22 abril 2007

Una pelota azul con estrellitas

Tal vez había reñido con mi abuela o estaba aburrido o deprimido, no sé. Lo cierto es que bajé el empinado camino de grava hasta la playa e ingresé al gran cobertizo donde mi abuelo construía un bote velero.
Me gustaba estar allí. El olor a madera cepillada, a brea y a pintura fresca me hacían imaginar aventuras en islas distantes y desconocidas. Además, el sólo ver como construían aquel gran bote, era ya, de por sí, algo fantástico. No era la primera vez que estaba allí, por cierto, pero siendo un escolar y teniendo que ayudar a mi abuela en casa, no se me permitía ir con mucha frecuencia.
Había, además, otra razón. A mi abuela no le gustaba que aprendiera malas palabras en compañía de los pescadores. Esta era, desde luego, un prevención irrisoria porque el lugar donde uno aprendía las palabras más soeces y los peores insultos no era áquel, sino precisamente la escuela. Y a esas alturas, -el quinto año de primaria- dudo de que ya no los supiera todos.
Aquella tarde, sin embargo, mi abuelo se encontraba solo. El bote estaba casi terminado y había que esperar a que se secara la primera mano de pintura.
El viejo liaba meticulosamente un cigarro. Sus manos grandes y callosas, manchadas de pintura y barniz, poseían una delicadeza impensada. Finalmente terminó pasándole el ápice de la lengua para pegar el fino papel de su “pucho”. Cerró sin prisa la bolsa de tabaco de cuero y guardó el pequeño librillo “Payá & Miralles” que ostentaba la figura de un gallo.
Todos los objetos de mi abuelo ejercían en mí un embrujo extraordinario, del mismo modo que los objetos domésticos o las chucherías de mi abuela me producían la más grande indiferencia.

-Acompáñame, hijo - me invitó mientras encendía su cigarrillo.
Salimos al pequeño muelle adosado al cobertizo y nos sentamos en los escalones, casi al borde de las aguas.

- ¿Te retó la abuela? – La pregunta llegó después de una larga pausa, - ....-
- No le hagas caso- me dijo, conciliador.
- ¿Por qué? –
- Pues, porque ella te quiere muchísimo y tú también a ella.

Creo que fue entonces cuando le pregunté cuánto tiempo la conocía.

- Toda la vida – respondió mientras ponía su mano grande y pasada sobre mi hombro.
- Ya van a hacer casi cuarenta y seis años- precisó.
-Eras muy joven en aquel tiempo, entonces- le dije.
- No tanto, en aquel tiempo ya tenía 24 años y me iba a casar. Me acuerdo que aquel verano, cuando la conocí, salíamos todos los días muy temprano a pescar y en las tardes vagabundeaba por la playa hasta la noche cuando me encontraba con mi novia.
El abuelo sabía cómo despertar mi curiosidad. Y lo hacía con una sutileza encantadora, como si en realidad no quisiera distraerme con sus historias y, a veces, cuando notaba que mi interés había llegado al máximo, comenzaba a intercalar detalles absurdos, lesionando grosera y deliberadamente la verosimilitud de su relato. Hasta que yo le reclamaba. Entonces se reía y me decía con sus ojos oscuros, cargados de malicia:
¡Caramba, qué no lo dejen mentir tranquilo a uno!
Lo hacía tal vez para prevenirme de mi excesiva inocencia. Y aquello me irritaba, claro. Porque yo, a esa edad, era demasiado serio para entrar en semejantes juegos. Como la mayoría de los jóvenes, todavía no había desarrollado el sentido del humor, el cual, como se sabe, aparece muy tardíamente en la vida.
De todos modos, aprendí a escuchar las historias del abuelo con cierta suspicacia. Atento siempre a que surgieran detalles escandalosamente irreales. Hecho que parecía agradarle porque le proveía un motivo para sorprenderme con sutiles lazos y secretas trampas que yo era incapaz de advertir.
Así fue como aquella tarde continuó fumando apasiblemente y contándome que...

"Un día, mientras me encontraba tendido en la arena leyendo un libro de mecánica que me había prestado mi hermano, me llegó un pelotazo en la cabeza. Bueno, un pelotazo es ponerle mucho, me golpeó la cabeza una pelota de goma. Cuando me paré para buscar al causante del ataque, no vi a nadie. Miré en todas direcciones pero no vi a nadie. Aquello me pareció muy extraño, pero me dije que quien quiera haya sido, tendría que aparecer tarde o temprano a reclamar su pelota.
No fue así, sin embargo. Y me quedé con la pelota. Era una de aquellas de goma azul con estrellitas. La pelota de una chica, de eso no había duda, porque los muchachos usábamos las de cascos, mientras que las muchachas usaban aquellas para jugar a “las naciones” y a otros juegos de mujeres.
Pero, la propietaria sencillamente no apareció, de manera que me llevé la pelota a casa. Me preguntaba por qué la muchacha no se atrevería a ir por ella. Posiblemente porque aquella era una playa muy solitaria y aquella tarde especialmente, no andaba nadie, excepto yo y, naturalmente, ella. Quizás tuvo miedo de mí. O quizás estaba muy avergonzada. No lo sabía.
También era posible que se tratara de un muchacho y que, precisamente por ello, no se animara a reclamar. ¿Qué hacía un chico con una pelota de mujer, eh?
De todas maneras me intrigaba su forma tan rápida de desaparecer. En aquella playa había algunas rocas de regular tamaño y uno o dos árboles no muy grandes. Es posible que se haya ocultado tras ellos.
En cualquier caso, tomé la costumbre de llevar aquel lindo balón todas las tardes que iba para allá. Lo dejaba allí al lado mío, por si la propietaria o el propietario cobraban el valor suficiente para ir a recuperarlo.
Y una de aquellas tardes apareció una chiquilla. Pero no a recuperar el balón, sino que se acercó a pedirme un favor.
- Hola, ¿sabes nadar?...
- Claro que sí – le respondí- ¿tú no?...
- Sí, un poquito. La verdad, no mucho- respondió con timidez.
- ¿pero por qué preguntas?
- Es que mi flotador se fue muy lejos y no me atrevo a ir por él. Entonces pensé que quizás tú podrías ayudarme…
- Claro que sí. No te preocupes. Le dije.
Rescaté su flotador y se lo di. En aquel momento no pensé que ella fuera la propietaria del balón de goma. La invité a sentarse y charlamos.
Era una chica muy linda. Tenía unos ojos verdes luminosos y unas manos largas y finas. Su cabello era oscuro y su piel muy blanca. Y olía muy bien.
-¡Qué rico hueles!- le dije - ¿Qué te echas?...
- Baby Lee - es que es una colonia de bebés, me explicó.
Y al decirlo vi que tenía las mejillas encendidas. Se me ocurrió preguntarle la edad, pero, aparte de que me pareció de mal gusto, estuve seguro de que me mentiría. Me pareció, sin embargo, que no tendría más de 12 años, cuando más 13.
Pasamos aquella tarde bromeando y muy a gusto el uno con el otro. Cuando llegó la hora de retirarnos, le di la mano pero ella se acercó y me dio un beso en la mejilla. Como si se arrepintiera de su audacia se volvió rápidamente y echó a andar. Sin embargo, al cabo de dar algunos pasos se volvió y me dijo:
- me encanta estar contigo -
Luego se echó a correr.
Naturalmente se lo conté a mi novia y ella inmediatamente quiso conocerla. Me di cuenta en ese momento que no sabía el nombre ni ningún otro dato relevante sobre mi pequeña amiga.
El día siguiente fue un día tormentoso y nublado. No por ello dejé de ir a la playa y de llevar conmigo aquella pelota azul.
Cuando llegué, vi que mi nueva amiga caminaba entre el marullo de las olas. El viento soplaba reciamente y desordenaba su pelo. Llevaba su flotador en un brazo y un pequeño bolso en el otro. La saludé desde lejos y ella levantó la mano del bolso. Después corrió hacia mí y me abrazó. Sentí una gran ternura y supe en ese momento que la querría siempre. Aunque pensé tal vez, vagamente, que aquello era un error. Era sólo una chiquilla y quizás se estaba enamorando.
Así que le hablé de Ester. Hablé largamente y con gran entusiasmo de nuestros planes de matrimonio, de cuánto nos queríamos, de cómo estaba ahorrando para nuestra casa, hasta que me di cuenta de que ella no me escuchaba. Miraba a los lejos, hacia las islas al otro lado del río, abstraída y con un ligero aire de impaciencia.
Le pregunté su nombre.
- No me gusta mi nombre- respondió.
- Aún así quiero saberlo- insistí.
- mejor dame un nombre tú-
Comprendí que una de sus cualidades era la determinación. O visto de forma negativa, la terquedad. No quise discutir. Pensé en un bonito nombre, un nombre que le hiciera justicia.
-¿que tal "Mariel"?
- ¿"Mariel"? Sí, me gusta.
-Muy bien, si así lo quieres de ahora en adelante te llamarás Mariel.

En ese momento mi abuelo se detuvo y me miró, preguntándome:

-¿No te estaré aburriendo con mi historia?...
- Para nada - le respondí. ¿pero qué pasó con Mariel? ¿Se enamoró de ti, entonces?
- Se enamoró, sí. ¿oye, por casualidad no te fijaste cómo se llama el bote que estoy terminando?

Me lo quedé mirando con expectación. La verdad es que no había puesto atención en ese detalle. Me levanté y corrí al cobertizo.
Efectivamente, el nuevo bote se llamaba “MARIEL”.

Volví al lado de mi viejo. Estaba sorprendido. Pero él se limitó a sonreír enigmáticamente mientras me guiñaba un ojo.

- ¿Y entonces Ester…?- pregunté tímidamente.
- Vamos por parte. Vamos por parte… musitó él. La vida está llena de cosas raras e inesperadas. Malas y buenas. Ya vas a ver.

Y no supe si aquel “ya vas a ver” me lo dijo por los acontecimientos que se aprestaba a contar o por lo que me pasaría a mí en mi vida futura.

Bueno, pasaron los días y cada vez que iba a la playa, allí estaba Mariel, fielmente esperándome. Conversábamos largas horas y creo que llegamos a conocernos muy bien. Uno de esos días llegó incluso a confesarme su verdadero nombre. Se llamaba Ester, como mi novia. Creí comprender, sin que me lo explicara, el verdadero alcance de su disgusto.
Me contó que por las mañanas iba a la escuela. La llevaba su abuela en un destartalado Ford T y luego regresaba río abajo en la “Duby” a eso de la 1:30. La escuela le resultaba aburrida y me decía que cada vez que el viejo automóvil se negaba a partir, y su abuela tenía que resignarse a que faltase a clases, ella no disimulaba su alegría. No obstante, era una muy buena estudiante.
Vivía al otro lado del río Tornagaleones en una antigua casa construida por su bisabuelo, un tal Hans Bauer de quien se dice que llegó a la zona a fines de siglo XIX y que fue rechazado por la comunidad germana local luego de casarse con una araucana; su bisabuela. Según me dijo, ésta no era en realidad tan araucana, sino apenas una chilena de un vago ascendiente vasco. Pero, en realidad, para los alemanes de la época había muy poca diferencia.
Mariel coleccionaba todo tipo de conchas. Así que se alegraba muchísimo cuando yo le llevaba algún nuevo ejemplar. No era una simple aficionada. Sabía mucho del tema y me maravillaba explicándome detalles asombrosos sobre aquellos moluscos.
No era muy hábil en el agua, pero si una excelente bogadora.
Alguna de aquellas tardes me invitó a subir a su bote de remos y nos alejamos hasta llegar a una zona pantanosa donde crecían algas de agua dulce, nenúfares y cañas. Se sentía allí el chapotear de los coipos, el aleteo de los patos salvajes y el sigiloso desplazamiento de los cisnes de cuello negro. “Este es mi paraíso”. Recuerdo que dijo mientras sus ojos verdes se iluminaban con apasionada intensidad.
Y siempre me pedía que la abrazara. Y siempre quería escuchar latir mi corazón.
Pero a veces, muchas veces, sus ojos se llenaban de lágrimas, sin que yo pudiera entender exactamente qué era lo que la entristecía. Entonces, al notar mi preocupación, sonreía y me decía que estaba feliz; que era feliz.
Hasta que en algún momento, Ester, mi novia, comenzó a acompañarme a la playa. Tal vez habían cambiado el sistema de turnos en su trabajo, no lo recuerdo, lo cierto es que pudo disponer de algunas tardes libres. A ella le encantó desde un primer momento Mariel, sin embargo, no estoy seguro de que el sentimiento haya sido recíproco.
Pero Ester, que ya tenía 25, se reía de los celos de Mariel y la abrazaba y la obligaba a jugar con aquella pelota azul con estrellas.
Pero Mariel, parecía siempre contrariada por su presencia. Y no podía evitar contradecirla y corregirla a menudo. Ester, era una chica trabajadora, sin grandes estudios ni inclinaciones intelectuales, de manera que Mariel, que era muy inclinada a la lectura y poseía una gran inteligencia, podía, si quería, dejarla callada. Pero Ester no le hacía caso y, contrariamente a lo esperado, se admiraba y exclamaba:
¡Pero cuánto sabe esta chica! ¡Vamos a tener que cuidarla para que no se la rapten los rusos! Y se reía con esa hermosa risa que siempre tuvo.
“Está celosa”, me decía luego, “pero ya se le va a quitar”. “A su edad, una es así.”
Y por delicadeza, evitaba besarme frente a ella.
Sin embargo, una tarde nuestra querida Mariel, disgustada por algo que entonces no comprendimos, se adentró en las aguas del río y desapareció de nuestra vista. Corrí en su rescate con el corazón en vilo. Afortunadamente, logré sacarla de las aguas justo a tiempo.
Y en la playa, mientras la reanimábamos, me preguntaba por qué habíamos dejado que las cosas llegaran hasta este punto. Me sentí culpable por haber jugado con ella permitiendo que imaginara cosas imposibles. Pero en ese momento, y cómo suele ocurrir tan a menudo en la vida, no fui capaz de reconocer toda la verdad.
Tras dejarla en su casa y explicar a su abuela que había sufrido un accidente, Ester y yo volvíamos inmersos en un incómodo silencio para al cabo despedirnos sintiendo un extraño peso en el corazón.
Aquella noche me hice el propósito de no volver más a aquel lugar.
No sabía lo que hacía, desde luego. No, hasta que pasaron los días y comencé a extrañarla. Me justificaba ante mi mismo, diciéndome que aquello era una locura. Y tal parece que cuanto más comprobaba que volver a verla implicaba riesgos incalculables, más sufría.
Hacia el final de aquel verano mi voluntad finalmente se quebró y volví. Pero, quien caminaba aquella tarde por la playa era ya alguien diferente. En ese momento quizás no lo haya comprendido, pero al cabo de los años me he dado cuenta de que aquel sentimiento nunca más ha venido a mí y que nunca he amado a alguien con la tanta intensidad.
Sin embargo,cuando la encontré aquella tarde comprendí que algo se había roto para siempre. Ella también había cambiado.
-¡Qué bueno que viniste al fin!- me dijo. Pero no era un reproche.
Sus palabras tenían un extraño acento. Y aunque ignoré el presagio de las nubes que cubrieron súbitamente aquel cielo de febrero no pude evitar nuestro destino. Mariel parecía distinta, como si en aquellos días se hubiera desarrollado y fuera más mujer. Su rostro ya no reflejaba el candor de aquel primer encuentro. Había cierta dureza en sus hermosos ojos y cierta frialdad la envolvía congelando mi corazón.
No me atreví a decirle que la amaba.
-No quería irme sin despedirme de ti- dijo- Y, sobretodo, quería pedirte perdón por todas las molestias que te he dado.
Espero que me recuerdes -agregó.
Y mientras me explicaba que su padre había decidido llevársela con él a Santiago yo quizás sentí que las lágrimas podían traicionarme así que forcé una sonrisa y le deseé suerte; la mejor de las suertes.
¿Puedo darte un beso de despedida? - me preguntó. Entonces la abracé y mientras acariciaba su pelo le dije:
-Es mejor que no, amor. Si me besaras doldría para siempre.
Es probable que no haya entendido lo que quería decir. O tal vez sí.
Antes de irse me pregunto: ¿Todavía tienes esa pelota de goma azul con estrellas?...
¡Guárdala! por tu causa nunca más jugaré con ella.
Y la vi alejarse lentamente como si el viento de aquella tarde quisiera retenerla. Y mientras ella desaparecía de mi vida yo me quedé allí, parado, intentando no pensar, no comprender, no llorar, no ser yo."

Luego mientras subíamos de vuelta la empinada cuesta de grava, iba pensando que algo no encajaba en su historia. Porque era evidente que me había contado la historia de mi abuela y, sin embargo, al final de su relato declaraba que "había desaparecido de su vida". Por eso, antes de entrar a la casa, lo detuve.
"Abuelo, ¿Mariel es mi abuela?"
El viejo sonrío y alzando la viscera de la gorra de capitán se limitó a decir:
"Hay respuestas para las que no alcanza un sí ni un no, hijo"
"Pero, no entiendo, tu dijiste que ella había desaparecido de tu vida"
"Así es pequeño, ¿pero tú sabes cuántas vidas tiene un gato?"
"Siete"
"¿Y un loro?"
"Once"
"¿Y un hombre?"
"..."
Claro, yo entonces no sabía, no podía saber, cuántas vidas tiene un hombre. Y él tampoco podía explicármelo.
Sin embargo, hoy, Lunes 23 de Abril del año 2007, lo sé perfectamente.
Pero tampoco puedo explicarlo.

11 abril 2007

Pájaros en un cielo de Enero

Mi corazón es
una casa solitaria
en un camino derruido
y un rostro en la ventana
mirándome pasar.


Estoy embrujado.
No espero que me crean, por supuesto, pero la verdad es que estoy embrujado.
Embrujado escribo, tal vez para desembrujarme, tal vez para que alguien me ayude.
Sin embargo, no es tarea fácil y tiene, además, un costo muy alto. Es probable que mi liberación cueste el embrujamiento de cientos de inocentes lectores. Y eso no es justo, lo sé. Pero se me ha dicho que una de las pocas maneras de debilitar el ensalmo es que éste pase a algún alma desprevenida, de preferencia a una incrédula. Es más valioso y, por lo tanto, más efectivo.
Comencé a darme cuenta del embrujo hace mucho tiempo. Hará ya sus treinta años.
Fue cuando me di cuenta de que "algo" me impedía abandonar mi barrio. Quiero decir que desde entonces, nunca he sido capaz de ir más allá del perímetro designado en los mapas con el inspirado nombre de "Villa Alessandri". Ya sea que camine o tome el autobús, nunca he podido traspasar sus límites. Límites que se encuentran claramente demarcados por la Avenida General McKenna por el norte, la humilde calle Los Queltehues hacia el poniente, Avenida San Martín hacia el oriente y Donald Canter por el sur y que, antiguamente, era también el límite de la ciudad.
Es curioso constatar que si tomo el autobús hacia el centro, éste nunca llega a salir de General McKenna para tomar Avenida Picarte, que es la arteria principal de la ciudad. A veces el autobús queda en pane, otras se encuentra con una manifestación en contra del General Pinochet bloqueándole el paso, o ocurre que de pronto todos los pasajeros descienden, dejándome solo. En este caso, invariablemente, el chofer comienza a dirigirme miradas hostiles y a hacer tiempo, negándose a poner el vehículo en movimiento, obligándome finalmente a bajar. Lo más raro, sin embargo, ha ocurrido cuando el chofer justo al llegar a la intersección entre McKenna y te, y sin que nadie, excepto yo, parezca notarlo, ha dado una vuelta en "u" y ha emprendido el regreso como si en realidad viniese del centro.
Por otra parte, cuando he emprendido la marcha a pie no he tenido mejor suerte. A veces me encuentro con la calle tomada por alguna organización que hasta ese momento desconocía. A veces, son los bomberos los que han puesto una barrera impidiendo el paso, clavando además, ambiguas señales que desvían el tránsito hacia calles alternativas que se pierden en infinitos meandros y pasajes, los cuales terminan, invariablemente, en escenarios rurales donde pastan caballos y vacas y donde mujeres, altas, demacradas y huesudas cuelgan ropa en cordeles, mientras sostienen plañideros bebés contra sus flacas caderas. Por último, tampoco escasean las veces en que son los propios Carabineros quienes bloquean el acceso a Picarte. Y, ya se sabe, con los Carabineros no se juega.
Aún así, estos obstáculos tienen cierta lógica en un país como el nuestro. Lo peor ocurre cuando dirigiéndome hacia el centro, ya sea en vehículo o caminando, y sin que yo pueda percatarme y evitarlo, me encuentro de improviso desembocando en algún tenebroso callejón que me conduce nuevamente a alguna plaza asaltada por escuálidas palomas y por niños que me miran como si viniera descendiendo de un platillo volador.
En consecuencia, hacen treinta años que no he visitado el centro. Es decir, hace treinta años que no he visto una buena película ya que, lamentablemente, en mi barrio no hay salas de cine. La última película que vi, hace seis años, fue una proyección al aire libre organizada por la Iglesia de Los Santos De Los Últimos Días.
Naturalmente, perdí mi trabajo y también a mi novia quien vive, o vivía, en el Barrio Estación. Alguien me dijo hace tiempo, que ahora este barrio se encuentra lleno de casas de putas. Recuerdo que al cabo de un mes de inasistencia involuntaria a mi trabajo en las oficinas de Ferrocarriles del Estado, recibí una carta notificándome de mi despido. La misma persona que me informó lo de las casas de puta me dijo que ya no corrían trenes y que la hermosa y moderna estación se encontraba totalmente abandonada. Pero yo no sé si creerle.
Recuerdo también que al cabo de dos meses de no poder ver a Olga, mi novia, ésta se apareció por mi casa portando un atado con mis cartas y una caja de zapatos con todos mis regalos y, sin querer escuchar explicaciones puso término definitivo a nuestra relación. ¿Me creerían si les digo que el temor al ridículo me impidió decirle la verdad? ¿Acaso creen que Olga me hubiera creído si le hubiera explicado que una fuerza misteriosa me impedía salir del barrio?
Cuando Olga se marchó aquella lejana tarde, una tormenta se dejó caer sobre nosotros, los humildes habitantes de Villa Alessandri, y un trueno resonó a lo lejos como una monstruosa carcajada del cielo. No recuerdo que haya llorado. Probablemente no. Tal vez nunca estuve muy enamorado de Olga. La verdad es que no lo recuerdo. Sólo me acuerdo de que ella tenía un lunar en la mejilla izquierda (o tal vez fuera en la derecha) del cual hacía ostentación como si aquél fuera la marca indiscutible de su belleza. Pero la verdad es que, ya en aquel lejano entonces, los lunares estaban pasados de moda.
Hace poco la vi. Es cierto que por poco no la reconozco, pero justamente aquel inconfundible lunar me sirvió para comprobar que se trataba de Olga. Y me quedé pensando que tal vez lo único bueno de la maldición que pesa sobre mí, ha sido que impidió aquel matrimonio. Tal era la fealdad que había desarrollado con los años.
Volví a casa y tomé aquellas cartas que todavía conservaba y las arrojé al hornillo como si me deshiciera de las pruebas de un crimen atroz.
Después de aquello me sentí aliviado y hasta creo que por primera vez en tantos años sonreí. Aquellas cartas ardieron muy bien y su rápida combustión contribuyó a que la tetera silbara alegremente anunciando que el agua estaba hervida. Mientras cebaba el mate no podía dejar de pensar en aquel asqueroso lunar que la concejala Olga Ruminot lucía aquella tarde sin el más mínimo pudor.
Por otra parte, el mate sabía bastante bien. Sobretodo porque mataba el hambre y la lujuria.
Después de tanto tiempo he terminado por ir aceptando las graves limitaciones que el embrujo al que he sido sometido me imponen. Hasta he llegado a considerar que acaso no sean peores que los destinos sufridos por mis demás congéneres.
Al principio cuando perdí mi empleo estuve mal. Muy deprimido. Me negaba a hablar con la gente y creo que pasé un par de meses encerrado y casi sin comer.
Pero reaccioné. Un día me levanté, rasuré mi barba, planché una camisa y salí a la calle.
Lo intenté de nuevo y de nuevo fracasé. Sin embargo, esta vez hubo una diferencia. Yo había cambiado. De ser un hombre sensible y bueno había pasado a ser un ente frío e insensible. No me desmoralicé pues, por aquel nuevo fracaso. Conservé la calma. Pensé. Traté de pensar en cómo burlar el efecto de aquel nefasto sortilegio. Sin duda se trataba de un hechizo muy poderoso, eso estaba claro. Su origen, por lo tanto, debía provenir de algún enemigo/a dueño/a de una inteligencia superior. Quizás encontrándolo/a y eliminándolo/a podría liberarme de su maligno influjo. No obstante, debía ser extremadamente cauto para evitar consecuencias indeseables.
Esta conclusión tenía una sola limitación y ésta era que si el originador del mal se hallaba más allá de las lindes de nuestra villa, su destrucción sería imposible o, al menos, mucho más difícil.
Comencé pues, a observar a la gente. Concentrándome primero en la que me parecía más inteligente. Esta decisión me alegró y me llenó de optimismo, pues, como se sabe, la gente inteligente resulta extremadamente escasa. Al cabo de algunos meses de paciente observación había conseguido elaborar un catálogo bastante completo de los vecinos/as que calzaban dentro del perfil "inteligencia sobresaliente". Como era dable esperar, al principio no resultaron muchos. Sin embargo, con el propósito de profundizar aquella investigación, convencí a Etelvina, una chica a quien le dejaba coger tomates y hierbas medicinales del pequeño huerto que mantenía en el traspatio, para que me ayudase. El procedimiento era bastante simple y consistía básicamente de algunos acertijos que Etel debía preguntar a la gente en la calle. Quienes respondían correctamente pasaban a mi catálogo.
Todo hubiera marchado correctamente si no fuera porque un día me enteré casualmente de que Etel se había dejado sobornar en varias oportunidades, revelando las respuestas correctas a algunos de sus ociosos amigotes, quienes rápidamente establecieron un mercado negro vendiendo las claves a aquellas personas que, odiando ser tildadas de poco inteligentes y ambicionando figurar en el Diario Mural de la Junta de Vecinos bajo el rótulo de Quien Es El Más Inteligente -supuesto premio por responder acertadamente-, no trepidaron en pagar quinientos y hasta mil pesos por ellas.
He ahí la razón de que la curva en la variable "inteligencia" se haya disparado en los últimos meses. He ahí la explicación a las flamantes zapatillas "Bata" que Etel lucía con indisimulado orgullo durante aquellas últimas semanas.
Sin embargo, no fue eso lo que me llevó a abandonar aquella investigación.
La razón fue más bien una larga conversación con mi amigo el profesor Ulises Maloni. Este gran maestro solía enseñar en el Liceo Politécnico "Alonso Ovalle" que se ubica entre las calles República Argentina con Dr. Holzapfel, justo en los límites de nuestro barrio. Y fue, precisamente él quien me convenció de que la inteligencia tal como la concebimos no existe o, si existe, esta toma diversas y caprichosas formas en los seres humanos. "Lo que sucede en realidad" – me explicó Maloni- "es que nuestra cultura ha privilegiado uno de los tantos tipos de inteligencia, del mismo modo que se ha privilegiado la raza caucásica por sobre las demás". "Por eso"- concluyó el maestro- "su investigación es sesgada y no sería raro que los resultados no sean satisfactorios". "Solamente recuerde" –concluyó- "que uno de los rasgos de nuestro pueblo es justamente el de ‘hacerse el tonto’ con el fin de obtener sus propósitos".
Aquella conversación me dejó sumido en un gran desaliento. Desde el momento en que quien/es me ha/n condenado al ostracismo dentro de mi propio barrio podía/n adoptar cualquier forma humana, aún la más baja, las posibilidades de dar con el/lo/as se reducían en proporción inversa al universo poblacional.
Cuando nos despedimos, Maloni, sacudió su cabeza y me dijo: "Confíe en su intuición".
Pero Maloni no sabía la verdad. Nadie sabía la verdad. Excepto yo y aquel a quien busco.
Yo y mi enemigo.
Rápidamente me di cuenta de que mi estrategia de no hablar del tema, de no socializar mi problema y mi angustia, no debían gustarle. Para él/la el mal no estaría completo sin mi ruina social. Sin mi devaluación total como ser humano.
Al privarme del desplazamiento fuera de las humildes calles de nuestra villa, me privaba de los bienes que la modernidad otorgaba aunque fuera de manera oblicua a la mayoría de los habitantes de nuestra patria. Al confinarme al mísero cuadrante donde transcurría mi vida y reducirme con ello a la peor pobreza, el poderoso hechizo lograba casi completamente su efecto. Sin embargo, para su éxito total faltaba la condena social.
Y había algo que mi poderoso enemigo no pudo tener en cuenta.
Y aquello fue la gran crisis de los ochenta.
Resulta que de la noche a la mañana, todos, o casi todos, perdieron sus empleos y la pobreza en que ya vivíamos se transformó en franca miseria. Las calles se llenaron de desocupados y se implementó un plan de empleo mínimo (usar las mayúsculas aquí sería un contrasentido) que consistía en plantar arbolitos y ornamentar plazas, jardines, escuelas, etc. El sueldo; una caja de alimentos básicos cada quince días. Comenzó pues una febril reforestación de calles y plazoletas con lo cual se pretendía acaso ocultar la decadencia y el fracaso del nuevo régimen.
Sin embargo, aquello tuvo el efecto impensado de nivelar mi condición con la situación de la mayoría de mis vecinos.
Pero yo tenía una ventaja.
Como ya lo he mencionado, hacía ya un tiempo que para sobrevivir había aprendido a cultivar un pequeño huerto en el diminuto traspatio de mi casa. Junto con ello me había hecho vegetariano.
De manera que a la cruda luz de los acontecimientos yo me encontraba incluso en una situación de superioridad respecto a los demás.
Entonces fue que apareció el brujo.
Fue una mañana de Enero. Una mañana luminosa en que los pájaros alborotaban alegremente el cielo y se paraban a beber en la pequeña fuente que yo había dispuesto para ellos. Entonces fue que golpearon a la puerta.
Era un individuo bajo, de pelo negro ondeado que peinaba a la cachetada. Poseía unos ojos oscuros y una sonrisa burlona le hería el rostro. Buenos días –saludó- soy Eddy Vilches. Usaba una camisa color crema cuidadosamente planchada y unos pantalones de lino crudo. Tenía unos pies ridículamente pequeños los que calzaba en unos mocasines terracota.
Cuando lo invité a pasar noté también que usaba colonia. Una colonia dulzona y ácida que me recordó las flores marchitas de una tumba.
Nos sentamos cerca de la fuente de greda sobre unos cajones de manzanas que era todo el mobiliario que decoraba aquel proletario parterre. El individuo parecía tener prisa, de manera que no bien hubo acomodado sus posaderas sobre un periódico que desplegó previamente sobre el cajón, sacó lápiz y algunos formularios sobre los que pareció consultar información necesaria para interrogarme. Corroboró mi nombre completo, mi número de identidad, mi edad, estado civil y demás datos que la burocracia necesita para ejercer su poder unilateral sobre los mortales. Algo, además de aquella fúnebre colonia, me olía muy mal.
En honor a la verdad no recuerdo exactamente nuestro dialogo, pero en algún momento el funcionario declaró que aquella casa me iba a ser "enajenada", esa fue la palabra que usó. Mi deuda -dijo– era tal, que no se veía factible que la pudiera saldar en esta vida ni siquiera en una próxima. Considerando además mi falta de empleo y mis "malos antecedentes"…
Probablemente en ese punto fue que lo interrumpí exigiéndole que me explicara aquello de mis "malos antecedentes". Muéstreme -le dije– dónde dice que tengo "malos antecedentes". "No hay ningún papel que lo diga específicamente"-respondió-"pero usted abandonó su trabajo, no tiene previsión social, ni seguro médico…" Y mientras lo decía, aquella sonrisa torcida que le cruzaba la cara parecía ampliarse y recogerse en un espasmo nervioso. Y era como si el hijo de puta estuviera gozando aquel momento.
Finalmente, me exigió que firmara aquellos papeles para que quedara claro que yo había "tomado conocimiento" de la situación.
Fue en ese momento que lo invité a pasar al comedor.
Le firmaré todo -le dije– pero adentro. Tengo una buena mesa de pino allí. Quiso protestar, pero yo ya me había dirigido hacia la casa y no le quedó más remedio que seguirme.
Siéntese le dije. Vuelvo enseguida.
Cuando volví del dormitorio, todavía estaba allí, aguardándome, impaciente, sentado en el borde de una destartalada silla. Al verme con la mochila y vestido con otra ropa no pudo ocultar una risita histérica. "No, si no tiene que abandonar la casa al tiro"– alcanzó a decir– Y mientras le aplastaba el cráneo con aquel garrote imagino que le respondí: "tú tampoco"
Más tarde salí al patio. Me senté bajo aquel ciruelo que en otro tiempo yo y mi difunto padre habíamos plantado y comencé a escribir esta historia que nadie debería creer.
Mientras, los pájaros se disputaban ferozmente aquel cielo de Enero.




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