a alguna plaza asaltada por escuálidas palomas y por niños que me miran como si viniera descendiendo de un platillo volador.
En consecuencia, hacen treinta años que no he visitado el centro. Es decir, hace treinta años que no he visto una buena película ya que, lamentablemente, en mi barrio no hay salas de cine. La última película que vi, hace seis años, fue una proyección al aire libre organizada por la Iglesia de Los Santos De Los Últimos Días.
Naturalmente, perdí mi trabajo y también a mi novia quien vive, o vivía, en el Barrio Estación. Alguien me dijo hace tiempo, que ahora este barrio se encuentra lleno de casas de putas. Recuerdo que al cabo de un mes de inasistencia involuntaria a mi trabajo en las oficinas de Ferrocarriles del Estado, recibí una carta notificándome de mi despido. La misma persona que me informó lo de las casas de puta me dijo que ya no corrían trenes y que la hermosa y moderna estación se encontraba totalmente abandonada. Pero yo no sé si creerle.
Recuerdo también que al cabo de dos meses de no poder ver a Olga, mi novia, ésta se apareció por mi casa portando un atado con mis cartas y una caja de zapatos con todos mis regalos y, sin querer escuchar explicaciones puso término definitivo a nuestra relación. ¿Me creerían si les digo que el temor al ridículo me impidió decirle la verdad? ¿Acaso creen que Olga me hubiera creído si le hubiera explicado que una fuerza misteriosa me impedía salir del barrio?
Cuando Olga se marchó aquella lejana tarde, una tormenta se dejó caer sobre nosotros, los humildes habitantes de Villa Alessandri, y un trueno resonó a lo lejos como una monstruosa carcajada del cielo. No recuerdo que haya llorado. Probablemente no. Tal vez nunca estuve muy enamorado de Olga. La verdad es que no lo recuerdo. Sólo me acuerdo de que ella tenía un lunar en la mejilla izquierda (o tal vez fuera en la derecha) del cual hacía ostentación como si aquél fuera la marca indiscutible de su belleza. Pero la verdad es que, ya en aquel lejano entonces, los lunares estaban pasados de moda.
Hace poco la vi. Es cierto que por poco no la reconozco, pero justamente aquel inconfundible lunar me sirvió para comprobar que se trataba de Olga. Y me quedé pensando que tal vez lo único bueno de la maldición que pesa sobre mí, ha sido que impidió aquel matrimonio. Tal era la fealdad que había desarrollado con los años.
Volví a casa y tomé aquellas cartas que todavía conservaba y las arrojé al hornillo como si me deshiciera de las pruebas de un crimen atroz.
Después de aquello me sentí aliviado y hasta creo que por primera vez en tantos años sonreí. Aquellas cartas ardieron muy bien y su rápida combustión contribuyó a que la tetera silbara alegremente anunciando que el agua estaba hervida. Mientras cebaba el mate no podía dejar de pensar en aquel asqueroso lunar que la concejala Olga Ruminot lucía aquella tarde sin el más mínimo pudor.
Por otra parte, el mate sabía bastante bien. Sobretodo porque mataba el hambre y la lujuria.
Después de tanto tiempo he terminado por ir aceptando las graves limitaciones que el embrujo al que he sido sometido me imponen. Hasta he llegado a considerar que acaso no sean peores que los destinos sufridos por mis demás congéneres.
Al principio cuando perdí mi empleo estuve mal. Muy deprimido. Me negaba a hablar con la gente y creo que pasé un par de meses encerrado y casi sin comer.
Pero reaccioné. Un día me levanté, rasuré mi barba, planché una camisa y salí a la calle.
Lo intenté de nuevo y de nuevo fracasé. Sin embargo, esta vez hubo una diferencia. Yo había cambiado. De ser un hombre sensible y bueno había pasado a ser un ente frío e insensible. No me desmoralicé pues, por aquel nuevo fracaso. Conservé la calma. Pensé. Traté de pensar en cómo burlar el efecto de aquel nefasto sortilegio. Sin duda se trataba de un hechizo muy poderoso, eso estaba claro. Su origen, por lo tanto, debía provenir de algún enemigo/a dueño/a de una inteligencia superior. Quizás encontrándolo/a y eliminándolo/a podría liberarme de su maligno influjo. No obstante, debía ser extremadamente cauto para evitar consecuencias indeseables.
Esta conclusión tenía una sola limitación y ésta era que si el originador del mal se hallaba más allá de las lindes de nuestra villa, su destrucción sería imposible o, al menos, mucho más difícil.
Comencé pues, a observar a la gente. Concentrándome primero en la que me parecía más inteligente. Esta decisión me alegró y me llenó de optimismo, pues, como se sabe, la gente inteligente resulta extremadamente escasa. Al cabo de algunos meses de paciente observación había conseguido elaborar un catálogo bastante completo de los vecinos/as que calzaban dentro del perfil "inteligencia sobresaliente". Como era dable esperar, al principio no resultaron muchos. Sin embargo, con el propósito de profundizar aquella investigación, convencí a Etelvina, una chica a quien le dejaba coger tomates y hierbas medicinales del pequeño huerto que mantenía en el traspatio, para que me ayudase. El procedimiento era bastante simple y consistía básicamente de algunos acertijos que Etel debía preguntar a la gente en la calle. Quienes respondían correctamente pasaban a mi catálogo.
Todo hubiera marchado correctamente si no fuera porque un día me enteré casualmente de que Etel se había dejado sobornar en varias oportunidades, revelando las respuestas correctas a algunos de sus ociosos amigotes, quienes rápidamente establecieron un mercado negro vendiendo las claves a aquellas personas que, odiando ser tildadas de poco inteligentes y ambicionando figurar en el Diario Mural de la Junta de Vecinos bajo el rótulo de Quien Es El Más Inteligente -supuesto premio por responder acertadamente-, no trepidaron en pagar quinientos y hasta mil pesos por ellas.
He ahí la razón de que la curva en la variable "inteligencia" se haya disparado en los últimos meses. He ahí la explicación a las flamantes zapatillas "Bata" que Etel lucía con indisimulado orgullo durante aquellas últimas semanas.
Sin embargo, no fue eso lo que me llevó a abandonar aquella investigación.
La razón fue más bien una larga conversación con mi amigo el profesor Ulises Maloni. Este gran maestro solía enseñar en el Liceo Politécnico "Alonso Ovalle" que se ubica entre las calles República Argentina con Dr. Holzapfel, justo en los límites de nuestro barrio. Y fue, precisamente él quien me convenció de que la inteligencia tal como la concebimos no existe o, si existe, esta toma diversas y caprichosas formas en los seres humanos. "Lo que sucede en realidad" – me explicó Maloni- "es que nuestra cultura ha privilegiado uno de los tantos tipos de inteligencia, del mismo modo que se ha privilegiado la raza caucásica por sobre las demás". "Por eso"- concluyó el maestro- "su investigación es sesgada y no sería raro que los resultados no sean satisfactorios". "Solamente recuerde" –concluyó- "que uno de los rasgos de nuestro pueblo es justamente el de ‘hacerse el tonto’ con el fin de obtener sus propósitos".
Aquella conversación me dejó sumido en un gran desaliento. Desde el momento en que quien/es me ha/n condenado al ostracismo dentro de mi propio barrio podía/n adoptar cualquier forma humana, aún la más baja, las posibilidades de dar con el/lo/as se reducían en proporción inversa al universo poblacional.
Cuando nos despedimos, Maloni, sacudió su cabeza y me dijo: "Confíe en su intuición".
Pero Maloni no sabía la verdad. Nadie sabía la verdad. Excepto yo y aquel a quien busco.
Yo y mi enemigo.
Rápidamente me di cuenta de que mi estrategia de no hablar del tema, de no socializar mi problema y mi angustia, no debían gustarle. Para él/la el mal no estaría completo sin mi ruina social. Sin mi devaluación total como ser humano.
Al privarme del desplazamiento fuera de las humildes calles de nuestra villa, me privaba de los bienes que la modernidad otorgaba aunque fuera de manera oblicua a la mayoría de los habitantes de nuestra patria. Al confinarme al mísero cuadrante donde transcurría mi vida y reducirme con ello a la peor pobreza, el poderoso hechizo lograba casi completamente su efecto. Sin embargo, para su éxito total faltaba la condena social.
Y había algo que mi poderoso enemigo no pudo tener en cuenta.
Y aquello fue la gran crisis de los ochenta.
Resulta que de la noche a la mañana, todos, o casi todos, perdieron sus empleos y la pobreza en que ya vivíamos se transformó en franca miseria. Las calles se llenaron de desocupados y se implementó un plan de empleo mínimo (usar las mayúsculas aquí sería un contrasentido) que consistía en plantar arbolitos y ornamentar plazas, jardines, escuelas, etc. El sueldo; una caja de alimentos básicos cada quince días. Comenzó pues una febril reforestación de calles y plazoletas con lo cual se pretendía acaso ocultar la decadencia y el fracaso del nuevo régimen.
Sin embargo, aquello tuvo el efecto impensado de nivelar mi condición con la situación de la mayoría de mis vecinos.
Pero yo tenía una ventaja.
Como ya lo he mencionado, hacía ya un tiempo que para sobrevivir había aprendido a cultivar un pequeño huerto en el diminuto traspatio de mi casa. Junto con ello me había hecho vegetariano.
De manera que a la cruda luz de los acontecimientos yo me encontraba incluso en una situación de superioridad respecto a los demás.
Entonces fue que apareció el brujo.
Fue una mañana de Enero. Una mañana luminosa en que los pájaros alborotaban alegremente el cielo y se paraban a beber en la pequeña fuente que yo había dispuesto para ellos. Entonces fue que golpearon a la puerta.
Era un individuo bajo, de pelo negro ondeado que peinaba a la cachetada. Poseía unos ojos oscuros y una sonrisa burlona le hería el rostro. Buenos días –saludó- soy Eddy Vilches. Usaba una camisa color crema cuidadosamente planchada y unos pantalones de lino crudo. Tenía unos pies ridículamente pequeños los que calzaba en unos mocasines terracota.
Cuando lo invité a pasar noté también que usaba colonia. Una colonia dulzona y ácida que me recordó las flores marchitas de una tumba.
Nos sentamos cerca de la fuente de greda sobre unos cajones de manzanas que era todo el mobiliario que decoraba aquel proletario parterre. El individuo parecía tener prisa, de manera que no bien hubo acomodado sus posaderas sobre un periódico que desplegó previamente sobre el cajón, sacó lápiz y algunos formularios sobre los que pareció consultar información necesaria para interrogarme. Corroboró mi nombre completo, mi número de identidad, mi edad, estado civil y demás datos que la burocracia necesita para ejercer su poder unilateral sobre los mortales. Algo, además de aquella fúnebre colonia, me olía muy mal.
En honor a la verdad no recuerdo exactamente nuestro dialogo, pero en algún momento el funcionario declaró que aquella casa me iba a ser "enajenada", esa fue la palabra que usó. Mi deuda -dijo– era tal, que no se veía factible que la pudiera saldar en esta vida ni siquiera en una próxima. Considerando además mi falta de empleo y mis "malos antecedentes"…
Probablemente en ese punto fue que lo interrumpí exigiéndole que me explicara aquello de mis "malos antecedentes". Muéstreme -le dije– dónde dice que tengo "malos antecedentes". "No hay ningún papel que lo diga específicamente"-respondió-"pero usted abandonó su trabajo, no tiene previsión social, ni seguro médico…" Y mientras lo decía, aquella sonrisa torcida que le cruzaba la cara parecía ampliarse y recogerse en un espasmo nervioso. Y era como si el hijo de puta estuviera gozando aquel momento.
Finalmente, me exigió que firmara aquellos papeles para que quedara claro que yo había "tomado conocimiento" de la situación.
Fue en ese momento que lo invité a pasar al comedor.
Le firmaré todo -le dije– pero adentro. Tengo una buena mesa de pino allí. Quiso protestar, pero yo ya me había dirigido hacia la casa y no le quedó más remedio que seguirme.
Siéntese le dije. Vuelvo enseguida.
Cuando volví del dormitorio, todavía estaba allí, aguardándome, impaciente, sentado en el borde de una destartalada silla. Al verme con la mochila y vestido con otra ropa no pudo ocultar una risita histérica. "No, si no tiene que abandonar la casa al tiro"– alcanzó a decir– Y mientras le aplastaba el cráneo con aquel garrote imagino que le respondí: "tú tampoco"
Más tarde salí al patio. Me senté bajo aquel ciruelo que en otro tiempo yo y mi difunto padre habíamos plantado y comencé a escribir esta historia que nadie debería creer.
Mientras, los pájaros se disputaban ferozmente aquel cielo de Enero.




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13 agosto 2006

Mustang


"A Amado Lascar, compañero en una encrucijada de la vida y a quien temo haber herido una vez sin saber que era a mí a quien hería"

Literatura. Eso era lo que hacíamos. Aunque no lo supiéramos y ni siquiera lo sospecháramos. Tardaríamos largos años en darnos cuenta que abandonando los límites del papel impreso en que pugnaban por encerrarnos nuestros queridos maestros, seríamos más libres y volveríamos a aquella indocumentada experiencia que fue la nuestra. Com­prenderíamos que todo partió desde allí, porque ese allí, contra toda evidencia, era lu­mi­noso.

Tanto que nos cegaba.

Allí era lo concreto, lo básico, lo animal que nos habitara y habitáramos.

Pero descender a la más prosaica realidad no es tarea fácil. A no ser que se tenga la costumbre, creada y fomentada por la escuela pública, de confundir la realidad con las rústicas pinturas que de ella nos presentan los maestros.

La siguiente memoria se apega estrechamente a los hechos y, sin embargo, su realismo resulta chocante y aún perverso.

Recuerdo que volvíamos de cenar en casa de Lula Pastorino y, por alguna extraña razón, mi organismo se encontraba en un estado que, a falta de un mejor nombre, po­dríamos denominar “Alpha”. Me sentía raro. Miraba la silueta fina y estilizada de Yumika y una emoción poderosa y tierna in­vadía mi extraño cerebro. Era deseo, pero era algo más. Al­go que florecía en mi interior exacerbando mis instintos; situándolos en la superficie de mi ser. Algo que al mismo tiempo me llenaba de felicidad y de temor. Una energía que brotaba a raudales desde el mero centro de mi cuerpo.

Le pedí a Yumika que detuviera el coche.

Era noche cerrada. El viento deambulaba por las calles de la ciudad agitando pesados letreros o encumbrando alguna sucia hoja de periódico. A la distancia, la sirena de la policía y los ruidos cansados de un tren de carga.

No, no había estrellas.

En cambio un zumbido eléctrico emanaba desde las profundidades urbanas.

Ella me miraba con inocente pasión, con una dulzura grave y directa.

Me estremecí.

Cualquier palabra lo hubiera arruinado todo.

Atraje su cuerpo trémulo hacia mí y nos abrazamos. Sentía una emoción que ex­cedía los límites de mi cuerpo y parecía querer conectarme con el frescor de la ma­dru­gada, disol­viéndome en el viento, en finas partículas de felicidad.

Lloraba. Sin comprenderlo, lloraba a mares. Como no era un héroe, lloraba. Como era un simple mortal, no estaba pre­pa­rado para la felicidad. Y ella en perfecta sincronía, lloraba conmigo.

Allí en la perfecta soledad de una calle de las afueras de Jonesville, en el interior de un viejo Ford Mustang, nos amamos hasta bien entrada la madrugada.

Con las primeras luces del alba, sin embargo, el efecto pareció desvanecerse y volví a ser el mismo gran hijodeputa de siempre. Frío, calculador y egoísta. Rasgos que se me an­toja­ban virtudes antes que defectos.

Ocupé mi lugar tras el volante y encendí el poderoso V8 de mi Mustang. De reojo contemplé a Yumika que trataba de alisar su breve vestido de seda negro. Su cabello oscuro y lacio estaba húmedo y le caía desordenado sobre el rostro. Parecía fatigada tras el esfuerzo desplegado luego de una noche de amor desenfrenado.

Era una hermosa japonesa de unos 26 años. Hablaba perfectamente el inglés y el español. Lenguas que dominaba mejor que su lengua nativa, según propia confesión.

Sin duda exageraba.

Prendí un cigarrillo y me dirigí hacia la carretera 126. El aire de la mañana era es­pléndido. Frío y tonificante. El cielo estaba nublado y un tanto tormentoso. Lo que ver­daderamente me complacía.

De pronto Yumika me tocó amorosamente el brazo.

- Si no te importa, quisiera volver a mi casa-me dijo.

Sin mirarla detuve el coche y me incliné sobre ella para abrirle la portezuela.

- No hay problema- le dije. Eres libre.

Se quedó sentada sin mover un músculo lo que, me imagino, era su insignificante manera de demostrar enfado. La miraba de reojo y, cada vez más, comenzaba a recordarme a Ma­hatma Gandhi.

-Es un día perfecto para ir a la costa- le dije.

-…

-Es un día perfecto para ir a la costa- repetí.

-…

Como al parecer había decido ignorarme, tuve que cambiar de estrategia.

-Cariño-le dije- ¿puedes pasarme la pistola que está en la guantera?

-…

-Es que estoy planeando pegarle un tiro a alguien, ¿sabes?

La vi abrir la guantera y tras comprobar que efectivamente allí dormía plácida­mente una magnun, la cerró de golpe como si en su lugar hubiese habido una serpiente.

-Supongo que tampoco quieres darme la pistola, ¿verdad, mi amor?

-…

-Si no quieres dármela está bien, la tomaré yo mismo. Diciendo lo cual me incliné hacia su costado y abrí nuevamente la guantera sacando la magnum. Pero en ese mo­mento Yumika realizó una absurda y desesperada maniobra intentando coger el volante. El brusco movimiento me sacó del asfalto y tras derrapar algunos metros por una pen­diente el coche fue a chocar contra un árbol.

Creo que perdí los sentidos un breve instante. Al recuperarme, comprobé que el árbol crecía al borde de una profunda quebrada. El coche se balanceaba peligrosamente en el vacío. Una de las ramas se había incrustado en el costado derecho de la carrocería. Yumika yacía inconsciente o muerta.

Fue cuando intentaba incorporarme que perdí nuevamente la conciencia.

Lo anterior lo recuerdo como un sueño, es cierto. Como una pesadilla que se re­cuerda sin estar del todo seguro de que haya sido tal. Por mi parte, yo creo que todo fue real. Muchas personas, sin embargo, se han encargado de mostrarme y demostrarme que todo ha sido producto de mi febril imaginación.

Cuando por fin recuperé la conciencia estaba sólo, tendido en el terreno un tanto ríspido de aquella ladera. El mustang había desaparecido y no había seña alguna de Yu­mika. Era un mediodía soleado y ventoso. Me dolía terriblemente un brazo y me sentía mareado. Me incorporé y me acerqué al borde de la quebrada. Nada pude distinguir. Si el coche había caído era probable que se encontrara en el fondo del precipicio. Allá abajo, sin embargo, sólo se veía una densa capa de vegetación.

¿O había venido alguien en nuestro auxilio llevándose el coche y a Yumika? Ello parecía probable, puesto que yo mismo me encontraba tendido sobre el suelo a varios metros del accidente. Sin embargo, ¿por que se decidió dejarme allí y no rescatarme?

Algo más: el árbol que detuvo al mustang había desaparecido. Por más que exa­miné el terreno buscando las huellas de donde supuestamente estuvieron sus raíces, no pude encontrar nada. El terreno simplemente no parecía haber sido removido nunca.

– Nunca tuviste un mustang- me aseguró tiempo después David.

– Y que yo sepa, nunca estuviste en Jonesville.

Sentí terror de preguntarle por Yumika.



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16 julio 2006

Lord Banana



"Cuando se cuenta un cuento, debe haber alguien que lo escuche; y por poco que el cuento dure, es raro que quien lo cuenta no se vea inte­rrumpido algunas veces por su auditor. He aquí porqué he in­troducido en el relato que se va a leer, y que no es un cuento, o que es un mal cuento, por si tuvieran dudas, un personaje que juega el rol de audi­tor..."


ESTE NO ES CUENTO
Denis Diderot


Hay un concurso literario y la señorita Marabolí me pidió escribir “algo”. Le pregunté si cualquier cosa y ella respondió: “cualquier cosa que sea un cuento”. Todavía le pregunté: “¿un cuento real o un cuento fantástico?” Me miró un tanto desconcertada y sólo repitió: “un cuento”. Lo que yo interpreté como “un cuento real” que es éste que estoy escribiendo.
El personaje principal en este cuento es la propia señorita Marabolí. Ella es morenita, un poco más baja que yo y lo más lindo que tiene es su poto. Sus ojos son muy bonitos también, sus labios ídem, su cintura, casi perfecta, pero nada se compara con su poto: es precioso.
Hasta ahora, ella ignora que la he visto empelotas y ese es precisamente el motivo de este cuento.
Ya sé que no voy a ganar el concurso y la verdad es que me tiene sin cui­dado. Nadie escribe un cuento sólo para ganar un con­curso (salvo en el caso de que se trate de un verdadero pelotudo), sobre todo cuando se escribe un cuento real.
Pero la seño­rita Marabolí es feliz cuando yo gano un concurso (he ganado tres), porque ella es mi profe de Castellano. Se siente orgullosa porque cree que ella tiene algo que ver con el “cuento”. Por supuesto, se equivoca. Yo no le debo nada. Además, me saco los sietes sin querer; casi sin estudiar, porque la clase para mí es fácil. Si escribo bien, tal vez sea porque leo mucho. Sin embargo, nada me cuenta quedarme ca­llado y dejar que ella se sienta realizada creyéndose su propia pelí­cula.
Además, la quiero desesperadamente.
Y la deseo con locura.
En su clase estoy siempre como hipnotizado mirándole el culo. Especial­mente los días en que viene con ese vestido negro que le cae súper. Muchas veces le pido explicaciones sobre palabras raras y después que ella las repite le pido es­cribirlas en la pizarra, sólo para contemplar una vez más ese traste divino que tiene. Por otra parte, parece que ella sabe que se lo miro y seguro que le gusta porque no dice nada.
Pero lo que más me excita es saber que ella va a leer este cuento; al prin­cipio con asombro, luego con creciente ansiedad, para terminar llorando y rom­piendo las hojas en mil pedazos.
¿Me odiará después?
Quién sabe.
Pero yo no soy culpable de nada.

El otro personaje de este cuento es el Señor Maragaño. Un ser desprecia­ble a quien le deseo la muerte después de padecer horrorosos suplicios a manos de los huechurabas. Es el Inspector General. Casado, cinco hijos, dos perros, tres gatos y un número indeterminado de pulgas y chinches. Lo máximo que puedo decir del señor Maragaño es que siendo muy bruto, no suspende ni anda lla­mando a los apoderados por tonteras.
Sus métodos disciplinarios distan de ser ortodoxos. Estos van desde una simple reprimenda verbal (“Mira, mocoso, culeado…”) hasta los trabajos forza­dos en “Siberia”, pasando por los match de box o de “full contact” para resolver controversias entre compañeros. A su manera, el señor Ma­ragaño nos educa. Así por ejemplo, si sorprende a dos que empiezan a agarrarse a combos, detiene la pelea y, si son del mismo tamaño, se los lleva al subterráneo donde mantiene un tatami y guantes de box, los obliga a quitarse la camisa y los enfrenta, haciendo él mismo de árbitro. Los hace pelear unos cinco minutos y luego los obliga a darse la mano “como caballeros”. En cierto sentido él es, como muchos profes, un uto­pista cínico y sentimental. La “caballerosidad”, si es que alguna vez existió cosa semejante, tiene que haber sido algo muy re pe­ludo. Por lo demás, Maragaño sería el ejemplo perfecto. Es decir, el constituye la prueba viviente de que es posible ser un caballero y un chu­chesumadre al mismo tiempo. Es vox po­puli que llegó a la dignidad de Inspector General después de delatar a sus colegas simpati­zantes de Allende (porque en este colegio nunca hubieron verdaderos upelientos, como dice mi abuela).
Otra cosa extremadamente desagradable de Maragaño es que es alto y ru­bio. Los huechurabas tendrán algunas dificultades para reducirlo porque, además, es seco pa´ los cornetes.
Antes de continuar con este cuento viene una tanda comer­cial. (Pueden saltársela sin remordimientos)
Resulta que este concurso lo organiza Chilectra Metropolitana y la Coca-Cola y de acuerdo con lo que me dijo la señorita Marabolí en el cuento deben figu­rar las frases:

CHILECTRA TE ILUMINA
y
TODO VA MEJOR CON COCA-COLA

Para la Coca-Cola, claro.
Y con respecto a lo de Chilectra, no deja de ser una ironía que justo cuando lo escribí, se cortó la luz y casi me saqué la cresta yendo a la cocina por un par de velas “luminosas”. Parece que hubo un atentado a una torre de alta ten­sión, así que Chilectra, a mí, y calculo que a otros seis millones de emputecidas almas, no nos ilumina esta noche.
La señorita Chilectra apareció en calzones alumbrándose con una pequeña linterna a pilas. Se asomó a la ventana para echar una mirada a la ciudad chamus­cada y moribunda. “¡Terroristas, culeados!” –dijo con resignación. Luego proce­dió a robarme una de las velas al tiempo que bajándose los calzones me apagó la otra con un tremendo pedo.
¿Y qué reclaman? ¡¿No les dije a los huevones que se saltaran la propaganda?!
Y bueno, el otro personaje protagónico de este cuento soy yo. Alto, del­gado, moreno, de ojos verdes y una pichula de este porte. Buen mozo e inteli­gente. Tengo 13 y estoy en segundo. Me gusta el hueveo, pero igual soy serio. Tengo promedio 6,3.
Las acciones:
Cuando descubrí que Maragaño se quería tirar a la señorita Marabolí, supe de inmediato que lo lograría de no mediar la intervención de La Providencia. Por experiencia, nosotros sabíamos que Maragaño era rápido y eficientemente. Un verdadero perro de presa. Una vez que lograba atrapar a su víctima no la soltaba sino hasta haberla destruido. No era la primera vez; no sería la última. De manera que se trataba de una carrera contra el tiempo.
Entre La Providencia y el inspector comenzó entonces una lucha sorda y sin tregua…
Siendo la Providencia una fuerza abstracta, no es raro que se sirva de per­sonas humildes y hasta insignificantes tanto como de aquellos seres dotados de ex­cepcionales cualidades para cumplir con sus divinos propósitos. Me gusta pen­sar que yo me encuentro en esta última categoría mientras que Lord Ba­nana per­tenece, sin ninguna duda, a la primera. Y se ve que le gusta.
Los hechos se desarrollaron más o menos así:
Lord Banana se encuentra con la señorita Marabolí en el pasillo de la Sala de Profesores. Le mete conversa. Se nota preocupado y hasta triste. Un mechón de pelo rubio le tapa el ojo derecho, así que la profe, que va a su lado, no puede ver su alma rastrera y viciosa. Esta preocupado por un amigo -miente- Este amigo está escribiendo un cuento para un concurso y hay una parte que no le sale, pero como es un tipo tan orgulloso no quiere recurrir a lo obvio: pedir ayuda. La profe sonríe y pregunta si él sabe cuál es la dificultad. Claro que sabe. Se trata de una parte en que la protagonista escribe una carta de amor, dándole una cita a su amante en el gimnasio de un instituto donde ambos trabajan. Oye, dice la maestra, eso es fácil, hasta yo podría escribir esa parte.
Cayó redondita, me informa Lord Banana, mientras pienso que sus ojos azules aguachentos podrían ser los de un asesino en serie. ¡Hijodeputa! Le digo a modo de elogio. ¿Y cuándo? … ¡mañana!
La dulce señorita Marabolí nos achaca con literatura del siglo de oro. Nos obliga a leer ciertas comedias de enredos que son muy de su gusto y, para su es­trecha mente de vieja de castellano, del gusto universal. Inútil tratar de razonar con ella porque ella es la dueña de la verdad. ¿Acaso no es ella la profe?... Irre­futable. Lógico. Evidente. Nosotros ignorantes de mierda, ella sabia y culta. Y si nos les gusta, pueden ir pensando en irse a la chucha. Implacable con las notas, con cierta tendencia a cargarse al chancho con los rojos. Así es ella, y si no fuera por su inmensa belleza y simpatía, sería la profe más insufrible de todo nuestro noble establecimiento. Con todo, y a pesar de que soy lejos su mejor alumno, me puso sólo un 5, 8 en la prueba de la Dama Boba. Por cierto, no le di el gusto de reclamarle por la nota. Y se ve que le sorprendió. ¿Te explico? -me ofreció. No, no hace falta -le respondí- confío en usted. Se quedó un poco cortada y como que se sonrojó un poco. Sin embargo, hizo un gesto cómo de disgusto y sólo dijo “bien”. Imagino que debe haber pensado: “¡mocoso de mierda, soberbio!” Y sentí un ex­traño placer al imaginarlo.
Durante la clase jugué a mirarla fijamente a los ojos mientras imaginaba las cosas más indecentes.
(No, no me atrevo a escribirlas)
De pronto terminó la clase y me di cuenta que tenía una tremenda erección así que me dio vergüenza levantarme. Lo malo fue que ella fue directo hacia mí y me dijo que quería hablar conmigo. Vamos al patio –me ordenó.
Así que no tuve otra opción que levantarme con el tremendo bulto y tratar de disimular. Pero cuando llegamos afuera ella se volvió y lo notó. Soltó una risita histérica y dijo: “¡Dios mío!” Ambos nos sonrojamos. A pesar de todo sostuvi­mos el siguiente diálogo:
“-¿Terminaste el cuento que te pedí?
-Casi
-¿algún problema?
-no, no
-Un amigo tuyo me dijo que había una parte que no sabías cómo escri­bir…
-¿en serio?
-sí, la parte de la carta.
-¿qué carta?
-La carta que la mujer le escribe a su amante.
-No hay ninguna mujer que tenga un amante en mi cuento.
-¿no?
-No. Tiene que ser un error. Debe ser otra persona la que está escribiendo ese cuento. Yo estoy escribiendo un cuento real. Me baso en la realidad.
-Ah, ¿y no eres amigo de Matías Viel?
-Amigo, no. Lo conozco, pero en realidad no somos amigos.
- No sé por qué, pero no te creo.
- ¿Qué no me crees?
- Nada.
- Bueno. ¡Qué le vamos a hacer!”

Me miró unos instantes, llena de desconfianza y luego se marchó. Cuando hubo caminado algunos pasos, antes de doblar la esquina de la Inspectoría General, se volvió y me gritó: “¡Ve a darte una ducha fría!”
La ducha estaba realmente fría.
Sin embargo, me masturbé pensando en ella.
Al día siguiente Lord Banana me entregó un disquete. Cuando abrí el único archivo que contenía, apareció el siguiente texto:

“Amor mío,
Las horas se hacen inmensamente largas sin ti. Añoro tus brazos, tus tier­nas caricias, tus besos, tan dulces. Quisiera sentir tu cuerpo junto al mío, sentir nuestros corazones latiendo al mismo compás. La pasión y el deseo me arrebatan y no sé esperar.
Esta noche te estaré aguardando en nuestro lugar secreto a la hora con­venida.
Te quiero con locura.
Firma.”

Instrucciones para Lord Banana:

1. Idealmente la carta debe estar escrita a mano. ¿Por qué?... por­que ese es uno de los problemas que tiene que resolver el escri­tor. Quiere conseguir realismo. Desea intercalar una fotocopia de un manuscrito en su narración, que es algo así como una cró­nica periodística.
2. La protagonista no es tan elegante. Evitar los adornos que sugie­ren una relación más bien romántica. Sólo acentuar lo erótico.
3. Debe ser más precisa con la cita. Nada de “lugar secreto” y nada de “a la misma hora”. Esta es la primera cita que ella le da para hacer el amor. Y LO MAS IMPORTANTE: ella se apresta a cumplir con una fantasía de su amante que es un ex deportista extremo y goza con la adrenalina.
4. ¿Cuál es la fantasía? Hacer el amor en el círculo central de la can­cha del gimnasio. Eso lo volverá loco.
5. La protagonista se llama Elizabeth Carballo, para que la firme. Pero como es una carta personal seguramente bastaría que pusiera su nombre.

Lord Banana asalta nuevamente a la señorita Elizabeth Marabolí a la sa­lida de la sala de profesores. Esta vez ella se detiene y puede observar a su gusto la depravada faz del rufián. Lo mira pues, largamente hasta que al fin dice: “Ne­cesito un café…¿Quieres uno?..”
En la cafetería Lord Banana comienza a explicarle los nuevos requerimientos del escritor. Sin embargo, Elizabeth, no parece querer escucharlo. Ha comenzado a trabajar en un alto de pruebas con una gran pluma con la que raya y corrige san­grientamente. De pronto lo interrumpe:

-¿Quién es?
-¿Qué?
-¿Que “quién es”?
- No le entiendo.
-Sí me entiendes. ¿Quién es el que está escribiendo eso?
-¡!Ah!! – Lord Banana trataba de ganar tiempo mientras evaluaba la posibilidad de cagarme o seguir con la treta.
-¿De verdad quiere saberlo?
-¡Sí, por supuesto!
-Pero primero tiene que prometerme que no le dirá que yo no se lo dije…
-Conforme.
-De todas maneras seguro que usted ya lo conoce. Es Gabriel García Mankhe.
-¡Noooo!! Elizabeth cerró su amenazante pluma con un enérgico clic – Primero, no puedo creer que tú seas amigo de Gabriel García Mankhe y, segundo, que él no sepa cómo inventar una carta de una amante.
- Bueno, eso es lo que trataba de explicarle. No es que no sepa. Sí sabe. Su pro­blema es que él quiere algo así como una carta manuscrita. Y además otra cosa. Él no me ha pedido nada. Sólo me contó el problema. Yo estoy tratando de congra­ciarme con él, haciendo esto. Y también, le recuerdo que fue idea suya escribirla. Yo no se lo pedí expresamente.
- Es cierto. Pero, ¿cómo es que tú lo conoces?
-Es una historia bien larga. ¿Quiere que se la cuente?...
-No, ahora no, tengo una clase en un par de minutos. Pero otro día.
-Bueno, yo le mostré la carta que usted escribió y me dijo que no servía.
-¿Por qué?
-Ya se lo dije. El quiere una especie de facsímile para insertar en el relato. Ade­más…
Y aquel solapado animal consiguió lo increíble: Explicarle, punto por punto, los requerimientos de la misiva. “Incluso saqué la hoja que tú me pasaste –me dijo celebrando su propia sangre fría- y ella quería intentarlo nuevamente. En realidad lo que dijo fue: “Ojalá que le guste a Don Gabriel, sería un tremendo honor”

- ¡Conchetumadre! –le dije lleno de sincera admiración- ¡No, es que eres muuuy carerraja!

Pero los días pasaron. Uno, dos, tres, quizás una semana. Y nada.
Mientras tanto el enemigo hacía considerables progresos. Comenzó a cortejarla durante los recreos y aunque no siempre ella le daba bola, en un par de ocasiones se tomaron un café y charlaron animadamente.
La situación era intolerable.
Tal vez por eso, cuando Lord Banana por fin me entregó la carta no tuve dudas.

Don Juvenal Barrera me saludó efusivamente y me invitó a sentarme en una de las picantes butacas de tevinil que amoblaban su despacho. Parecía como si me hubiera estado esperando.
“Y bien, joven, ¿qué se le ofrece?” . Sus ojos grisáceos e inquisitivos pare­cían enormes tras los pesados anteojos. “La secretaria me ha dicho que era algo importante”.
Estaba nervioso. Por un momento tuve la idea de arrepentirme. Sin em­bargo, ya era tarde para eso.
“¿Y bien?”
Extraje la carta escrita por la señorita Marabolí y se la extendí. Mi mano temblaba y me sentía pésimo. Vagamente comenzaba a comprender que las cosas que uno piensa adquieren una extraña dimensión cuando se convierten en acciones. Lo que estaba haciendo era una mariconada tremenda. Súbitamente sentí que debía expli­carlo todo. Arrepentirme. Pedir perdón. Llorar.
En cambio me mordí la lengua.
Barrera examinó la carta acomodándose los pesados lentes sobre su gran nariz. Una vez que la hubo leído se volvió hacia mí.
“Supongo que puede explicarme cómo llegó esta carta hasta usted…”
Mentí. Las palabras salían dificultosamente por mi garganta que se iba estrechando y secando. Cuando le expliqué que no quería verme involucrado creí que me iba a ahogar.
Barrera me dirigió una mirada en la que se mezclaban la compasión, la desconfianza y el desprecio.
“Toda mi vida he odiado a los gusanos como tú” –dijo- “pero nunca había tenido la mala suerte de tener uno frente a frente”
Sentí que me iba desmayar.
“Qué va a hacer?” – balbuceé.
“¿Qué se puede hacer con un maricón como tú?” “¡Habría que elimi­narte!” Los ojos de Barrera brillaron con una luz asesina tras los cristales.
“Sin embargo, no puedo hacer eso” – suspiró- “Así que haremos de cuenta de que aquí no ha pasado nada”
No me explico cómo todavía tuve el valor de preguntar:
“¿Qué va a hacer con la señorita Marabolí?”
“Nada” – contestó rotundo.
“¿Y no está ella haciendo algo malo?” –insistí.
“Por supuesto que no. Una mujer adulta tiene el derecho a prestarle el poto a quien se le antoje”
Diciendo lo cual Barrera me señaló la puerta.

A la mañana siguiente recibíamos con asombro la insólita noticia de que Maragaño había pedido su traslado al norte.
¿Qué había sucedido? Nunca lo sabremos con certeza. Es posible que, después de todo, Barrera haya reaccionado decidiéndose a intervenir. ¿Habrá sido él quién obligó a Maragaño a irse del colegio después de saber, por mí, que era el destinatario de aquella carta? Esta explicación era plausible, pero tenía el inconveniente de no concordar con la actitud demostrada por Barrera el día de nuestra entrevista. De ser así, no habría consistencia entre los dichos del director y su conducta posterior.
El alejamiento de Maragaño coincidió también con otro hecho extraño. La señorita Marabolí cambió.
Al principio no nos dimos cuenta. Sin embargo, gradualmente fue resultando evidente que algo extraño le acontecía. Sus clases, de ordinario vibrantes y apasionadas, se fueron tornando aburridas e insulsas. En ocasiones descendió incluso al dictado, práctica que ella misma había condenado terminantemente en más de una ocasión. Por otra parte, sus vestimenta hasta ese momento sencilla y de buen gusto, fue dando paso a atavíos de un lujo dudoso y de un sobrecargado erotismo. Notamos que si bien antes casi no usaba maquillaje, ahora se lo aplicaba en forma generosa y hasta grosera.
Contrariamente a lo que quizás ella esperaba, dicho cambio la fue convirtiendo gradualmente en un adefesio. Mirar aquellos labios no hace mucho tan bellos, convertidos ahora en un furioso marrasquino, era algo que sobrecogía el alma. Verla desplazarse equilibrándose sobre aquellos tacones que sólo un loco pudo haber diseñado, era algo que partía el corazón.
Entonces fue que comenzaron a reírse de ella.
Tal vez primero fueron las chicas las que empezaron a burlarse, imitando los gestos amanerados que había ido adoptando en consonancia con su nuevo look. Luego las burlas fueron acrecentándose y extendiéndose a la población masculina del colegio.
Frente a esto, la señorita Marabolí, respondía con gritos y rabietas que terminaban siempre con un estremecimiento y en sollozos.
¿Qué es lo que había ocurrido? ¿Cómo una mujer tan bella, dueña de una personalidad y un atractivo subyugantes había terminado transformándose en un manojo de nervios envuelto en brocatto y terciopelo? Y sobre todo ¿cómo es po­sible que ello haya ocurrido en tan escaso tiempo? ¿Estaba esto relacionado con el misterioso alejamiento del Sr. Maragaño? ¿Y si es así de qué manera?
Se comenzó a acrecentar el rumor de que la Srta. Marabolí había sido víc­tima de un mal. Es decir, que la habían “embrujado”; que posiblemente alguna rival despechada le había mandado a hacer un “trabajo”. De esta manera, los ru­mores fueron aumentando. Algunos la veían haciendo gestos robóticos en la calle; otros la escuchaban hablando sola. Una chica de segundo año contó que había in­tentado besarla a la fuerza. Un chico de cuarto aseguraba que a él le había pedido desnudarse frente a ella.
Pero a mí me ignoraba.
Hasta que un día la sorprendí mirándome con odio y comprendí, o creí com­prender, que sabía.
¿Pero qué sabía?
Entonces ocurrió algo que terminó por comprobarnos que había perdido definitivamente la chaveta. Aunque con ello, preciso es decirlo, terminó arras­trándonos a todos.
Teníamos clases con ella. Las dos últimas horas de un día miércoles. Era el mes de Julio, casi al final del primer semestre y como era invierno había anochecido muy temprano. Uno de los chicos protestó porque lo que estudiábamos era muy aburrido (y realmente lo era), luego todos estábamos reclamando y diciéndole que hiciéramos algo más entretenido. Ella nos miraba como si estuviera en otra dimensión. Y de pronto, en pleno apogeo de la protesta la vimos quitarse aquel sombrero que más bien parecía un macetero, darle un beso y lanzarlo contra uno de nosotros. “¿Así que quieren divertirse los huevones?” –gritó, dejándonos a todos paralizados. Nunca le habíamos escuchado decir una grosería. “Vamos a ver si nos divertimos” –siguió- “¡a sacarse la ropa todo el mundo!” Diciendo lo cual, se desabotonó la chaqueta y la arrojó lejos de sí. Luego se subió sobre su escritorio se quitó los zapatos de tacón y nos los arrojó con furia asesina. “¿No ven que son unos mocosos cagones?... ¿Por qué no se empelotan ustedes también, ah?… Y hablando de divertirse los hijitos de papito, ja, ja… Apuesto que ya están a punto de llorar los mariconcitos” Mientras esto decía se había quitado la primorosa blusa de seda y la ondeaba como si fuera un futbolista que acabara de anotar un gol. Al verla en sostenes vino la salvaje reacción de la turba. Vi, con asombro, que varias chicas se habían quitado el chaleco y se desabotonaban las blusas, imitándola. “¡Como siempre las mujeres adelante!, ¿no, chiquillas?” las comenzó a arengar ella a lo que las chicas respondieron con una gritería ensordecedora. Dicen que la locura es contagiosa y debe ser cierto, porque al cabo de unos minutos estábamos, si no todos, la mayoría, empelotándonos como si fuera lo último que hubiéramos de hacer en este mundo.
El hueveo era fenomenal.

La señorita Marabolí se despojaba de sus prendas descubriendo su cuerpo maravilloso y con ello parecía ir renaciendo. Volvía ser la antigua. La que todos admirábamos y queríamos.
Y deseábamos.
“¡Muéstranos tu poto, Elizabeth!”- le grité – “¡es maravilloso!”
Y ella se quitó los calzones y nos regaló con su incomparable culo.
No pude resistirlo. Avancé entre los muchachos semidesnudos y me abalancé hacia aquel poto soñado y lo cubrí de besos.
Creo que fue en ese momento que se abrió violentamente la puerta de la sala y entró Barrera con varios profesores y algunos apoderados. Miraban la escena con la boca abierta y los ojos desorbitados.
Sin embargo, el efecto de la magia era tal que algunas chicas siguieron besándose y corriéndose mano. Otros se masturbaban o comenzaron a tirarle las ropas y los zapatos a los intrusos.
Barrera estaba pálido y movía la cabeza como si quisiera despertar de una pesadilla. Sólo atinaba a mascullar: “¡Pero qué chucha esto!” Hasta que finalmente salió furioso.
Recuerdo que al cabo de un rato la sala se llenó de pacos. Y arrestaron a todos los que estábamos en pelotas. Es decir, casi a todo el curso.
Mi abuelo me fue a rescatar de la comisaría porque a mi mamá le había entrado una depresión feroz cuando le contaron.
Y es aquí donde la historia se vuelve confusa porque las declaraciones de un sector del curso no coincidían con las del otro. Había una versión que señalaba que la señorita Marabolí fue agredida y despojada de sus ropas por un grupo de estudiantes. La otra versión se atenía más o menos a lo que realmente había pasado.
¿“Lo que realmente había pasado”? pero, ¿qué es lo que realmente había pasado?
Era la pregunta que me hacía mi abuelo. ¿Y qué podía contestarle a mi viejo? Nada.
¡¿Cómo que nada?¡ ¡Huevón, te encontraron besándole el culo a la profesora¡ Además se dice que tú iniciaste todo y que con otros muchachos la empelotaste.
Eso es lo que yo declaré. Pero no fue así.
¿Y puedo saber por qué chuchas declaraste eso entonces?
Para que no la echen.
No, claro, que no la van a echar. Al único que van a echar va a ser a ti, por pelotudo.
Pero no echaron a nadie. Y sólo el serenísimo Señor Barrera sabía por qué.
Yo lo supe después. Quiero decir, varios años después.
Antes de que llegara a esta parte. No recuerdo exactamente en qué momento, fue interrumpido por Miss Chilectra, que como habrán adivinado es mi hermana mayor. O sea, en el momento que ocurría esta historia y que yo la narraba, era mi hermana mayor.
Ella leía todo lo que yo escribía. No importa que yo lo ocultara. Además me usaba para todos sus experimentos periodísticos, porque ocurre que era una estudiante de dicha fatídica carrera.
“La historia está entretenida, me dijo, pero no es verosímil.”
“Pero hay algo que me tiene intrigada –continuó- ¿qué pasó con la mina?, ¿le diste el cuento finalmente?”
Eres periodista, le respondí, averígualo tú misma.
¡¿O sea que lo hiciste?¡
Y como suele ocurrir con casi todos los periodistas, se dio por satisfecha con su propia respuesta y salió chancleteando en sus flip-flop horrorosamente plásticas; horrorosamente rosadas.
Y como decía, no hubo expulsiones, ni remociones de cargo. Se trabajó para que todo se olvidara con rapidez.
La señorita Marabolí volvió a ser la misma, como si tras aquel incidente hubiera exorcizado el maleficio que la agobiaba.
Un día llegué con un gran sobre amarillo y se lo entregué. El sobre por supuesto, contenía esta historia. Para ser más precisos, una de las tantas versiones de esta historia. Me miró un instante con cierta desilusión:
“Muy tarde –me dijo- el concurso ya pasó”
“Me da igual, de todas maneras se lo quiero dar”
“Muy bien.-contestó- Después lo leeré” –y sepultó el sobre en uno de los profundos cajones de su escritorio metálico, donde todavía descansa.

El tiempo, a cuyas magias borgeanas me he ido acostumbrando, quiso que una tarde, después de muchos años de lo anteriormente narrado, me encontrara con un individuo a quien en principio no reconocí. Nos hallábamos en el aeropuerto de Barajas. Ambos regresábamos a Chile, por coincidencia en el mismo vuelo de Lan. Se trataba de Matías Viel, Lord Banana en persona.
Durante el vuelo, y aprovechando que era temporada baja y el avión iba prácticamente vacío, nos cambiamos de asiento y charlamos hasta que nos dio hipo. En algún momento nos acordamos de la inefable señorita Marabolí.

¿Qué habrá sido de ella? –pregunté, no porque esperase una respuesta, sino más bien por nostalgia.
¿Pero, cómo, no sabes que terminó casada con Barrera? – se extraño Lord Banana.
¡¿Con ese viejo de mierda?¡ ¡No te creo!
Pues, créeme. Además no tiene nada de raro.
¿Y por qué no tiene nada de raro?
No pues, hombre, si el viejo la hizo su amante a poco de que ella llegara.
¡Me estás hueveando!
No, claro que no. Fue en aquella época en que tu creías que se la iba a tirar Maragaño, pero en realidad el que se la terminó tirando fue el viejo zorro. Acuérdate que él la obligaba a usar esas pintas de puta que le regalaba.
¡No huevées! ¿Y tú cómo sabís tanto?
Por mi viejo, si solían juntarse a jugar al cacho.
Oye, y dime una cosa maricón, ¿tú sabías todo esto en ese momento o te enteraste después?
No, después, después… y vi que Lord Banana se reía mientras el mechón de pelo rubio le tapaba el ojo derecho igual que hace un millón de años.
¡Viejo conchesumadre! –comenté cabizbajo.
Ahora entendía todo. Por eso Barrera nunca tomó ninguna acción punitiva en contra de la Señorita Marabolí. Y quien sabe si no fui yo el que inicié todo con aquella ridícula idea de llevarle la carta falsa.
¿Sabes qué es lo más gracioso? – Lord Banana me tocó las costillas con un codo. ¿Te acuerdas de esa carta que le hicimos escribir engañándola?... Lo que pasa es que el viejo creyó que era verdadera y la llamó a su despacho. Ella se defendió y alegó que todo era una confusión, que un estudiante… Pero el viejo maricón la amenazó con denunciarla y hacerle un sumario… A menos que…. ya te puedes imaginar el resto.
Me sentí mal. Por un instante deseé no haberme encontrado con Lord Banana; desee que se callara; desee estrangularlo. Sin embargo, seguí escuchando su relato.
Así que se convirtió en su amante y el viejo comenzó a perder el seso por ella. La obligaba a vestirse con unas huevadas que el creía eran sofisticadas. ¿No te acordai? La mina estaba asustada y le seguía el amén. Pero eso duró hasta el día en que se empelotó en tu curso. Después de eso, cuando esta mina se la juega para que la echen y así librarse del viejo, ocurrieron varias cosas. Él se dio cuenta de que estaba enamorado hasta las patas y que sencillamente era incapaz de echarla. Aparte de que habían dos versiones de lo ocurrido y en una, ella resultaba inocente. Entonces ella ganó terreno y equilibró las cosas. Aceptó quedarse siempre que pudiera ser ella misma. Ganó.
Mientras escuchaba a Lord Banana trataba de comprender cómo era posible que él hablara con tanta propiedad y tranquilidad de aquellos hechos. Cada cosa que decía a mi me afectaba y parecía remover algo en mi interior. Lo miré. Se veía próspero, elegante, lleno de confianza. Conservaba aquella inteligencia soterrada y capciosa de sus años del colegio.
Esta bien- dije- todo tiene sentido, pero lo que no entiendo es cómo es que finalmente se casan.
Se casan, claro.
Eso es lo que no entiendo, ¿ella lo terminó queriendo?
¿Cómo saberlo? –reflexionó- Lord Banana- lo que está muy claro es que el viejo tenía su pequeña fortuna. Una situación, ¿me entendís? Y sobre todo mucho pituto. Eso puede haber sido atractivo para una mina de su condición.
En ese momento el avión comenzó a ser sacudido por una turbulencia. Cerré los ojos y por un momento deseé que nos fuéramos todos a la chucha. Me imaginé cayendo sobre el atlántico convertido en mierda. También pensé en aquel magnífico culo que una vez tuve la dicha de besar.
Luego me dormí.

FIN


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© David Miralles (2008)
Copyrighted material. Este cuento forma parte del libro "Lord Banana Y Otros Cuentos" publicado por Editorial Kultrun.
Prohibida su reproducción sin permiso expreso del autor.
1-(610)-450-4039
Ardmore, Pennsylvania.
Domingo, 16 de Julio de 2006

A bordo de un viejo vapor

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