31 agosto 2006

Como el ritmo del tren

Esta es una traducción del poema "Like the train´s beat" de Philip Larkin que me ha dado considerable trabajo. Sin duda, se cumple aquí el fatal designio del propio Larkin quien juzgaba imposible la traducción de un poema. Pero yo soy esencialmente porfiado y, me acojo, por último, a la idea de que una traducción es, mal que bien, una versión, una interpretación, un ejercicio creativo. El poema pertenece al primer libro de Larkin The North Ship que ya casi he terminado de trasladar al castellano.
Sería muy estimulante leer sus opiniones


Como el ritmo del tren
El rápido lenguaje agita los labios
De la aeromoza polaca en el asiento del rincón
El parpadeante sol
Enciende sus pestañas,
Recorta la definida vivacidad de sus huesos.
El pelo salvaje y controlado, cayéndole hacia atrás.
El gesticular de su charla extranjera,
Como los robles ingleses
Que pasan veloces por la ventana,

El tren rueda por zonas baldías
De ciudades. Aún las millas superadas
Se diversifican detrás de su rostro.
Y todo humano interés
Cae ante su belleza angulosa,
Como las arremolinadas notas que se aprietan
En la garganta de un pájaro, emitiendo sinsentidos
a través de los cielos escritos; una voz
regando un sitio de piedra.

21 agosto 2006

Magallanes

“Mucho me temo que ya no podré hablar seriamente de nada. Mi alma cree en algo que mi razón se ve obligada a negar”

Yo, Otro
Imre Kértész



Alrededor de las 10 PM del 7 de Abril de 1978, el teniente Abelardo Martínez Pesutic se encontraba cumpliendo funciones como comandante de una patrulla de vigilancia motorizada perteneciente al regimiento Coraceros, en la austral ciudad de Santa María. Todo había resultado normal hasta ese momento, y nada presagiaba un cambio en la paz con que se había desarrollado su trabajo. Sin embargo, sintió hambre y cansancio mientras circulaba por las húmedas calles de la ciudad. Pronto entregaría la guardia y eso lo consolaba. Uno de los conscriptos le pidió un cigarrillo y mientras sacaba uno para sí y le alargaba el paquete, comenzó a sentirse vagamente triste. Mas tarde, mientras el vehículo rodaba lentamente por avenida Picarte, mirando sin ver los escaparates iluminados con sus fantasmales luces de neón, fue que lo acometió un impulso irresistible de llorar. Sintió que los ojos se le inundaban de lágrimas y que estas comenzaban a rodar por sus mejillas. El cabo que conducía el jeep lo miraba por el rabillo del ojo de modo que se volvió hacia la ventanilla y vio sus rostro reflejado contra la noche. Aspiró profundamente el humo de su “advance” al tiempo que buscaba algunos pañuelos desechables en la guantera. Se sonó las narices y enjugó las abundantes lágrimas. En ese momento el conductor le preguntó si se sentía bien. Contestó que sí. El humo se le había metido en los ojos, mintió.
-¿Qué está quemando, mi teniente? – bromeó el cabo.
-“Advances”- dijo y sintió como un nudo en la garganta.
-pero esos son suavecitos, ¿no?-
- Sí, bajos índices. No soy bueno para el tabaco- se defendió, mientras sentía que iba a estallar en llanto como si acabara de hacer una penosa confesión.
-¿Sigo por la costanera, mi teniente?
-Sí, sí- se escuchó musitar.
El soldado tomó la amplia avenida que bordeaba el río. Algunas parejas de enamorados permanecían abrazados en los bancos de piedra; otros caminaban lentamente tomados de la mano. Una lancha surcaba las oscuras aguas entre la neblina que ya comenzaba a borrar la orilla opuesta.
El teniente Martínez se sentía cada vez más triste y asustado. Y por más que se esforzaba, no lograba comprender la razón de aquella súbita tristeza. No era hombre dado a las depresiones, sino más bien de un talante equilibrado; hasta jovial a veces. De hecho, no recordaba haber llorado desde el fusilamiento de su hermana Claudia, y de ello hacía ya cinco años. Aquella vez sí se le escaparon un par de lágrimas en el momento en que reconoció el cadáver lacerado en la morgue del Instituto Médico Legal.
Debía tratar de sobreponerse. Esto era completamente absurdo.
Haciendo un esfuerzo enorme forzó una sonrisa y dijo a sus hombres:
“Muy bien, soldados, vamos a dar una caminata por la costanera.”
El conductor detuvo el jeep y los soldados descendieron con cierta reticencia. Se quedaron mirando a Martínez en espera de sus órdenes.
Pero Martínez había perdido el don de mando. De hecho, parecía otra persona. Sus ojos anegados en lágrimas miraban ya sin la acostumbrada dureza, mientras que un temblor sacudía su barbilla y sus manos.
¿Está enfermo mi teniente? ¿Quiere que lo llevemos a la enfermería? –preguntó uno de los soldados.
No, no, soldados. Déjenme solo. ¡No sé que mierda me pasa!
-Pero mi teniente, usted se ve muy mal –protestó el conductor- déjenos llevarlo para ver si le dan un calmante o algo.
-No, muchachos, no- dijo todavía débilmente Martínez.
-Regresen ustedes. Déjenme aquí.
-No podemos, mi teniente. ¿Cómo cree que vamos a explicar esto?
-¡Les ordeno que se marchen!- gritó Martínez, mientras una gran convulsión lo sacudía.
-No, pues, mi teniente- protestaron todavía los jóvenes- no podemos ni queremos dejarlo aquí.
Entonces Martínez se llevó la mano a la cartuchera y extrajo su pistola de servicio. Mientras les apuntaba con mano temblorosa gritó, más bien rogó, dolorosamente:
¡Obedezcan, mierda!
Los soldados retrocedieron mientras miraban incrédulos cómo lo sacudían los sollozos. Uno a uno fueron trepando al vehículo y al cabo de un momento se pusieron en marcha.
Martínez dejó caer su arma sobre la hierba y se permaneció allí un momento como desorientado. Luego se encaminó tambaleante hacia un pequeño muelle al que se encontraba atado un bote. Se sentó en los últimos peldaños, casi al borde de las aguas y dejó que sus lágrimas lo desgarraran. Un par de cuervos marinos pasaron sobre él graznando soñolientos. Una densa nube pareció estacionarse en lo alto cubriendo la gran luna de Abril. A esa hora, los amantes se recogían a su casas. Las ratas asomaban sus ojos brillantes en los ductos. La marea crecía. Un ligero viento adormecía los árboles cercanos.
Y Martínez lloraba.
Nadie sabe cuanto tiempo permaneció así. Y al momento de reconstituir las acciones, hay quienes plantean que ello es irrelevante. Se cree, sin embargo, que al recuperar un poco la calma y levantar la vista, Martínez se encontró con que alguien más se encontraba en aquel lugar.
Se encontraba sentada en el bote. Era una chica. Vestía unos jeans gastados y un pulóver muy grande. Era hermosa y lo miraba aparentando cierta inquietud.
¿Qué haces usted ahí?- preguntó sobresaltado el teniente.
Nada. Es mi bote.
¿Sí? Y qué mira?
Pensé que te ibas a tirar al río.

¿No lo harás?
Es posible que sostuvieran este diálogo, quizás no exactamente así, pero algo por el estilo, o quizás no hablaron y nada más se entendieron mirándose.
Porque es, precisamenete aquí donde la historia se desperfila, perdiéndose en un final que, de cualquier modo no es feliz. Las versiones difieren y todo se vuelve muy confuso. Ciertos testigos afirman haber visto a Martínez abordando una embarcación. Otros, aseveran que Martínez simplemente se tiró a las aguas desde algún punto de la extensa costanera. Hay quienes lo vieron saltar desde el puente. Sin mencionar a aquellos que aseguran haberlo visto en compañía de una hermosa joven en una de las tabernas del puerto. Sin embargo, lo único cierto es que aquella noche se pierde su pista y que inmediatamente fue ordenada su búsqueda tanto a la policía como al propio ejército. Tiempo después se abriría un juicio al cual comparecieron en calidad de primeros sospechosos sus atribulados hombres. No obstante, se estableció que no mentían y en consecuencia, la imposibilidad de que ellos fueran los responsables de su desaparición.
Pero yo, antes y mejor que nadie, lo sabía, y ello, no porque me encuentre dotado del inverosímil don de la omnisciencia, sino porque ha llegado hasta mí un documento irrefutable. La historia de su hallazgo, sin embargo, atenta gravemente contra el terso desarrollo de los acontecimientos, de modo que, apelando a la benevolencia y a la confianza del lector, la pasaré por alto.
La verdad es que en algún momento Martínez aborda la embarcación de la muchacha. El llanto ha cesado casi por completo y comienza a invadirle una sensación de paz. La compañía silenciosa de la chica que rema con gran habilidad, le produce una emoción hasta entonces olvidada. Se siente protegido y sereno. La quietud de la noche y el suave vaivén de las aguas lo adormecen, meciéndole dulcemente. Martínez vuelve a ser un niño remontando las aguas del Nilo. Vuelve a soñarse inocente y sagrado. Vuelve a sentirse parte de la noche y del universo. Siente el olvido de quien ha sido; siente su humanidad formando parte del agua y del aire nocturno y, siente, de pronto que ama a Dios y a todas las criaturas vivientes: celestes o terrenales. Siente, en fin, que es la materia viva de un milagro.
Mientras tanto una densa niebla ha terminado por abarcarlo todo. El bote avanza entre densos girones blancos y húmedos, mientras a la distancia, una difusa aureola establece los límites de la urbe.
De pronto, una sombra se abate sobre ellos y tras un nervioso aleteo, termina posándose sobre la proa. El ave nocturna le mira y a Martínez le parece que aquellos ojos tienen algo de humano. Acaso en ese momento piense también que quizás se esté volviendo loco. Entonces se echa sobre el fondo del bote y ayudándose con una pequeña linterna a pilas escribe una carta o un poema o ambas cosas. El destinatario es ambiguo. A veces ocupa este lugar una mujer, Lina o Rina -la escritura es temblorosa-; a veces son sus compañeros de armas o de colegio; a veces el propio general Pinochet. Cuando cree haberla terminado el bote ha encallado en un pequeño islote. O quizás se ve obligado a terminarla precisamente por el brusco golpe del bote al encallar. No lo sabremos nunca. En cualquier caso, la última palabra que alcanzó a escribir es: “Magallanes”.
Al principio, los detectives que hallaron su cuerpo guardaron silencio obligados por la investigación en curso. Más tarde, sin embargo, el inspector Belarmino Pedrotti me confesó que entre los misterios no resueltos se encontraba el hecho de que en realidad se hallaron dos cuerpos, el del infortunado teniente y el de una mujer joven cuya data de muerte era imprecisa. Difícil de explicar también de qué manera Martínez pudo llegar hasta el lugar donde fue encontrado sin el concurso de alguna embarcación, puesto que lo único que fue hallado en la ribera fueron los restos podridos de un bote a remos. Pedrotti me señaló que se descartaba por imposible el hecho de que Martínez se halla desplazado hasta allí en aquel bote. La madera para podrirse necesita un largo período de tiempo. De acuerdo a nuestros peritajes, afirmó Pedrotti, no tenemos dudas de que la mujer pueda haber llegado en dicha embarcación, pero no el teniente. Otra pista que estamos siguiendo es el de unas llamadas hechas por el occiso el día anterior a su desaparición. “Mire”. Pedrotti me alargó una hoja mecanografiada con una lista de nombres y sus respectivos teléfonos.
Hay algo que el diligente inspector todavía no sabía o prefirió ignorar. Y es que, a pesar de que no figuraba mi verdadero nombre, él último de aquellos teléfonos era el mío.
Tal vez él único que contestó aquellas llamadas.
¿Cuánto tardará el buen inspector en hacerme preguntas que no sabré cómo responder?



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19 agosto 2006

Crónicas de la segunda muerte

Este conjunto obtuvo el Primer Premio del Concurso de Poesía Universitaria "Apollinaire" organizado por el Grupo Palas y la Universidad Federico Santa María de Valparaíso en el año 1984. Nunca fue publicado como tal. Los poemas que figuran en ZONA TRANSITIVA fueron escritos basándose en éstos y, en rigor, constituyen textos distintos. Sin embargo, con Pedro Jara, el editor de Caballo de Proa, creímos oportuno, publicar este último conjunto como los poemas ganadores del concurso, lo que, de una forma muy mediata, es cierto.

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CRÓNICAS DE LA SEGUNDA MUERTE
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1979 – 1984

David Miralles




“Timidis autem, et incredulis,
Et execratis, et homicides, et
Fornicatoribus, et veneficis,
Et idolatris, et omnibus
Mendacibus, pars illorum erit
In stagno ardenti igne, et
Sulphure: quod est mors secunda.”

Apocalypsis de San Juan.
Versículo 8, Capítulo XXI.



Para Juan Luis
En su segunda muerte



1

ULTIMA PÁGINA



Fogatas sobre la tierra aniquilada.
Después de un siglo la luz de los campamentos permanece
Y en el riesgo se descubren gestos todavía hermosos.
Humedad sin límites.
Mientras aplican la ley de la gravitación universal.

Solíamos vagar en la frescura de aquel parque.
Guardo las imágenes:
La luz entre las hojas a punto de caer.
La luz consumiendo ese momento.

Hace un siglo se promulgaron leyes contra ti.
Leyes naturales:
Frío durable.
Pero nos fabricamos un rostro de cartón:
Una máscara de guerra.
El miedo nos cambiaba.
-in god we've trust, but god was gringo-
Y seguíamos allí,
golpeados por el agua salada,
arrojados a la costa por las olas del pacífico.
-Podría recordar todos los detalles con una regresión-
Nombres famosos envueltos en el cielo agonizante,
Manos sangrientas desfalleciendo cerca de tus rododendros.
Odio suficiente para vencer la gravedad.


PARAÍSO PERDIDO

Las paredes destruídas de nuestro paraíso:
El bronce, el hierro, el oro viejo.
Angeles y policías:
Seres absolutos contra imágenes de barro.
Nuestra metamorfosis:
Primero, nos arrastraron sobre el polvo
hasta el borde de las aguas donde terminaba el mundo.
Estas aguas eran rojas y extensas y el espíritu sobrevolaba sobre ellas.
Luego, la prohibición de nuestro calendario.

Las escenas pudieron transcurrir
en las instalaciones de un campo deportivo
o en la dudosa intimidad de un baño público.
Reflectores, electroshocks, circuitos cerrados.
Protagonistas, los hijos del Gran Khan.
Antagonistas, los hombres del Mesías.
Que los pensamientos caigan.
Que los pájaros desde Tierra del Fuego
traigan sus mensajes.
Otro amanecer menos intenso.
Todo marcha bien, leémos.

Los campos anegados. Los campos rojos
El sueño sobresaltado de las masas.
Alguien sin facciones se arrastra hasta el banquillo
donde los jueces excrutan la verdad;
donde administran mortales fantasías.

Roto lo inefable, lo profundo del bosque, el canto,
la tierra flota indefensa
en el espacio perverso, sin extremos norte o sur.

Caminando en círculos,
linternas en las manos.
El viento enrojecido por los arenales pasa
y tiembla el corazón de acero y plexiglass.
Se desgasta el mecanismo del viento
Las siluetas en los parques no se hablan.
Sombras en los muros de cartón.
sobre la tierra envilecida.
El bronce, el hierro
de los guardias en los prados de la ciudad
El polvo que oculta los miembros,
las raíces que tampoco explican nada.
Alguien llora entre las grietas,
pero aún se duda de las almas.


3.

MEDITACION EN FUGA.

Me despido de las nubes
que dormitan sobre la ciudad caída,
reflejadas contra el vientre
de los charcos abiertos por la lluvia.

Un odio antiguo se alza desde el sueño.

Mis recuerdos:
las bestiales escenas de un amor de juventud.
El tono bronceado de tu piel.
Las manos abiertas para el hierro del verdugo.

Pienso en líquenes.
En formas imprecisas,
indicios de un naufragio
que olvidábamos.
En unas flores agonizantes sobre la mesa.
En esa fotografía en que aparecemos seguros,
trasfondo de cielos abiertos,
abrazados a esa nada.
Exhalando un anacrónico aspecto de felicidad.

4

COMEDIA PARA UNOS

Ancianos inmóviles en la plaza
Bajo el follaje chamuscado
por los 200 watts de la lámpara solar.
Han desaparecido los muchachos;
las chicas del colegio cercano.
Los pájaros trepan hacia las altas ramas
hacia la claridad artificial del paraíso
donde habría que cantar.

Pero es la estampa de la muerte.

Hundidos en nuestras habitaciones
como elegantes cadáveres
esperando el cambio de estación.
Sin probar bocado.
Sin levantar el teléfono.
Sin extrañarnos del silencio.

Quizás el agua habría purificado vuestro cuerpo.
El más bello del mercado.
Sin embargo, tras un grito de agonía,
surgías de nuevo en las pantallas
mientras el miedo se apoderaba de nosotros,
protegiéndonos.
Imaginábamos ventanas que daban al futuro,
pero sólo era el cansancio o la locura.

“Nos hemos salvado” – explicabas-
Pero cerca de la frontera de nuestra habitación
Se extendía el caos.
Todavía los ojos alertas sobre la plaza
donde los ancianos terminaban con la luz.


5

GRAFITTI

Escribir una palabra
i soportar el peso de las sombras.
La inscripción de sol
Sobre las piedras húmedas.
Sufrir una débil palabra esperanza
Flotando en el foso entre las hojas muertas.
Fluir en la corriente temblorosa
De unos ojos inútilmente abiertos.
Escribir la palabra imposible
En noche oscura.
Arrancar una certeza
Desde la tierra envilecida
Por los pasos enemigos.
Escribir una última palabra
En las murallas.
Estos versos de piedra
En el granito
Entre las sombras de basalto
Para avergonzarlos.


6

RETRATO VENCIDO

Escuché tus pasos abandonar el universo.
Querías desnudarte en la cama natal.
Abandonar las calles.
El cansancio de caer un poco más
cada mañana.
Te lo negaron.

Escuché las trompetas de tu juicio.
El viento en Nueva York,
El viento ardiente
o el viento congelado
arrastrando partículas de odio.
Tus palabras desnudas
que no pudieron llegar
hasta sus puertos de papel,
te condenaban.

Afuera está lloviendo hace años
y en el aire fluyen pestilencias
mientras suenan las sirenas de los barcos
como en alguna fantasía.
Como sonaba ya tu hora y estabas lejos,
oscurecíendo otras páginas,
pero nunca lejos del dolor.

Ahora la lluvia te toma por los hombros
y te confunde con el barro.
La muerte puede ser esa paloma que abre los brazos
bajo el estrecho cielo de las torres de la quinta avenida.
Mientras, la fiebre dorada te estremece
fingiendo que te ama.
Y tú le crees.
Tú, como siempre, le crees.

7

DE PERFIL

“Con la frente en el vidrio
Velamos el nuevo dolor”

Odiseo Elytis

Un vendaval de pájaros oscurece nuestra historia.

Vestías una blusa azul
y llevabas tu desconsuelo gris.
También la mañana con su roñosa luz
al salir
sin mirar atrás.

El día que te fuiste,
tus pasos se perdieron en el frío y en la bruma
en las calles de otra vida de la que nada supe.
Tu cuerpo despertó de pronto en el autobús,
entre los tuyos.
Se dirigía por calles desgarradas,
avanzando entre el dolor de un nuevo día.
Y la emoción, el presentimiento
de algo nuevo y definitivo.
Tal vez un encuentro con Dios en los suburbios.
En cambio, en el sitio del suceso
encontraste tu cara
en una vitrina de calle Concepción.
Estabas desnuda y dolías
apoyando tu frente en el vidrio helado que te exhibía.
Y llorabas.
Mientras yo soñaba con acercarme
con las manos vacías.

18 agosto 2006

Ventana trasera


Este poema lo escribí probablemente a principios de los ochenta. Nunca lo leí en recital alguno, a pesar que en ese tiempo hacíamos muchos. (Este fue el período de mayor actividad del grupo Indice). ¿Por qué?… Tal vez porque se me antojaba demasiado íntimo y sentía pudor. Ahora, sin embargo, es el poema de otro… y cometo la impudicia de develarlo, primero ante mí y, luego, ante los demás.




Quizás nuestra locura nos hizo sobrevivir a ratos.
Tras el muro que contenía nuestra niñez
Y ocultaba nuestro juego inocente con cuentas de colores
esa perversidad innata nos llevó derecho
A las flores más vivaces y fragantes.
Aquellas que cortaste para mí
Mientras pasaba el último tren en el atardecer
En el fondo del patio.
Aquellas flores que cortaste para mí
Y que yo ahora recuerdo en esta desteñida hoja de bitácora.
Quisiera oler una vez más la profundidad de tus cabellos
En ese secreto triangulo del patio
En que desapareció nuestra inocencia.
Tanto amor verdadero
Perdido a tan temprana edad.
Las mejores emociones despilfarradas
Al paso de las primeras estaciones.
Estoy de nuevo en esta ventana
Que sólo tú y yo recordaremos
Mirando las colinas
Por las que solíamos vagar
Mientras pensábamos en el futuro.
No éste sin duda, sino otro
Más venturoso y mágico
Que el que hicimos separados.


Ahora somos mayores
Y tú sabes que es cruel.

Poemas antiguos

Estos poemas fueron escritos en algún momento de la primavera del año 1976 del siglo pasado, siendo yo un muchacho de 17 años. Son, ciertamente mis primeros poemas. Con este conjunto, que aquí no está completo, al año siguiente saqué una mención, junto a Clemente Riedemann, en el Concurso de la Semana Valdiviana. El primer premio lo obtuvo un estudiante de Castellano de apellido Báez con un trabajo llamado "Material de demolición". Se dice que algunos de estos textos fueron posteriormente publicados en el suplemento literario del El Mercurio. Si alguna vez tuviese el tiempo y la paciencia, supongo que debría ir a la Biblioteca Nacional de Chile para comprobarlo. Mi tío Francisco, que vive en el Paraguay desde antes del golpe, me aseguró una vez haberlos leído en un ejemplar de Artes y Letras en la legación chilena en Asunción.
Le creo.



GESTO EN SOL MAYOR
1

Estoy en los suburbios de mi mente
Tal vez porque visto la penumbra
Que ayer me regalaste.
Miro la mierda en las cornizas
Y en la destrucción que ofrezco a los turistas
Pongo un soplo de belleza inenarrable.
Tomo el cuchillo
Lo hundo en el pudor de la mantequilla
Lo esparzo con rudeza sobre el pan
(un pan desacostumbradamente huraño)
Y lo deposito con dulzura
Entre el viril ejército de mis dientes.
Ya satisfecho
Desaparezco
Con una carcajada.

2

Flor que vives de noche
Flor que sufres por mí
Flor apetecible
Flor monopeduncular
¡Llora!
Así tendrás hojas de un lujo exótico
Crearás algo tremendamente bello:
Una lágrima.
No todos son capaces
De hacer un poema tan perfecto,
Tan poderoso e inhumano.
A nosotros se nos prohibe llorar…


3

Yo soy yo
El mismo que me presentaron
Cierta tarde bajo una estrella en bancarrota
Yo soy yo
Y no ansío ser un gusano más pequeño
Ni quiero ver más soles de los que pueda digerir
Ni deseo acostarme con nadie que no sea yo
Yo soy él
Semejante al que dormía bajo el aire
Aquella tarde añeja
Vacía de estertores
Yo soy él
De quien hablaban
En el antiguo y futuro testamento
Bebí junto a Yavéh durante aquellas tardes
Perfectamente vácuas
Alrededor de 100 botellas de cocacola
Y engullí sin amedrentarme
Más de 30 hot dogs
Dejándolo asombrado
Yo soy yo
Efluvio incontenible
Yo soy yo
Indefinible
Yo
Mi
Él.

4.

Deambulo en el abismo
Y miro con fiereza
La huelga de los astros
Todo está yerto, invisible y yerto
Mis manos se han autoatado
A mis espaldas.
He quedado abandonado en la inmortalidad
He persistido a las estrellas
Tan intraducible como el silencio
Sólo yo conservo la luz, la tierra
Y la fórmula del hombre
En alguna caverna abstrusa de mi alma
Sólo yo que he tragado el universo
Soy responsable de este todo
Que es nada.

13 agosto 2006

Mustang


"A Amado Lascar, compañero en una encrucijada de la vida y a quien temo haber herido una vez sin saber que era a mí a quien hería"

Literatura. Eso era lo que hacíamos. Aunque no lo supiéramos y ni siquiera lo sospecháramos. Tardaríamos largos años en darnos cuenta que abandonando los límites del papel impreso en que pugnaban por encerrarnos nuestros queridos maestros, seríamos más libres y volveríamos a aquella indocumentada experiencia que fue la nuestra. Com­prenderíamos que todo partió desde allí, porque ese allí, contra toda evidencia, era lu­mi­noso.

Tanto que nos cegaba.

Allí era lo concreto, lo básico, lo animal que nos habitara y habitáramos.

Pero descender a la más prosaica realidad no es tarea fácil. A no ser que se tenga la costumbre, creada y fomentada por la escuela pública, de confundir la realidad con las rústicas pinturas que de ella nos presentan los maestros.

La siguiente memoria se apega estrechamente a los hechos y, sin embargo, su realismo resulta chocante y aún perverso.

Recuerdo que volvíamos de cenar en casa de Lula Pastorino y, por alguna extraña razón, mi organismo se encontraba en un estado que, a falta de un mejor nombre, po­dríamos denominar “Alpha”. Me sentía raro. Miraba la silueta fina y estilizada de Yumika y una emoción poderosa y tierna in­vadía mi extraño cerebro. Era deseo, pero era algo más. Al­go que florecía en mi interior exacerbando mis instintos; situándolos en la superficie de mi ser. Algo que al mismo tiempo me llenaba de felicidad y de temor. Una energía que brotaba a raudales desde el mero centro de mi cuerpo.

Le pedí a Yumika que detuviera el coche.

Era noche cerrada. El viento deambulaba por las calles de la ciudad agitando pesados letreros o encumbrando alguna sucia hoja de periódico. A la distancia, la sirena de la policía y los ruidos cansados de un tren de carga.

No, no había estrellas.

En cambio un zumbido eléctrico emanaba desde las profundidades urbanas.

Ella me miraba con inocente pasión, con una dulzura grave y directa.

Me estremecí.

Cualquier palabra lo hubiera arruinado todo.

Atraje su cuerpo trémulo hacia mí y nos abrazamos. Sentía una emoción que ex­cedía los límites de mi cuerpo y parecía querer conectarme con el frescor de la ma­dru­gada, disol­viéndome en el viento, en finas partículas de felicidad.

Lloraba. Sin comprenderlo, lloraba a mares. Como no era un héroe, lloraba. Como era un simple mortal, no estaba pre­pa­rado para la felicidad. Y ella en perfecta sincronía, lloraba conmigo.

Allí en la perfecta soledad de una calle de las afueras de Jonesville, en el interior de un viejo Ford Mustang, nos amamos hasta bien entrada la madrugada.

Con las primeras luces del alba, sin embargo, el efecto pareció desvanecerse y volví a ser el mismo gran hijodeputa de siempre. Frío, calculador y egoísta. Rasgos que se me an­toja­ban virtudes antes que defectos.

Ocupé mi lugar tras el volante y encendí el poderoso V8 de mi Mustang. De reojo contemplé a Yumika que trataba de alisar su breve vestido de seda negro. Su cabello oscuro y lacio estaba húmedo y le caía desordenado sobre el rostro. Parecía fatigada tras el esfuerzo desplegado luego de una noche de amor desenfrenado.

Era una hermosa japonesa de unos 26 años. Hablaba perfectamente el inglés y el español. Lenguas que dominaba mejor que su lengua nativa, según propia confesión.

Sin duda exageraba.

Prendí un cigarrillo y me dirigí hacia la carretera 126. El aire de la mañana era es­pléndido. Frío y tonificante. El cielo estaba nublado y un tanto tormentoso. Lo que ver­daderamente me complacía.

De pronto Yumika me tocó amorosamente el brazo.

- Si no te importa, quisiera volver a mi casa-me dijo.

Sin mirarla detuve el coche y me incliné sobre ella para abrirle la portezuela.

- No hay problema- le dije. Eres libre.

Se quedó sentada sin mover un músculo lo que, me imagino, era su insignificante manera de demostrar enfado. La miraba de reojo y, cada vez más, comenzaba a recordarme a Ma­hatma Gandhi.

-Es un día perfecto para ir a la costa- le dije.

-…

-Es un día perfecto para ir a la costa- repetí.

-…

Como al parecer había decido ignorarme, tuve que cambiar de estrategia.

-Cariño-le dije- ¿puedes pasarme la pistola que está en la guantera?

-…

-Es que estoy planeando pegarle un tiro a alguien, ¿sabes?

La vi abrir la guantera y tras comprobar que efectivamente allí dormía plácida­mente una magnun, la cerró de golpe como si en su lugar hubiese habido una serpiente.

-Supongo que tampoco quieres darme la pistola, ¿verdad, mi amor?

-…

-Si no quieres dármela está bien, la tomaré yo mismo. Diciendo lo cual me incliné hacia su costado y abrí nuevamente la guantera sacando la magnum. Pero en ese mo­mento Yumika realizó una absurda y desesperada maniobra intentando coger el volante. El brusco movimiento me sacó del asfalto y tras derrapar algunos metros por una pen­diente el coche fue a chocar contra un árbol.

Creo que perdí los sentidos un breve instante. Al recuperarme, comprobé que el árbol crecía al borde de una profunda quebrada. El coche se balanceaba peligrosamente en el vacío. Una de las ramas se había incrustado en el costado derecho de la carrocería. Yumika yacía inconsciente o muerta.

Fue cuando intentaba incorporarme que perdí nuevamente la conciencia.

Lo anterior lo recuerdo como un sueño, es cierto. Como una pesadilla que se re­cuerda sin estar del todo seguro de que haya sido tal. Por mi parte, yo creo que todo fue real. Muchas personas, sin embargo, se han encargado de mostrarme y demostrarme que todo ha sido producto de mi febril imaginación.

Cuando por fin recuperé la conciencia estaba sólo, tendido en el terreno un tanto ríspido de aquella ladera. El mustang había desaparecido y no había seña alguna de Yu­mika. Era un mediodía soleado y ventoso. Me dolía terriblemente un brazo y me sentía mareado. Me incorporé y me acerqué al borde de la quebrada. Nada pude distinguir. Si el coche había caído era probable que se encontrara en el fondo del precipicio. Allá abajo, sin embargo, sólo se veía una densa capa de vegetación.

¿O había venido alguien en nuestro auxilio llevándose el coche y a Yumika? Ello parecía probable, puesto que yo mismo me encontraba tendido sobre el suelo a varios metros del accidente. Sin embargo, ¿por que se decidió dejarme allí y no rescatarme?

Algo más: el árbol que detuvo al mustang había desaparecido. Por más que exa­miné el terreno buscando las huellas de donde supuestamente estuvieron sus raíces, no pude encontrar nada. El terreno simplemente no parecía haber sido removido nunca.

– Nunca tuviste un mustang- me aseguró tiempo después David.

– Y que yo sepa, nunca estuviste en Jonesville.

Sentí terror de preguntarle por Yumika.



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A bordo de un viejo vapor

A  la memoria de Jorge Torres   Del pasado ascendía como niebla el alma del río   Gunnar  Ekelöf   C on   el p...