“Mucho me temo que ya no podré hablar seriamente de nada. Mi alma cree en algo que mi razón se ve obligada a negar”
Yo, Otro
Imre Kértész
Alrededor de las 10 PM del 7 de Abril de 1978, el teniente Abelardo Martínez Pesutic se encontraba cumpliendo funciones como comandante de una patrulla de vigilancia motorizada perteneciente al regimiento Coraceros, en la austral ciudad de Santa María. Todo había resultado normal hasta ese momento, y nada presagiaba un cambio en la paz con que se había desarrollado su trabajo. Sin embargo, sintió hambre y cansancio mientras circulaba por las húmedas calles de la ciudad. Pronto entregaría la guardia y eso lo consolaba. Uno de los conscriptos le pidió un cigarrillo y mientras sacaba uno para sí y le alargaba el paquete, comenzó a sentirse vagamente triste. Mas tarde, mientras el vehículo rodaba lentamente por avenida Picarte, mirando sin ver los escaparates iluminados con sus fantasmales luces de neón, fue que lo acometió un impulso irresistible de llorar. Sintió que los ojos se le inundaban de lágrimas y que estas comenzaban a rodar por sus mejillas. El cabo que conducía el jeep lo miraba por el rabillo del ojo de modo que se volvió hacia la ventanilla y vio sus rostro reflejado contra la noche. Aspiró profundamente el humo de su “advance” al tiempo que buscaba algunos pañuelos desechables en la guantera. Se sonó las narices y enjugó las abundantes lágrimas. En ese momento el conductor le preguntó si se sentía bien. Contestó que sí. El humo se le había metido en los ojos, mintió.
-¿Qué está quemando, mi teniente? – bromeó el cabo.
-“Advances”- dijo y sintió como un nudo en la garganta.
-pero esos son suavecitos, ¿no?-
- Sí, bajos índices. No soy bueno para el tabaco- se defendió, mientras sentía que iba a estallar en llanto como si acabara de hacer una penosa confesión.
-¿Sigo por la costanera, mi teniente?
-Sí, sí- se escuchó musitar.
El soldado tomó la amplia avenida que bordeaba el río. Algunas parejas de enamorados permanecían abrazados en los bancos de piedra; otros caminaban lentamente tomados de la mano. Una lancha surcaba las oscuras aguas entre la neblina que ya comenzaba a borrar la orilla opuesta.
El teniente Martínez se sentía cada vez más triste y asustado. Y por más que se esforzaba, no lograba comprender la razón de aquella súbita tristeza. No era hombre dado a las depresiones, sino más bien de un talante equilibrado; hasta jovial a veces. De hecho, no recordaba haber llorado desde el fusilamiento de su hermana Claudia, y de ello hacía ya cinco años. Aquella vez sí se le escaparon un par de lágrimas en el momento en que reconoció el cadáver lacerado en la morgue del Instituto Médico Legal.
Debía tratar de sobreponerse. Esto era completamente absurdo.
Haciendo un esfuerzo enorme forzó una sonrisa y dijo a sus hombres:
“Muy bien, soldados, vamos a dar una caminata por la costanera.”
El conductor detuvo el jeep y los soldados descendieron con cierta reticencia. Se quedaron mirando a Martínez en espera de sus órdenes.
Pero Martínez había perdido el don de mando. De hecho, parecía otra persona. Sus ojos anegados en lágrimas miraban ya sin la acostumbrada dureza, mientras que un temblor sacudía su barbilla y sus manos.
¿Está enfermo mi teniente? ¿Quiere que lo llevemos a la enfermería? –preguntó uno de los soldados.
No, no, soldados. Déjenme solo. ¡No sé que mierda me pasa!
-Pero mi teniente, usted se ve muy mal –protestó el conductor- déjenos llevarlo para ver si le dan un calmante o algo.
-No, muchachos, no- dijo todavía débilmente Martínez.
-Regresen ustedes. Déjenme aquí.
-No podemos, mi teniente. ¿Cómo cree que vamos a explicar esto?
-¡Les ordeno que se marchen!- gritó Martínez, mientras una gran convulsión lo sacudía.
-No, pues, mi teniente- protestaron todavía los jóvenes- no podemos ni queremos dejarlo aquí.
Entonces Martínez se llevó la mano a la cartuchera y extrajo su pistola de servicio. Mientras les apuntaba con mano temblorosa gritó, más bien rogó, dolorosamente:
¡Obedezcan, mierda!
Los soldados retrocedieron mientras miraban incrédulos cómo lo sacudían los sollozos. Uno a uno fueron trepando al vehículo y al cabo de un momento se pusieron en marcha.
Martínez dejó caer su arma sobre la hierba y se permaneció allí un momento como desorientado. Luego se encaminó tambaleante hacia un pequeño muelle al que se encontraba atado un bote. Se sentó en los últimos peldaños, casi al borde de las aguas y dejó que sus lágrimas lo desgarraran. Un par de cuervos marinos pasaron sobre él graznando soñolientos. Una densa nube pareció estacionarse en lo alto cubriendo la gran luna de Abril. A esa hora, los amantes se recogían a su casas. Las ratas asomaban sus ojos brillantes en los ductos. La marea crecía. Un ligero viento adormecía los árboles cercanos.
Y Martínez lloraba.
Nadie sabe cuanto tiempo permaneció así. Y al momento de reconstituir las acciones, hay quienes plantean que ello es irrelevante. Se cree, sin embargo, que al recuperar un poco la calma y levantar la vista, Martínez se encontró con que alguien más se encontraba en aquel lugar.
Se encontraba sentada en el bote. Era una chica. Vestía unos jeans gastados y un pulóver muy grande. Era hermosa y lo miraba aparentando cierta inquietud.
¿Qué haces usted ahí?- preguntó sobresaltado el teniente.
Nada. Es mi bote.
¿Sí? Y qué mira?
Pensé que te ibas a tirar al río.
…
¿No lo harás?
Es posible que sostuvieran este diálogo, quizás no exactamente así, pero algo por el estilo, o quizás no hablaron y nada más se entendieron mirándose.
Porque es, precisamenete aquí donde la historia se desperfila, perdiéndose en un final que, de cualquier modo no es feliz. Las versiones difieren y todo se vuelve muy confuso. Ciertos testigos afirman haber visto a Martínez abordando una embarcación. Otros, aseveran que Martínez simplemente se tiró a las aguas desde algún punto de la extensa costanera. Hay quienes lo vieron saltar desde el puente. Sin mencionar a aquellos que aseguran haberlo visto en compañía de una hermosa joven en una de las tabernas del puerto. Sin embargo, lo único cierto es que aquella noche se pierde su pista y que inmediatamente fue ordenada su búsqueda tanto a la policía como al propio ejército. Tiempo después se abriría un juicio al cual comparecieron en calidad de primeros sospechosos sus atribulados hombres. No obstante, se estableció que no mentían y en consecuencia, la imposibilidad de que ellos fueran los responsables de su desaparición.
Pero yo, antes y mejor que nadie, lo sabía, y ello, no porque me encuentre dotado del inverosímil don de la omnisciencia, sino porque ha llegado hasta mí un documento irrefutable. La historia de su hallazgo, sin embargo, atenta gravemente contra el terso desarrollo de los acontecimientos, de modo que, apelando a la benevolencia y a la confianza del lector, la pasaré por alto.
La verdad es que en algún momento Martínez aborda la embarcación de la muchacha. El llanto ha cesado casi por completo y comienza a invadirle una sensación de paz. La compañía silenciosa de la chica que rema con gran habilidad, le produce una emoción hasta entonces olvidada. Se siente protegido y sereno. La quietud de la noche y el suave vaivén de las aguas lo adormecen, meciéndole dulcemente. Martínez vuelve a ser un niño remontando las aguas del Nilo. Vuelve a soñarse inocente y sagrado. Vuelve a sentirse parte de la noche y del universo. Siente el olvido de quien ha sido; siente su humanidad formando parte del agua y del aire nocturno y, siente, de pronto que ama a Dios y a todas las criaturas vivientes: celestes o terrenales. Siente, en fin, que es la materia viva de un milagro.
Mientras tanto una densa niebla ha terminado por abarcarlo todo. El bote avanza entre densos girones blancos y húmedos, mientras a la distancia, una difusa aureola establece los límites de la urbe.
De pronto, una sombra se abate sobre ellos y tras un nervioso aleteo, termina posándose sobre la proa. El ave nocturna le mira y a Martínez le parece que aquellos ojos tienen algo de humano. Acaso en ese momento piense también que quizás se esté volviendo loco. Entonces se echa sobre el fondo del bote y ayudándose con una pequeña linterna a pilas escribe una carta o un poema o ambas cosas. El destinatario es ambiguo. A veces ocupa este lugar una mujer, Lina o Rina -la escritura es temblorosa-; a veces son sus compañeros de armas o de colegio; a veces el propio general Pinochet. Cuando cree haberla terminado el bote ha encallado en un pequeño islote. O quizás se ve obligado a terminarla precisamente por el brusco golpe del bote al encallar. No lo sabremos nunca. En cualquier caso, la última palabra que alcanzó a escribir es: “Magallanes”.
Al principio, los detectives que hallaron su cuerpo guardaron silencio obligados por la investigación en curso. Más tarde, sin embargo, el inspector Belarmino Pedrotti me confesó que entre los misterios no resueltos se encontraba el hecho de que en realidad se hallaron dos cuerpos, el del infortunado teniente y el de una mujer joven cuya data de muerte era imprecisa. Difícil de explicar también de qué manera Martínez pudo llegar hasta el lugar donde fue encontrado sin el concurso de alguna embarcación, puesto que lo único que fue hallado en la ribera fueron los restos podridos de un bote a remos. Pedrotti me señaló que se descartaba por imposible el hecho de que Martínez se halla desplazado hasta allí en aquel bote. La madera para podrirse necesita un largo período de tiempo. De acuerdo a nuestros peritajes, afirmó Pedrotti, no tenemos dudas de que la mujer pueda haber llegado en dicha embarcación, pero no el teniente. Otra pista que estamos siguiendo es el de unas llamadas hechas por el occiso el día anterior a su desaparición. “Mire”. Pedrotti me alargó una hoja mecanografiada con una lista de nombres y sus respectivos teléfonos.
Hay algo que el diligente inspector todavía no sabía o prefirió ignorar. Y es que, a pesar de que no figuraba mi verdadero nombre, él último de aquellos teléfonos era el mío.
Tal vez él único que contestó aquellas llamadas.
¿Cuánto tardará el buen inspector en hacerme preguntas que no sabré cómo responder?
-¿Qué está quemando, mi teniente? – bromeó el cabo.
-“Advances”- dijo y sintió como un nudo en la garganta.
-pero esos son suavecitos, ¿no?-
- Sí, bajos índices. No soy bueno para el tabaco- se defendió, mientras sentía que iba a estallar en llanto como si acabara de hacer una penosa confesión.
-¿Sigo por la costanera, mi teniente?
-Sí, sí- se escuchó musitar.
El soldado tomó la amplia avenida que bordeaba el río. Algunas parejas de enamorados permanecían abrazados en los bancos de piedra; otros caminaban lentamente tomados de la mano. Una lancha surcaba las oscuras aguas entre la neblina que ya comenzaba a borrar la orilla opuesta.
El teniente Martínez se sentía cada vez más triste y asustado. Y por más que se esforzaba, no lograba comprender la razón de aquella súbita tristeza. No era hombre dado a las depresiones, sino más bien de un talante equilibrado; hasta jovial a veces. De hecho, no recordaba haber llorado desde el fusilamiento de su hermana Claudia, y de ello hacía ya cinco años. Aquella vez sí se le escaparon un par de lágrimas en el momento en que reconoció el cadáver lacerado en la morgue del Instituto Médico Legal.
Debía tratar de sobreponerse. Esto era completamente absurdo.
Haciendo un esfuerzo enorme forzó una sonrisa y dijo a sus hombres:
“Muy bien, soldados, vamos a dar una caminata por la costanera.”
El conductor detuvo el jeep y los soldados descendieron con cierta reticencia. Se quedaron mirando a Martínez en espera de sus órdenes.
Pero Martínez había perdido el don de mando. De hecho, parecía otra persona. Sus ojos anegados en lágrimas miraban ya sin la acostumbrada dureza, mientras que un temblor sacudía su barbilla y sus manos.
¿Está enfermo mi teniente? ¿Quiere que lo llevemos a la enfermería? –preguntó uno de los soldados.
No, no, soldados. Déjenme solo. ¡No sé que mierda me pasa!
-Pero mi teniente, usted se ve muy mal –protestó el conductor- déjenos llevarlo para ver si le dan un calmante o algo.
-No, muchachos, no- dijo todavía débilmente Martínez.
-Regresen ustedes. Déjenme aquí.
-No podemos, mi teniente. ¿Cómo cree que vamos a explicar esto?
-¡Les ordeno que se marchen!- gritó Martínez, mientras una gran convulsión lo sacudía.
-No, pues, mi teniente- protestaron todavía los jóvenes- no podemos ni queremos dejarlo aquí.
Entonces Martínez se llevó la mano a la cartuchera y extrajo su pistola de servicio. Mientras les apuntaba con mano temblorosa gritó, más bien rogó, dolorosamente:
¡Obedezcan, mierda!
Los soldados retrocedieron mientras miraban incrédulos cómo lo sacudían los sollozos. Uno a uno fueron trepando al vehículo y al cabo de un momento se pusieron en marcha.
Martínez dejó caer su arma sobre la hierba y se permaneció allí un momento como desorientado. Luego se encaminó tambaleante hacia un pequeño muelle al que se encontraba atado un bote. Se sentó en los últimos peldaños, casi al borde de las aguas y dejó que sus lágrimas lo desgarraran. Un par de cuervos marinos pasaron sobre él graznando soñolientos. Una densa nube pareció estacionarse en lo alto cubriendo la gran luna de Abril. A esa hora, los amantes se recogían a su casas. Las ratas asomaban sus ojos brillantes en los ductos. La marea crecía. Un ligero viento adormecía los árboles cercanos.
Y Martínez lloraba.
Nadie sabe cuanto tiempo permaneció así. Y al momento de reconstituir las acciones, hay quienes plantean que ello es irrelevante. Se cree, sin embargo, que al recuperar un poco la calma y levantar la vista, Martínez se encontró con que alguien más se encontraba en aquel lugar.
Se encontraba sentada en el bote. Era una chica. Vestía unos jeans gastados y un pulóver muy grande. Era hermosa y lo miraba aparentando cierta inquietud.
¿Qué haces usted ahí?- preguntó sobresaltado el teniente.
Nada. Es mi bote.
¿Sí? Y qué mira?
Pensé que te ibas a tirar al río.
…
¿No lo harás?
Es posible que sostuvieran este diálogo, quizás no exactamente así, pero algo por el estilo, o quizás no hablaron y nada más se entendieron mirándose.
Porque es, precisamenete aquí donde la historia se desperfila, perdiéndose en un final que, de cualquier modo no es feliz. Las versiones difieren y todo se vuelve muy confuso. Ciertos testigos afirman haber visto a Martínez abordando una embarcación. Otros, aseveran que Martínez simplemente se tiró a las aguas desde algún punto de la extensa costanera. Hay quienes lo vieron saltar desde el puente. Sin mencionar a aquellos que aseguran haberlo visto en compañía de una hermosa joven en una de las tabernas del puerto. Sin embargo, lo único cierto es que aquella noche se pierde su pista y que inmediatamente fue ordenada su búsqueda tanto a la policía como al propio ejército. Tiempo después se abriría un juicio al cual comparecieron en calidad de primeros sospechosos sus atribulados hombres. No obstante, se estableció que no mentían y en consecuencia, la imposibilidad de que ellos fueran los responsables de su desaparición.
Pero yo, antes y mejor que nadie, lo sabía, y ello, no porque me encuentre dotado del inverosímil don de la omnisciencia, sino porque ha llegado hasta mí un documento irrefutable. La historia de su hallazgo, sin embargo, atenta gravemente contra el terso desarrollo de los acontecimientos, de modo que, apelando a la benevolencia y a la confianza del lector, la pasaré por alto.
La verdad es que en algún momento Martínez aborda la embarcación de la muchacha. El llanto ha cesado casi por completo y comienza a invadirle una sensación de paz. La compañía silenciosa de la chica que rema con gran habilidad, le produce una emoción hasta entonces olvidada. Se siente protegido y sereno. La quietud de la noche y el suave vaivén de las aguas lo adormecen, meciéndole dulcemente. Martínez vuelve a ser un niño remontando las aguas del Nilo. Vuelve a soñarse inocente y sagrado. Vuelve a sentirse parte de la noche y del universo. Siente el olvido de quien ha sido; siente su humanidad formando parte del agua y del aire nocturno y, siente, de pronto que ama a Dios y a todas las criaturas vivientes: celestes o terrenales. Siente, en fin, que es la materia viva de un milagro.
Mientras tanto una densa niebla ha terminado por abarcarlo todo. El bote avanza entre densos girones blancos y húmedos, mientras a la distancia, una difusa aureola establece los límites de la urbe.
De pronto, una sombra se abate sobre ellos y tras un nervioso aleteo, termina posándose sobre la proa. El ave nocturna le mira y a Martínez le parece que aquellos ojos tienen algo de humano. Acaso en ese momento piense también que quizás se esté volviendo loco. Entonces se echa sobre el fondo del bote y ayudándose con una pequeña linterna a pilas escribe una carta o un poema o ambas cosas. El destinatario es ambiguo. A veces ocupa este lugar una mujer, Lina o Rina -la escritura es temblorosa-; a veces son sus compañeros de armas o de colegio; a veces el propio general Pinochet. Cuando cree haberla terminado el bote ha encallado en un pequeño islote. O quizás se ve obligado a terminarla precisamente por el brusco golpe del bote al encallar. No lo sabremos nunca. En cualquier caso, la última palabra que alcanzó a escribir es: “Magallanes”.
Al principio, los detectives que hallaron su cuerpo guardaron silencio obligados por la investigación en curso. Más tarde, sin embargo, el inspector Belarmino Pedrotti me confesó que entre los misterios no resueltos se encontraba el hecho de que en realidad se hallaron dos cuerpos, el del infortunado teniente y el de una mujer joven cuya data de muerte era imprecisa. Difícil de explicar también de qué manera Martínez pudo llegar hasta el lugar donde fue encontrado sin el concurso de alguna embarcación, puesto que lo único que fue hallado en la ribera fueron los restos podridos de un bote a remos. Pedrotti me señaló que se descartaba por imposible el hecho de que Martínez se halla desplazado hasta allí en aquel bote. La madera para podrirse necesita un largo período de tiempo. De acuerdo a nuestros peritajes, afirmó Pedrotti, no tenemos dudas de que la mujer pueda haber llegado en dicha embarcación, pero no el teniente. Otra pista que estamos siguiendo es el de unas llamadas hechas por el occiso el día anterior a su desaparición. “Mire”. Pedrotti me alargó una hoja mecanografiada con una lista de nombres y sus respectivos teléfonos.
Hay algo que el diligente inspector todavía no sabía o prefirió ignorar. Y es que, a pesar de que no figuraba mi verdadero nombre, él último de aquellos teléfonos era el mío.
Tal vez él único que contestó aquellas llamadas.
¿Cuánto tardará el buen inspector en hacerme preguntas que no sabré cómo responder?
No hay comentarios.:
Publicar un comentario