Tal vez había reñido con mi abuela o estaba aburrido o deprimido, no sé. Lo cierto es que bajé el empinado camino de grava hasta la playa e ingresé al gran cobertizo donde mi abuelo construía un bote velero.
Me gustaba estar allí. El olor a madera cepillada, a brea y a pintura fresca me hacían imaginar aventuras en islas distantes y desconocidas. Además, el sólo ver como construían aquel gran bote, era ya, de por sí, algo fantástico. No era la primera vez que estaba allí, por cierto, pero siendo un escolar y teniendo que ayudar a mi abuela en casa, no se me permitía ir con mucha frecuencia.
Había, además, otra razón. A mi abuela no le gustaba que aprendiera malas palabras en compañía de los pescadores. Esta era, desde luego, un prevención irrisoria porque el lugar donde uno aprendía las palabras más soeces y los peores insultos no era áquel, sino precisamente la escuela. Y a esas alturas, -el quinto año de primaria- dudo de que ya no los supiera todos.
Aquella tarde, sin embargo, mi abuelo se encontraba solo. El bote estaba casi terminado y había que esperar a que se secara la primera mano de pintura.
El viejo liaba meticulosamente un cigarro. Sus manos grandes y callosas, manchadas de pintura y barniz, poseían una delicadeza impensada. Finalmente terminó pasándole el ápice de la lengua para pegar el fino papel de su “pucho”. Cerró sin prisa la bolsa de tabaco de cuero y guardó el pequeño librillo “Payá & Miralles” que ostentaba la figura de un gallo.
Todos los objetos de mi abuelo ejercían en mí un embrujo extraordinario, del mismo modo que los objetos domésticos o las chucherías de mi abuela me producían la más grande indiferencia.
-Acompáñame, hijo - me invitó mientras encendía su cigarrillo.
Salimos al pequeño muelle adosado al cobertizo y nos sentamos en los escalones, casi al borde de las aguas.
- ¿Te retó la abuela? – La pregunta llegó después de una larga pausa, - ....-
- No le hagas caso- me dijo, conciliador.
- ¿Por qué? –
- Pues, porque ella te quiere muchísimo y tú también a ella.
Creo que fue entonces cuando le pregunté cuánto tiempo la conocía.
- Toda la vida – respondió mientras ponía su mano grande y pasada sobre mi hombro.
- Ya van a hacer casi cuarenta y seis años- precisó.
-Eras muy joven en aquel tiempo, entonces- le dije.
- No tanto, en aquel tiempo ya tenía 24 años y me iba a casar. Me acuerdo que aquel verano, cuando la conocí, salíamos todos los días muy temprano a pescar y en las tardes vagabundeaba por la playa hasta la noche cuando me encontraba con mi novia.
El abuelo sabía cómo despertar mi curiosidad. Y lo hacía con una sutileza encantadora, como si en realidad no quisiera distraerme con sus historias y, a veces, cuando notaba que mi interés había llegado al máximo, comenzaba a intercalar detalles absurdos, lesionando grosera y deliberadamente la verosimilitud de su relato. Hasta que yo le reclamaba. Entonces se reía y me decía con sus ojos oscuros, cargados de malicia:
¡Caramba, qué no lo dejen mentir tranquilo a uno!
Lo hacía tal vez para prevenirme de mi excesiva inocencia. Y aquello me irritaba, claro. Porque yo, a esa edad, era demasiado serio para entrar en semejantes juegos. Como la mayoría de los jóvenes, todavía no había desarrollado el sentido del humor, el cual, como se sabe, aparece muy tardíamente en la vida.
De todos modos, aprendí a escuchar las historias del abuelo con cierta suspicacia. Atento siempre a que surgieran detalles escandalosamente irreales. Hecho que parecía agradarle porque le proveía un motivo para sorprenderme con sutiles lazos y secretas trampas que yo era incapaz de advertir.
Así fue como aquella tarde continuó fumando apasiblemente y contándome que...
"Un día, mientras me encontraba tendido en la arena leyendo un libro de mecánica que me había prestado mi hermano, me llegó un pelotazo en la cabeza. Bueno, un pelotazo es ponerle mucho, me golpeó la cabeza una pelota de goma. Cuando me paré para buscar al causante del ataque, no vi a nadie. Miré en todas direcciones pero no vi a nadie. Aquello me pareció muy extraño, pero me dije que quien quiera haya sido, tendría que aparecer tarde o temprano a reclamar su pelota.
No fue así, sin embargo. Y me quedé con la pelota. Era una de aquellas de goma azul con estrellitas. La pelota de una chica, de eso no había duda, porque los muchachos usábamos las de cascos, mientras que las muchachas usaban aquellas para jugar a “las naciones” y a otros juegos de mujeres.
Pero, la propietaria sencillamente no apareció, de manera que me llevé la pelota a casa. Me preguntaba por qué la muchacha no se atrevería a ir por ella. Posiblemente porque aquella era una playa muy solitaria y aquella tarde especialmente, no andaba nadie, excepto yo y, naturalmente, ella. Quizás tuvo miedo de mí. O quizás estaba muy avergonzada. No lo sabía.
También era posible que se tratara de un muchacho y que, precisamente por ello, no se animara a reclamar. ¿Qué hacía un chico con una pelota de mujer, eh?
De todas maneras me intrigaba su forma tan rápida de desaparecer. En aquella playa había algunas rocas de regular tamaño y uno o dos árboles no muy grandes. Es posible que se haya ocultado tras ellos.
En cualquier caso, tomé la costumbre de llevar aquel lindo balón todas las tardes que iba para allá. Lo dejaba allí al lado mío, por si la propietaria o el propietario cobraban el valor suficiente para ir a recuperarlo.
Y una de aquellas tardes apareció una chiquilla. Pero no a recuperar el balón, sino que se acercó a pedirme un favor.
- Hola, ¿sabes nadar?...
- Claro que sí – le respondí- ¿tú no?...
- Sí, un poquito. La verdad, no mucho- respondió con timidez.
- ¿pero por qué preguntas?
- Es que mi flotador se fue muy lejos y no me atrevo a ir por él. Entonces pensé que quizás tú podrías ayudarme…
- Claro que sí. No te preocupes. Le dije.
Rescaté su flotador y se lo di. En aquel momento no pensé que ella fuera la propietaria del balón de goma. La invité a sentarse y charlamos.
Era una chica muy linda. Tenía unos ojos verdes luminosos y unas manos largas y finas. Su cabello era oscuro y su piel muy blanca. Y olía muy bien.
-¡Qué rico hueles!- le dije - ¿Qué te echas?...
- Baby Lee - es que es una colonia de bebés, me explicó.
Y al decirlo vi que tenía las mejillas encendidas. Se me ocurrió preguntarle la edad, pero, aparte de que me pareció de mal gusto, estuve seguro de que me mentiría. Me pareció, sin embargo, que no tendría más de 12 años, cuando más 13.
Pasamos aquella tarde bromeando y muy a gusto el uno con el otro. Cuando llegó la hora de retirarnos, le di la mano pero ella se acercó y me dio un beso en la mejilla. Como si se arrepintiera de su audacia se volvió rápidamente y echó a andar. Sin embargo, al cabo de dar algunos pasos se volvió y me dijo:
- me encanta estar contigo -
Luego se echó a correr.
Naturalmente se lo conté a mi novia y ella inmediatamente quiso conocerla. Me di cuenta en ese momento que no sabía el nombre ni ningún otro dato relevante sobre mi pequeña amiga.
El día siguiente fue un día tormentoso y nublado. No por ello dejé de ir a la playa y de llevar conmigo aquella pelota azul.
Cuando llegué, vi que mi nueva amiga caminaba entre el marullo de las olas. El viento soplaba reciamente y desordenaba su pelo. Llevaba su flotador en un brazo y un pequeño bolso en el otro. La saludé desde lejos y ella levantó la mano del bolso. Después corrió hacia mí y me abrazó. Sentí una gran ternura y supe en ese momento que la querría siempre. Aunque pensé tal vez, vagamente, que aquello era un error. Era sólo una chiquilla y quizás se estaba enamorando.
Así que le hablé de Ester. Hablé largamente y con gran entusiasmo de nuestros planes de matrimonio, de cuánto nos queríamos, de cómo estaba ahorrando para nuestra casa, hasta que me di cuenta de que ella no me escuchaba. Miraba a los lejos, hacia las islas al otro lado del río, abstraída y con un ligero aire de impaciencia.
Le pregunté su nombre.
- No me gusta mi nombre- respondió.
- Aún así quiero saberlo- insistí.
- mejor dame un nombre tú-
Comprendí que una de sus cualidades era la determinación. O visto de forma negativa, la terquedad. No quise discutir. Pensé en un bonito nombre, un nombre que le hiciera justicia.
-¿que tal "Mariel"?
- ¿"Mariel"? Sí, me gusta.
-Muy bien, si así lo quieres de ahora en adelante te llamarás Mariel.
En ese momento mi abuelo se detuvo y me miró, preguntándome:
-¿No te estaré aburriendo con mi historia?...
- Para nada - le respondí. ¿pero qué pasó con Mariel? ¿Se enamoró de ti, entonces?
- Se enamoró, sí. ¿oye, por casualidad no te fijaste cómo se llama el bote que estoy terminando?
Me lo quedé mirando con expectación. La verdad es que no había puesto atención en ese detalle. Me levanté y corrí al cobertizo.
Efectivamente, el nuevo bote se llamaba “MARIEL”.
Volví al lado de mi viejo. Estaba sorprendido. Pero él se limitó a sonreír enigmáticamente mientras me guiñaba un ojo.
- ¿Y entonces Ester…?- pregunté tímidamente.
- Vamos por parte. Vamos por parte… musitó él. La vida está llena de cosas raras e inesperadas. Malas y buenas. Ya vas a ver.
Y no supe si aquel “ya vas a ver” me lo dijo por los acontecimientos que se aprestaba a contar o por lo que me pasaría a mí en mi vida futura.
Bueno, pasaron los días y cada vez que iba a la playa, allí estaba Mariel, fielmente esperándome. Conversábamos largas horas y creo que llegamos a conocernos muy bien. Uno de esos días llegó incluso a confesarme su verdadero nombre. Se llamaba Ester, como mi novia. Creí comprender, sin que me lo explicara, el verdadero alcance de su disgusto.
Me contó que por las mañanas iba a la escuela. La llevaba su abuela en un destartalado Ford T y luego regresaba río abajo en la “Duby” a eso de la 1:30. La escuela le resultaba aburrida y me decía que cada vez que el viejo automóvil se negaba a partir, y su abuela tenía que resignarse a que faltase a clases, ella no disimulaba su alegría. No obstante, era una muy buena estudiante.
Vivía al otro lado del río Tornagaleones en una antigua casa construida por su bisabuelo, un tal Hans Bauer de quien se dice que llegó a la zona a fines de siglo XIX y que fue rechazado por la comunidad germana local luego de casarse con una araucana; su bisabuela. Según me dijo, ésta no era en realidad tan araucana, sino apenas una chilena de un vago ascendiente vasco. Pero, en realidad, para los alemanes de la época había muy poca diferencia.
Mariel coleccionaba todo tipo de conchas. Así que se alegraba muchísimo cuando yo le llevaba algún nuevo ejemplar. No era una simple aficionada. Sabía mucho del tema y me maravillaba explicándome detalles asombrosos sobre aquellos moluscos.
No era muy hábil en el agua, pero si una excelente bogadora.
Alguna de aquellas tardes me invitó a subir a su bote de remos y nos alejamos hasta llegar a una zona pantanosa donde crecían algas de agua dulce, nenúfares y cañas. Se sentía allí el chapotear de los coipos, el aleteo de los patos salvajes y el sigiloso desplazamiento de los cisnes de cuello negro. “Este es mi paraíso”. Recuerdo que dijo mientras sus ojos verdes se iluminaban con apasionada intensidad.
Y siempre me pedía que la abrazara. Y siempre quería escuchar latir mi corazón.
Pero a veces, muchas veces, sus ojos se llenaban de lágrimas, sin que yo pudiera entender exactamente qué era lo que la entristecía. Entonces, al notar mi preocupación, sonreía y me decía que estaba feliz; que era feliz.
Hasta que en algún momento, Ester, mi novia, comenzó a acompañarme a la playa. Tal vez habían cambiado el sistema de turnos en su trabajo, no lo recuerdo, lo cierto es que pudo disponer de algunas tardes libres. A ella le encantó desde un primer momento Mariel, sin embargo, no estoy seguro de que el sentimiento haya sido recíproco.
Pero Ester, que ya tenía 25, se reía de los celos de Mariel y la abrazaba y la obligaba a jugar con aquella pelota azul con estrellas.
Pero Mariel, parecía siempre contrariada por su presencia. Y no podía evitar contradecirla y corregirla a menudo. Ester, era una chica trabajadora, sin grandes estudios ni inclinaciones intelectuales, de manera que Mariel, que era muy inclinada a la lectura y poseía una gran inteligencia, podía, si quería, dejarla callada. Pero Ester no le hacía caso y, contrariamente a lo esperado, se admiraba y exclamaba:
¡Pero cuánto sabe esta chica! ¡Vamos a tener que cuidarla para que no se la rapten los rusos! Y se reía con esa hermosa risa que siempre tuvo.
“Está celosa”, me decía luego, “pero ya se le va a quitar”. “A su edad, una es así.”
Y por delicadeza, evitaba besarme frente a ella.
Sin embargo, una tarde nuestra querida Mariel, disgustada por algo que entonces no comprendimos, se adentró en las aguas del río y desapareció de nuestra vista. Corrí en su rescate con el corazón en vilo. Afortunadamente, logré sacarla de las aguas justo a tiempo.
Y en la playa, mientras la reanimábamos, me preguntaba por qué habíamos dejado que las cosas llegaran hasta este punto. Me sentí culpable por haber jugado con ella permitiendo que imaginara cosas imposibles. Pero en ese momento, y cómo suele ocurrir tan a menudo en la vida, no fui capaz de reconocer toda la verdad.
Tras dejarla en su casa y explicar a su abuela que había sufrido un accidente, Ester y yo volvíamos inmersos en un incómodo silencio para al cabo despedirnos sintiendo un extraño peso en el corazón.
Aquella noche me hice el propósito de no volver más a aquel lugar.
No sabía lo que hacía, desde luego. No, hasta que pasaron los días y comencé a extrañarla. Me justificaba ante mi mismo, diciéndome que aquello era una locura. Y tal parece que cuanto más comprobaba que volver a verla implicaba riesgos incalculables, más sufría.
Hacia el final de aquel verano mi voluntad finalmente se quebró y volví. Pero, quien caminaba aquella tarde por la playa era ya alguien diferente. En ese momento quizás no lo haya comprendido, pero al cabo de los años me he dado cuenta de que aquel sentimiento nunca más ha venido a mí y que nunca he amado a alguien con la tanta intensidad.
Sin embargo,cuando la encontré aquella tarde comprendí que algo se había roto para siempre. Ella también había cambiado.
-¡Qué bueno que viniste al fin!- me dijo. Pero no era un reproche.
Sus palabras tenían un extraño acento. Y aunque ignoré el presagio de las nubes que cubrieron súbitamente aquel cielo de febrero no pude evitar nuestro destino. Mariel parecía distinta, como si en aquellos días se hubiera desarrollado y fuera más mujer. Su rostro ya no reflejaba el candor de aquel primer encuentro. Había cierta dureza en sus hermosos ojos y cierta frialdad la envolvía congelando mi corazón.
No me atreví a decirle que la amaba.
-No quería irme sin despedirme de ti- dijo- Y, sobretodo, quería pedirte perdón por todas las molestias que te he dado.
Espero que me recuerdes -agregó.
Y mientras me explicaba que su padre había decidido llevársela con él a Santiago yo quizás sentí que las lágrimas podían traicionarme así que forcé una sonrisa y le deseé suerte; la mejor de las suertes.
¿Puedo darte un beso de despedida? - me preguntó. Entonces la abracé y mientras acariciaba su pelo le dije:
-Es mejor que no, amor. Si me besaras doldría para siempre.
Es probable que no haya entendido lo que quería decir. O tal vez sí.
Antes de irse me pregunto: ¿Todavía tienes esa pelota de goma azul con estrellas?...
¡Guárdala! por tu causa nunca más jugaré con ella.
Y la vi alejarse lentamente como si el viento de aquella tarde quisiera retenerla. Y mientras ella desaparecía de mi vida yo me quedé allí, parado, intentando no pensar, no comprender, no llorar, no ser yo."
Luego mientras subíamos de vuelta la empinada cuesta de grava, iba pensando que algo no encajaba en su historia. Porque era evidente que me había contado la historia de mi abuela y, sin embargo, al final de su relato declaraba que "había desaparecido de su vida". Por eso, antes de entrar a la casa, lo detuve.
"Abuelo, ¿Mariel es mi abuela?"
El viejo sonrío y alzando la viscera de la gorra de capitán se limitó a decir:
"Hay respuestas para las que no alcanza un sí ni un no, hijo"
"Pero, no entiendo, tu dijiste que ella había desaparecido de tu vida"
"Así es pequeño, ¿pero tú sabes cuántas vidas tiene un gato?"
"Siete"
"¿Y un loro?"
"Once"
"¿Y un hombre?"
"..."
Claro, yo entonces no sabía, no podía saber, cuántas vidas tiene un hombre. Y él tampoco podía explicármelo.
Sin embargo, hoy, Lunes 23 de Abril del año 2007, lo sé perfectamente.
Pero tampoco puedo explicarlo.
Me gustaba estar allí. El olor a madera cepillada, a brea y a pintura fresca me hacían imaginar aventuras en islas distantes y desconocidas. Además, el sólo ver como construían aquel gran bote, era ya, de por sí, algo fantástico. No era la primera vez que estaba allí, por cierto, pero siendo un escolar y teniendo que ayudar a mi abuela en casa, no se me permitía ir con mucha frecuencia.
Había, además, otra razón. A mi abuela no le gustaba que aprendiera malas palabras en compañía de los pescadores. Esta era, desde luego, un prevención irrisoria porque el lugar donde uno aprendía las palabras más soeces y los peores insultos no era áquel, sino precisamente la escuela. Y a esas alturas, -el quinto año de primaria- dudo de que ya no los supiera todos.
Aquella tarde, sin embargo, mi abuelo se encontraba solo. El bote estaba casi terminado y había que esperar a que se secara la primera mano de pintura.
El viejo liaba meticulosamente un cigarro. Sus manos grandes y callosas, manchadas de pintura y barniz, poseían una delicadeza impensada. Finalmente terminó pasándole el ápice de la lengua para pegar el fino papel de su “pucho”. Cerró sin prisa la bolsa de tabaco de cuero y guardó el pequeño librillo “Payá & Miralles” que ostentaba la figura de un gallo.
Todos los objetos de mi abuelo ejercían en mí un embrujo extraordinario, del mismo modo que los objetos domésticos o las chucherías de mi abuela me producían la más grande indiferencia.
-Acompáñame, hijo - me invitó mientras encendía su cigarrillo.
Salimos al pequeño muelle adosado al cobertizo y nos sentamos en los escalones, casi al borde de las aguas.
- ¿Te retó la abuela? – La pregunta llegó después de una larga pausa, - ....-
- No le hagas caso- me dijo, conciliador.
- ¿Por qué? –
- Pues, porque ella te quiere muchísimo y tú también a ella.
Creo que fue entonces cuando le pregunté cuánto tiempo la conocía.
- Toda la vida – respondió mientras ponía su mano grande y pasada sobre mi hombro.
- Ya van a hacer casi cuarenta y seis años- precisó.
-Eras muy joven en aquel tiempo, entonces- le dije.
- No tanto, en aquel tiempo ya tenía 24 años y me iba a casar. Me acuerdo que aquel verano, cuando la conocí, salíamos todos los días muy temprano a pescar y en las tardes vagabundeaba por la playa hasta la noche cuando me encontraba con mi novia.
El abuelo sabía cómo despertar mi curiosidad. Y lo hacía con una sutileza encantadora, como si en realidad no quisiera distraerme con sus historias y, a veces, cuando notaba que mi interés había llegado al máximo, comenzaba a intercalar detalles absurdos, lesionando grosera y deliberadamente la verosimilitud de su relato. Hasta que yo le reclamaba. Entonces se reía y me decía con sus ojos oscuros, cargados de malicia:
¡Caramba, qué no lo dejen mentir tranquilo a uno!
Lo hacía tal vez para prevenirme de mi excesiva inocencia. Y aquello me irritaba, claro. Porque yo, a esa edad, era demasiado serio para entrar en semejantes juegos. Como la mayoría de los jóvenes, todavía no había desarrollado el sentido del humor, el cual, como se sabe, aparece muy tardíamente en la vida.
De todos modos, aprendí a escuchar las historias del abuelo con cierta suspicacia. Atento siempre a que surgieran detalles escandalosamente irreales. Hecho que parecía agradarle porque le proveía un motivo para sorprenderme con sutiles lazos y secretas trampas que yo era incapaz de advertir.
Así fue como aquella tarde continuó fumando apasiblemente y contándome que...
"Un día, mientras me encontraba tendido en la arena leyendo un libro de mecánica que me había prestado mi hermano, me llegó un pelotazo en la cabeza. Bueno, un pelotazo es ponerle mucho, me golpeó la cabeza una pelota de goma. Cuando me paré para buscar al causante del ataque, no vi a nadie. Miré en todas direcciones pero no vi a nadie. Aquello me pareció muy extraño, pero me dije que quien quiera haya sido, tendría que aparecer tarde o temprano a reclamar su pelota.
No fue así, sin embargo. Y me quedé con la pelota. Era una de aquellas de goma azul con estrellitas. La pelota de una chica, de eso no había duda, porque los muchachos usábamos las de cascos, mientras que las muchachas usaban aquellas para jugar a “las naciones” y a otros juegos de mujeres.
Pero, la propietaria sencillamente no apareció, de manera que me llevé la pelota a casa. Me preguntaba por qué la muchacha no se atrevería a ir por ella. Posiblemente porque aquella era una playa muy solitaria y aquella tarde especialmente, no andaba nadie, excepto yo y, naturalmente, ella. Quizás tuvo miedo de mí. O quizás estaba muy avergonzada. No lo sabía.
También era posible que se tratara de un muchacho y que, precisamente por ello, no se animara a reclamar. ¿Qué hacía un chico con una pelota de mujer, eh?
De todas maneras me intrigaba su forma tan rápida de desaparecer. En aquella playa había algunas rocas de regular tamaño y uno o dos árboles no muy grandes. Es posible que se haya ocultado tras ellos.
En cualquier caso, tomé la costumbre de llevar aquel lindo balón todas las tardes que iba para allá. Lo dejaba allí al lado mío, por si la propietaria o el propietario cobraban el valor suficiente para ir a recuperarlo.
Y una de aquellas tardes apareció una chiquilla. Pero no a recuperar el balón, sino que se acercó a pedirme un favor.
- Hola, ¿sabes nadar?...
- Claro que sí – le respondí- ¿tú no?...
- Sí, un poquito. La verdad, no mucho- respondió con timidez.
- ¿pero por qué preguntas?
- Es que mi flotador se fue muy lejos y no me atrevo a ir por él. Entonces pensé que quizás tú podrías ayudarme…
- Claro que sí. No te preocupes. Le dije.
Rescaté su flotador y se lo di. En aquel momento no pensé que ella fuera la propietaria del balón de goma. La invité a sentarse y charlamos.
Era una chica muy linda. Tenía unos ojos verdes luminosos y unas manos largas y finas. Su cabello era oscuro y su piel muy blanca. Y olía muy bien.
-¡Qué rico hueles!- le dije - ¿Qué te echas?...
- Baby Lee - es que es una colonia de bebés, me explicó.
Y al decirlo vi que tenía las mejillas encendidas. Se me ocurrió preguntarle la edad, pero, aparte de que me pareció de mal gusto, estuve seguro de que me mentiría. Me pareció, sin embargo, que no tendría más de 12 años, cuando más 13.
Pasamos aquella tarde bromeando y muy a gusto el uno con el otro. Cuando llegó la hora de retirarnos, le di la mano pero ella se acercó y me dio un beso en la mejilla. Como si se arrepintiera de su audacia se volvió rápidamente y echó a andar. Sin embargo, al cabo de dar algunos pasos se volvió y me dijo:
- me encanta estar contigo -
Luego se echó a correr.
Naturalmente se lo conté a mi novia y ella inmediatamente quiso conocerla. Me di cuenta en ese momento que no sabía el nombre ni ningún otro dato relevante sobre mi pequeña amiga.
El día siguiente fue un día tormentoso y nublado. No por ello dejé de ir a la playa y de llevar conmigo aquella pelota azul.
Cuando llegué, vi que mi nueva amiga caminaba entre el marullo de las olas. El viento soplaba reciamente y desordenaba su pelo. Llevaba su flotador en un brazo y un pequeño bolso en el otro. La saludé desde lejos y ella levantó la mano del bolso. Después corrió hacia mí y me abrazó. Sentí una gran ternura y supe en ese momento que la querría siempre. Aunque pensé tal vez, vagamente, que aquello era un error. Era sólo una chiquilla y quizás se estaba enamorando.
Así que le hablé de Ester. Hablé largamente y con gran entusiasmo de nuestros planes de matrimonio, de cuánto nos queríamos, de cómo estaba ahorrando para nuestra casa, hasta que me di cuenta de que ella no me escuchaba. Miraba a los lejos, hacia las islas al otro lado del río, abstraída y con un ligero aire de impaciencia.
Le pregunté su nombre.
- No me gusta mi nombre- respondió.
- Aún así quiero saberlo- insistí.
- mejor dame un nombre tú-
Comprendí que una de sus cualidades era la determinación. O visto de forma negativa, la terquedad. No quise discutir. Pensé en un bonito nombre, un nombre que le hiciera justicia.
-¿que tal "Mariel"?
- ¿"Mariel"? Sí, me gusta.
-Muy bien, si así lo quieres de ahora en adelante te llamarás Mariel.
En ese momento mi abuelo se detuvo y me miró, preguntándome:
-¿No te estaré aburriendo con mi historia?...
- Para nada - le respondí. ¿pero qué pasó con Mariel? ¿Se enamoró de ti, entonces?
- Se enamoró, sí. ¿oye, por casualidad no te fijaste cómo se llama el bote que estoy terminando?
Me lo quedé mirando con expectación. La verdad es que no había puesto atención en ese detalle. Me levanté y corrí al cobertizo.
Efectivamente, el nuevo bote se llamaba “MARIEL”.
Volví al lado de mi viejo. Estaba sorprendido. Pero él se limitó a sonreír enigmáticamente mientras me guiñaba un ojo.
- ¿Y entonces Ester…?- pregunté tímidamente.
- Vamos por parte. Vamos por parte… musitó él. La vida está llena de cosas raras e inesperadas. Malas y buenas. Ya vas a ver.
Y no supe si aquel “ya vas a ver” me lo dijo por los acontecimientos que se aprestaba a contar o por lo que me pasaría a mí en mi vida futura.
Bueno, pasaron los días y cada vez que iba a la playa, allí estaba Mariel, fielmente esperándome. Conversábamos largas horas y creo que llegamos a conocernos muy bien. Uno de esos días llegó incluso a confesarme su verdadero nombre. Se llamaba Ester, como mi novia. Creí comprender, sin que me lo explicara, el verdadero alcance de su disgusto.
Me contó que por las mañanas iba a la escuela. La llevaba su abuela en un destartalado Ford T y luego regresaba río abajo en la “Duby” a eso de la 1:30. La escuela le resultaba aburrida y me decía que cada vez que el viejo automóvil se negaba a partir, y su abuela tenía que resignarse a que faltase a clases, ella no disimulaba su alegría. No obstante, era una muy buena estudiante.
Vivía al otro lado del río Tornagaleones en una antigua casa construida por su bisabuelo, un tal Hans Bauer de quien se dice que llegó a la zona a fines de siglo XIX y que fue rechazado por la comunidad germana local luego de casarse con una araucana; su bisabuela. Según me dijo, ésta no era en realidad tan araucana, sino apenas una chilena de un vago ascendiente vasco. Pero, en realidad, para los alemanes de la época había muy poca diferencia.
Mariel coleccionaba todo tipo de conchas. Así que se alegraba muchísimo cuando yo le llevaba algún nuevo ejemplar. No era una simple aficionada. Sabía mucho del tema y me maravillaba explicándome detalles asombrosos sobre aquellos moluscos.
No era muy hábil en el agua, pero si una excelente bogadora.
Alguna de aquellas tardes me invitó a subir a su bote de remos y nos alejamos hasta llegar a una zona pantanosa donde crecían algas de agua dulce, nenúfares y cañas. Se sentía allí el chapotear de los coipos, el aleteo de los patos salvajes y el sigiloso desplazamiento de los cisnes de cuello negro. “Este es mi paraíso”. Recuerdo que dijo mientras sus ojos verdes se iluminaban con apasionada intensidad.
Y siempre me pedía que la abrazara. Y siempre quería escuchar latir mi corazón.
Pero a veces, muchas veces, sus ojos se llenaban de lágrimas, sin que yo pudiera entender exactamente qué era lo que la entristecía. Entonces, al notar mi preocupación, sonreía y me decía que estaba feliz; que era feliz.
Hasta que en algún momento, Ester, mi novia, comenzó a acompañarme a la playa. Tal vez habían cambiado el sistema de turnos en su trabajo, no lo recuerdo, lo cierto es que pudo disponer de algunas tardes libres. A ella le encantó desde un primer momento Mariel, sin embargo, no estoy seguro de que el sentimiento haya sido recíproco.
Pero Ester, que ya tenía 25, se reía de los celos de Mariel y la abrazaba y la obligaba a jugar con aquella pelota azul con estrellas.
Pero Mariel, parecía siempre contrariada por su presencia. Y no podía evitar contradecirla y corregirla a menudo. Ester, era una chica trabajadora, sin grandes estudios ni inclinaciones intelectuales, de manera que Mariel, que era muy inclinada a la lectura y poseía una gran inteligencia, podía, si quería, dejarla callada. Pero Ester no le hacía caso y, contrariamente a lo esperado, se admiraba y exclamaba:
¡Pero cuánto sabe esta chica! ¡Vamos a tener que cuidarla para que no se la rapten los rusos! Y se reía con esa hermosa risa que siempre tuvo.
“Está celosa”, me decía luego, “pero ya se le va a quitar”. “A su edad, una es así.”
Y por delicadeza, evitaba besarme frente a ella.
Sin embargo, una tarde nuestra querida Mariel, disgustada por algo que entonces no comprendimos, se adentró en las aguas del río y desapareció de nuestra vista. Corrí en su rescate con el corazón en vilo. Afortunadamente, logré sacarla de las aguas justo a tiempo.
Y en la playa, mientras la reanimábamos, me preguntaba por qué habíamos dejado que las cosas llegaran hasta este punto. Me sentí culpable por haber jugado con ella permitiendo que imaginara cosas imposibles. Pero en ese momento, y cómo suele ocurrir tan a menudo en la vida, no fui capaz de reconocer toda la verdad.
Tras dejarla en su casa y explicar a su abuela que había sufrido un accidente, Ester y yo volvíamos inmersos en un incómodo silencio para al cabo despedirnos sintiendo un extraño peso en el corazón.
Aquella noche me hice el propósito de no volver más a aquel lugar.
No sabía lo que hacía, desde luego. No, hasta que pasaron los días y comencé a extrañarla. Me justificaba ante mi mismo, diciéndome que aquello era una locura. Y tal parece que cuanto más comprobaba que volver a verla implicaba riesgos incalculables, más sufría.
Hacia el final de aquel verano mi voluntad finalmente se quebró y volví. Pero, quien caminaba aquella tarde por la playa era ya alguien diferente. En ese momento quizás no lo haya comprendido, pero al cabo de los años me he dado cuenta de que aquel sentimiento nunca más ha venido a mí y que nunca he amado a alguien con la tanta intensidad.
Sin embargo,cuando la encontré aquella tarde comprendí que algo se había roto para siempre. Ella también había cambiado.
-¡Qué bueno que viniste al fin!- me dijo. Pero no era un reproche.
Sus palabras tenían un extraño acento. Y aunque ignoré el presagio de las nubes que cubrieron súbitamente aquel cielo de febrero no pude evitar nuestro destino. Mariel parecía distinta, como si en aquellos días se hubiera desarrollado y fuera más mujer. Su rostro ya no reflejaba el candor de aquel primer encuentro. Había cierta dureza en sus hermosos ojos y cierta frialdad la envolvía congelando mi corazón.
No me atreví a decirle que la amaba.
-No quería irme sin despedirme de ti- dijo- Y, sobretodo, quería pedirte perdón por todas las molestias que te he dado.
Espero que me recuerdes -agregó.
Y mientras me explicaba que su padre había decidido llevársela con él a Santiago yo quizás sentí que las lágrimas podían traicionarme así que forcé una sonrisa y le deseé suerte; la mejor de las suertes.
¿Puedo darte un beso de despedida? - me preguntó. Entonces la abracé y mientras acariciaba su pelo le dije:
-Es mejor que no, amor. Si me besaras doldría para siempre.
Es probable que no haya entendido lo que quería decir. O tal vez sí.
Antes de irse me pregunto: ¿Todavía tienes esa pelota de goma azul con estrellas?...
¡Guárdala! por tu causa nunca más jugaré con ella.
Y la vi alejarse lentamente como si el viento de aquella tarde quisiera retenerla. Y mientras ella desaparecía de mi vida yo me quedé allí, parado, intentando no pensar, no comprender, no llorar, no ser yo."
Luego mientras subíamos de vuelta la empinada cuesta de grava, iba pensando que algo no encajaba en su historia. Porque era evidente que me había contado la historia de mi abuela y, sin embargo, al final de su relato declaraba que "había desaparecido de su vida". Por eso, antes de entrar a la casa, lo detuve.
"Abuelo, ¿Mariel es mi abuela?"
El viejo sonrío y alzando la viscera de la gorra de capitán se limitó a decir:
"Hay respuestas para las que no alcanza un sí ni un no, hijo"
"Pero, no entiendo, tu dijiste que ella había desaparecido de tu vida"
"Así es pequeño, ¿pero tú sabes cuántas vidas tiene un gato?"
"Siete"
"¿Y un loro?"
"Once"
"¿Y un hombre?"
"..."
Claro, yo entonces no sabía, no podía saber, cuántas vidas tiene un hombre. Y él tampoco podía explicármelo.
Sin embargo, hoy, Lunes 23 de Abril del año 2007, lo sé perfectamente.
Pero tampoco puedo explicarlo.
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