20 febrero 2008

De la crítica como una de las bellas artes

Mi primer impulso siempre fue escribir en contra de B. No lo niego. Aque­llo, sin embargo, hubiera significado sucumbir ante una pasión innoble. Después pensé que acaso lo correcto fuera ignorarlo. Esta era una solución fá­cil y se­ductora y, de no haber comprendido, en última instancia, que tal ig­norancia era imposible y hasta antiética, determiné que lo acertado sería es­cribir a su favor. Esta solución, a pesar de su monstruosidad, permitía satis­facer todos los frentes y cubrir todas las necesidades. La perspectiva de con­tribuir al gran malentendido que era el éxito de B. era también una de las formas me­nos comunes de ataque mortal. Ensalzar una obra que íntima­mente despre­ciaba, desplegando una agudeza y una habilidad literaria que superaría enor­memente a la obra estudiada, sería una forma devastadora de aniquilación. La desproporción entre la magnificencia de la crítica y la indi­gencia de su ob­jeto resultaría, fatalmente, una de las formas más virulentas de ataque ja­más empleadas.
El hecho, de todas maneras insignificante, de que yo fuera un escritor prácti­camente desconocido y B. gozara, en ese entonces, de una pequeña, pero bien asentada reputación, no me desanimó. No solamente tenía la certeza de que sería leído, sino que además el público apreciaría de inmediato mi enorme superioridad literaria. La posibilidad, cierta, de que mis escritos so­bre B. fueran tomados en serio, no representaba un problema puesto que quienes tal hicieran no serían más que aquellos críticos mediocres, incapaces de una ver­dadero juicio intelectual. Los espíritus independientes y, en general, la gente dotada de un talento real, no tardarían en advertir la verdad.
¿Quién habría imaginado que aquella sería precisamente la debilidad de todo esto?
Y es que nunca hubo una verdad. O, mejor dicho, la verdad podía y pudo, tomar las apariencias más increíbles.
Escribí a favor de B. confiando en la verdad sin saber que la verdad no era más que aquello que yo mismo contribuí a forjar.
A estas alturas, de nada serviría alegar que B. es grande a causa de un ma­lentendido cuya fuerza arrolladora se terminó imponiendo sobre los simples hechos que ya nadie fue capaz de ver.
Pero lo más horrendo es lo sucedido en los casos de S. y M. quienes perca­tándose del error se han apresurado a escribir sendos libros, no para denun­ciarlo, sino, increíblemente, para acrecentarlo y terminar consolidándolo como la única y exclusiva verdad. Porque la verdad –como me lo confió más tarde el propio M. – es sólo lo posible y lo posible es sólo aquello que se conso­lida históricamente.
-yo podría darme el lujo de escribir sobre la obra de P. que es en realidad muy interesante, pero he preferido escribir un libro sobre B. porque tal libro será leído- continuó M.
- Y sabes por qué será leído?-
-...-
- porque en él me atrevo a refutar una de tus tesis más brillantes, aquella donde estableces que la imaginación de B. es igual a la masa versicular al cuadrado dividida por el tiempo de lectura.
Llegados a este punto, era muy difícil saber si S. hablaba en serio o en broma. Por la propia naturaleza del asunto era, en principio, muy difícil saber cuando y dónde se cruzaba la frontera entre una y otra.
-estoy en principio de acuerdo – continuó S. – en que el pensamiento poético de B. es igual a la masa versicular al cuadrado… donde difiero de ti es sim­plemente en que hay que dividirlo no por el tiempo de la lectura, sino por el tiempo poético interno del poema. De hecho, no puedo entender cómo es que no te diste cuenta de algo tan simple.
- Por supuesto que me di cuenta de ello- respondí- aquello era simplemente una clave para que hombres inteligentes como tú se dieran cuenta de que toda aquella teoría lo que hacía era reírse de la obra de B. Comprendo perfectamente que el tiempo de lectura es un elemento extradiegético y no puede ser una variable textual.
- Pues yo no lo entendí así. –me aseguró S.- Yo creí que tú deliberadamente planteabas una variable externa que era en definitiva el tiempo de la lectura crítica. Con lo cual estabas planteando la relatividad absoluta del valor estético de la obra de B. Si tal cosa fuese así, B., o la fama de B., podría deberse a factores históricos, a variables externas.
- ¿Y qué adelantamos con el hecho de corregirlo?
- No puedo creer que no te des cuenta, amigo mío – S. sonrió malignamente- ¿acaso has olvidado el efecto que la crítica produce en los autores? De todos los lectores de textos críticos, los autores son lectores privilegiados. Sólo ellos pueden comprender ciertas cosas. Y me temo que pronto tendremos noticias al respecto.
S. no se equivocaba. Meses más tarde, en uno de los últimos recitales de B. se dice que éste se presentó en el proscenio con una actitud nunca antes vista en él. Temblaba y parecía haber envejecido súbitamente. La gente pensó que lo aquejaba una enfermedad grave. Pidió que le trajesen un gran brasero de bronce. Fue complacido porque la gente pensó que se trataba de una vuelta simbólica a sus humildes orígenes gauchescos. Lo que sucedió allí, sin embargo, dejó consternado a todos. B. comenzó a quemar uno a uno sus libros y terminó su recital afirmando que toda su obra carecía de valor y que lo mejor que podían hacer era olvidarlo para siempre. La gente lo ovacionó porque entendió que el gran poeta realizaba un gesto poético aun más radical que toda su obra. B. lloraba y se dice que sólo atinaba a repetir: “hijos de puta, no entienden un carajo”. Días después lo hallaron muerto en un cuarto de un hotelucho de la Avenida Francia. Se cuentan muchas mentiras sobre este momento final. Se dice por ejemplo, que lo encontraron perfectamente vestido sobre su cama. Lucía su mejor traje y en la mano izquierda habría sostenido un libro con las páginas en blanco. Otros, sin embargo, refutan la versión anterior y dicen que el poeta fue hallado completamente desnudo mientras en su mano derecha sostenía una hoja en que había escrito –algunos dicen que con su propia sangre- “Lady D. I love u”.
Mucho tiempo después, la casualidad quiso que una noche, mientras me encontraba en un bar, trabara conversación con un individuo que resultó ser uno de los policías que hallaron al desafortunado B. Este me contó que en realidad el finado se encontraba vestido con una camiseta de Los Ángeles Lakers y unos Levis negros y que lo único que tenía en una de sus manos era un lápiz scripto verde y que en una de las paredes había escrito una formula: i=mv2/tt que nadie sabía que carajos significaba. “la doble t significa tiempo textual”-le dije- pero el policía sólo movió la cabeza.
Ambos estábamos completamente borrachos.

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