Siempre me han atraído las flacas - dijo una vez Truman. Y esta frase produjo un efecto que él no advirtió, o prefirió ignorar, porque los poderosos no están nunca en condiciones de preocuparse por las consecuencias que sus dichos o acciones provocan. Por otra parte, para mi ha sido particularmente difícil tratar de describir aquel efecto. De hecho, lo he intentado varias veces sin resultados satisfactorios, de manera que no tengo otro recurso que dejarlo así: una carcajada descomunal subió a la garganta de los ministros, lugar donde debió ser ahogada de inmediato. En algunos casos, ésta se transformó en una extraña tos, en otros, en estornudos elefantiásicos, y no sería aventurado suponer que más de alguno canalizó aquella energía a través de un formidable pedo. La mayoría, sin embargo, no tuvo más recurso que liberar todo aquel magma bajo la forma de estruendosos hipos. Afortunadamente nadie falleció. La hilaridad fue sofocada en la cuna, si no perfectamente, al menos sin dejar más huellas que las descritas, algunos ojos llorosos y carrillos hinchados y enrojecidos.
Naturalmente, Truman sabía que se estaban riendo y gozaba enormemente con el hecho de que aquellos pobres diablos tuvieran que reprimirse de tal manera ante él.
Su esposa, la señora Truman, era una mujer descomunal y no estoy seguro de que este adjetivo sea lo suficientemente espacioso para describir la naturaleza de su continente. Baste decir que cierta vez la vi en compañía de Fresia, la elefanta, quien me pareció, por contraste, esbelta y agraciada. Desde aquella vez, no he dejado de pensar que, después de todo, es una suerte que esta señora no tenga que nutrirse con hierbas como aquel pobre animal.
La vida de los mortales suele ser triste –se quejó después Truman – y yo, por supuesto, no soy la excepción. El año 03 cuando conocí a la que ahora es mi consorte, ésta era una joven esbelta y dinámica.
Un revelación de semejante calibre bien podría haber suscitado algún comentario en una conversación normal, pero los ministros nunca estaban seguros de cuándo era apropiado hacerlos. Luego, estaba el pequeño inconveniente del comentario en sí. ¿Qué sería mejor decir frente a tal declaración? ¿Alabar la belleza de la señora Truman?... pero, ¿no sería aquello contradecirlo? ¿no sería mejor mostrar sólo expectación? En estos casos, lo mejor era asentir brevemente con la cabeza.
Erick Fernández, el más joven de todos los ministros, fue el único que hizo un comentario. “Señor Truman, si me permite” – dijo, poniéndose colorado - “debemos recordar que lo esencial es invisible a los ojos”. Este bello pensamiento lo terminó de pronunciar con lágrimas en los ojos. El viejo ministro de Agricultura, quien se encontraba casualmente a su lado, le acababa de propinar un feroz pellizco en el antebrazo.
Truman lo miró sorprendido. “Depende de los ojos”- se limitó a decir. Sin duda estaba contrariado. Los demás ministros lo sabían. Aquella bondadosa sonrisa que parecía iluminar su rostro había precedido a muchas destituciones y asesinatos políticos.
Fernández, sin embargo, tuvo suerte. Su cartera, Women Affaires, se había creado hacía poco. Truman nunca estuvo convencido de la necesidad de aquel ministerio, pero tuvo que ceder ante las enormes presiones de todos los sectores. Finalmente, había aceptado con la única condición de que el gabinete estuviera en manos de un hombre. “Nunca he entendido a las mujeres” argumentó. "Si he de tener un ministerio para ellas, es absolutamente necesario que el ministro, sea un hombre, de locontrario, no me imagino cómo diablos vamos a solucionar algo". Su lógica resultó aplastante. Las propias mujeres se mostraron ampliamente de acuerdo y sugirieron, tras breve deliberación, el nombre de Fernández; un hombre considerablemente atractivo, quien jamás usaba corbata por considerar mucho más elegante el vello de su pecho, asomado a sus siempre entreabiertas camisas de seda.
Y he aquí que su primera intervención lo había hundido de inmediato.
Truman pareció reflexionar un momento: “¿Usted cree realmente en lo que dice?”. Fernández se apresuró a contestar que sí, que por supuesto creía. Entonces Truman ordenó que le trajesen un plumero, un cubo, un trapeador y un uniforme nuevo color caca. Lo obligó a vestir aquella prenda y comenzar a limpiar el polvo y a fregar de inmediato el salón de reuniones.
Fernández se mostró de buen humor y aceptó lo que en un principio creyó era una broma. Truman se dirigió a los demás diciendo: “debemos recordar que el señor Fernández es esencialmente un ministro”.
Sólo entonces, Fernández comprendió la magnitud de su torpeza y, vagamente, la enorme derrota política a que había conducido a las mujeres.
Truman lo observó con cierta inquietud durante unos momentos, luego volvió la cabeza hacia los demás ministros y sonrío.
“Todas mis amantes se parecen extraordinariamente a la señora Truman de joven”. Reflexionó y tras un suspiro: “supongo que lo habréis notado”. La verdad es que nadie había conocido a la señora Truman de joven, pero al recordar a las queridas del señor presidente, pudieron formarse una imagen bastante fiel de la rara belleza que habría ostentado aquella dama en sus veintes.
“Yo diría que esencialmente le he sido fiel” concluyó, y al decir esto, miraba el culo de Fernández que fregaba rabiosamente una de las baldosas del salón.
Truman rió estrepitosamente y con él todos sus ministros.
Cuando Truman celebraba, todos celebraban. Aquella era una orden fácil de cumplir.
Naturalmente, Truman sabía que se estaban riendo y gozaba enormemente con el hecho de que aquellos pobres diablos tuvieran que reprimirse de tal manera ante él.
Su esposa, la señora Truman, era una mujer descomunal y no estoy seguro de que este adjetivo sea lo suficientemente espacioso para describir la naturaleza de su continente. Baste decir que cierta vez la vi en compañía de Fresia, la elefanta, quien me pareció, por contraste, esbelta y agraciada. Desde aquella vez, no he dejado de pensar que, después de todo, es una suerte que esta señora no tenga que nutrirse con hierbas como aquel pobre animal.
La vida de los mortales suele ser triste –se quejó después Truman – y yo, por supuesto, no soy la excepción. El año 03 cuando conocí a la que ahora es mi consorte, ésta era una joven esbelta y dinámica.
Un revelación de semejante calibre bien podría haber suscitado algún comentario en una conversación normal, pero los ministros nunca estaban seguros de cuándo era apropiado hacerlos. Luego, estaba el pequeño inconveniente del comentario en sí. ¿Qué sería mejor decir frente a tal declaración? ¿Alabar la belleza de la señora Truman?... pero, ¿no sería aquello contradecirlo? ¿no sería mejor mostrar sólo expectación? En estos casos, lo mejor era asentir brevemente con la cabeza.
Erick Fernández, el más joven de todos los ministros, fue el único que hizo un comentario. “Señor Truman, si me permite” – dijo, poniéndose colorado - “debemos recordar que lo esencial es invisible a los ojos”. Este bello pensamiento lo terminó de pronunciar con lágrimas en los ojos. El viejo ministro de Agricultura, quien se encontraba casualmente a su lado, le acababa de propinar un feroz pellizco en el antebrazo.
Truman lo miró sorprendido. “Depende de los ojos”- se limitó a decir. Sin duda estaba contrariado. Los demás ministros lo sabían. Aquella bondadosa sonrisa que parecía iluminar su rostro había precedido a muchas destituciones y asesinatos políticos.
Fernández, sin embargo, tuvo suerte. Su cartera, Women Affaires, se había creado hacía poco. Truman nunca estuvo convencido de la necesidad de aquel ministerio, pero tuvo que ceder ante las enormes presiones de todos los sectores. Finalmente, había aceptado con la única condición de que el gabinete estuviera en manos de un hombre. “Nunca he entendido a las mujeres” argumentó. "Si he de tener un ministerio para ellas, es absolutamente necesario que el ministro, sea un hombre, de locontrario, no me imagino cómo diablos vamos a solucionar algo". Su lógica resultó aplastante. Las propias mujeres se mostraron ampliamente de acuerdo y sugirieron, tras breve deliberación, el nombre de Fernández; un hombre considerablemente atractivo, quien jamás usaba corbata por considerar mucho más elegante el vello de su pecho, asomado a sus siempre entreabiertas camisas de seda.
Y he aquí que su primera intervención lo había hundido de inmediato.
Truman pareció reflexionar un momento: “¿Usted cree realmente en lo que dice?”. Fernández se apresuró a contestar que sí, que por supuesto creía. Entonces Truman ordenó que le trajesen un plumero, un cubo, un trapeador y un uniforme nuevo color caca. Lo obligó a vestir aquella prenda y comenzar a limpiar el polvo y a fregar de inmediato el salón de reuniones.
Fernández se mostró de buen humor y aceptó lo que en un principio creyó era una broma. Truman se dirigió a los demás diciendo: “debemos recordar que el señor Fernández es esencialmente un ministro”.
Sólo entonces, Fernández comprendió la magnitud de su torpeza y, vagamente, la enorme derrota política a que había conducido a las mujeres.
Truman lo observó con cierta inquietud durante unos momentos, luego volvió la cabeza hacia los demás ministros y sonrío.
“Todas mis amantes se parecen extraordinariamente a la señora Truman de joven”. Reflexionó y tras un suspiro: “supongo que lo habréis notado”. La verdad es que nadie había conocido a la señora Truman de joven, pero al recordar a las queridas del señor presidente, pudieron formarse una imagen bastante fiel de la rara belleza que habría ostentado aquella dama en sus veintes.
“Yo diría que esencialmente le he sido fiel” concluyó, y al decir esto, miraba el culo de Fernández que fregaba rabiosamente una de las baldosas del salón.
Truman rió estrepitosamente y con él todos sus ministros.
Cuando Truman celebraba, todos celebraban. Aquella era una orden fácil de cumplir.
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