La señorita Zoila llora mientras se entera de que las poesías que ha escrito con tanta emoción y esfuerzo carecen de valor. Ella las ha pasado en limpio, primorosamente, con su letra clara y redonda de buena estudiante. Acaso su cuaderno huela a ella y despliegue un perfume a flores campestres; a prímulas y fucsias. Quién sabe sus lágrimas huelan también a margaritas y a calas.
Pero la escena es repugnante.
La señorita Zoila es una idiota, no porque escriba poesías –arte que El Caballero ha condenado públicamente-, sino por haber tenido la desdichada ocurrencia de desnudar su lírica ante el crítico. Por eso me parece justo que se la estén culeando.
Pero la escena me enferma.
El crítico es feo y viejo y, como dicen ciertos libros de frenología, posee “un perfil aquilino". Ejerce además, el antiguo oficio de cura o timador corporativo.
Ha comenzado aclarando que lamenta herir los sentimientos de la señorita, pero que imbuido del respeto y el amor que siente por la literatura, es su deber (¿dijo "sagrado"?) separar la paja del trigo; decir "la verdad", por muy dolorosa que esta sea. Acusa a la tonta de Zoila de osar practicar un arte excelso sin conocer sus "rudimentos". Apostaría que la mitad de las soberbias palabras del anciano caen en el vacío. Pero Zoila sabe que son hostiles. Llora porque ha cometido el pecado de sacrilegio. Se siente torpe, fea, última. El crítico la consuela magnánimo, satisfecho de su poder. La idiota de Zoila le da increíblemente las gracias por vomitar en su cursi cuaderno.
Ambos constituyen la eterna imagen de la cultura: El lobo versus la oveja.
De todos los presentes en la sala, soy, tal vez, el único que ha leído los dos volúmenes de poesía escritos por el crítico. Gesta del sol, publicado en 1934 por Zig-Zag y Poesía Selecta de 1959 por Editorial Universitaria.
Su lectura fue penosa.
El primer volumen constituye el desfachatado intento de conciliar un lenguaje nerudeano, espeso, sobresaturado de imágenes, exageradamente telúrico, con una temática seudo mística. El resultado, obviamente, es una mierda presuntuosa y rimbombante. Sin embargo, posee el impensado mérito de comprobar que el conocimiento de la poesía de moda no es suficiente para encubrir la falta de talento, de imaginación y de experiencia vital. Este primer libro abusa de la enumeración caótica, de una prolija yuxtaposición de imágenes surrealistas, de rebuscadas metáforas de segundo grado, etc., etc.
El segundo volumen es claramente superior, sin dejar de evidenciar la falta de verdadero talento, de genuina emoción y de sensibilidad. El autor ha escapado a la influencia de la poderosa lengua nerudeana y ha recalado en una escritura menos verbosa; un tanto más clásica, casi ascética. Las metáforas se encuentran cuidadosamente construidas. Seguramente demandaron largas noches de insomnio; tal vez semanas enteras de intenso esfuerzo. Todos los poemas que lo constituyen fueron publicados a través de los años en diversas revistas o libros colectivos.
No obstante, ningún poema memorable que rescatar.
Es cierto que Zoila no sabe escribir. Sus poemas ingenuos no hacen sino reflejar su mente amueblada de lugares comunes; su ramplonería, su cursilería, su espíritu kitch.
Y el crítico se ceba en ella. Sonríe dichoso mientras pronuncia las frases más descalificadoras con dulzura paternal.
Hasta ahora no me había dado cuenta de lo hermosa que es Zoila. Escarnecida por la jaculatoria del crítico, su rostro arrebolado resplandece y sus ojos brillan a través de las lágrimas. Sus pupilas se encuentran dilatadas y adivino un leve jadeo en su respiración. Apostaría a que su lengua está helada y su concha ardiente. Como un animalito acorralado a punto de mearse.
De pronto siento unos celos irracionales.
Aunque nunca ha habido nada entre ella y yo, siento celos.
Y es que soy, lejos, mucho peor que el crítico.
Decido entonces entrar en acción.
Y cuando un roto como yo entra en acción, no lo hace sin aplicar la primera regla de la supervivencia callejera, la cual sabiamente sentencia que “siempre gana el que pega el primer aletazo”. Así que pego mi primer aletazo.
-Disculpe que lo interrumpa, padre… El anciano me busca entre la concurrencia sin lograr enfocar sus sucios espejuelos en mí.
Todo lo que usted dice puede ser cierto –continúo sin darle tiempo a identificarme- pero hay una pregunta que seguro se harían todos los aquí presentes, si se hubieran molestado en leer las poesías de usted. Y la pregunta es muy simple: ¿cómo alguien que sabe tanto sobre el tema ha escrito una poesía tan re mala?
El cura mira sobresaltado en mi dirección mientras intenta limpiar sus gafas con un pañuelo.
Y la segunda pregunta, por supuesto es ¿no es usted la prueba viviente de que el sólo hecho de saber bien el catecismo no garantiza ser un buen cristiano?
Las carcajadas llenaron la sala.
Como era de esperar, el patriarca que no es un recién llegado en estos lances y conserva la calma. Parece vacilar. Puedo prever que su mente ágil y entrenada busca las ideas y las palabras más afiladas para contrarrestar mi acometida.
¿Y se puede saber cuáles son sus pergaminos para que los aquí presentes confíen en su juicio, señor…?
-Digamos que soy un roto ilustrado al que no le pasan gatos por liebres-
-La categoría de “roto” que usted se adjudica supongo que explica su impertinencia y su grosería, pero todavía falta ver lo de “ilustrado”
Pongámoslo así: si uno ha leído a Ercilla, a Pezóa Véliz, a Gabriela Mistral, a Vicente Huidobro, a Pablo Neruda, a Pablo de Rokha, a Nicanor Parra, a Enrique Lihn y a Jorge Teillier. O sea, a lo mejor de la poesía chilena. Después de eso, no hay que ser un experto para darse cuenta que sus dos libros, comparados con aquellos, son sencillamente mediocres.
-Todo depende del punto de vista desde el que se lo juzgue, mi amigo…
- Todo depende desde el punto de vista, cierto, pero desde el punto de vista al que me refiero es muy claro que su poesía está lejos de alcanzar un nivel aceptable. Si verdaderamente sabe de lo que habla, reconózcalo.
- Mi poesía está perfectamente construida y formalmente es irreprochable.
-pero eso no la convierte en buena poesía.
-para usted…
No. Para mí y para cualquiera que sea un lector educado, su poesía carece de valor. Y por eso no entiendo con que derecho usted se atreve a criticar a otros, cuando es evidente que no ha podido lograr lo que predica.
A estas alturas de la discusión yo sentía los ojos de Zoila clavados en mí. También me percaté que mi interlocutor se inclinaba a ambos costados y parecía dar indicaciones a los doctores que lo escoltaban en la mesa. Uno de ellos se levantó sigilosamente y supe que no podía sino haber ido a llamar a los guardias.
- Mire, mi tiempo y mi paciencia se agotan y la verdad es que no sé que hago discutiendo con un pobre diablo como usted.
- Me alegro de que por fin muestre la hilacha y descubra toda su arrogancia de cura facistoide. Espero que le quede claro que no nos va a venir a engrupir tan fácilmente. Y, por último, antes de que lleguen los gorilas que mandó a buscar para que me saquen, le quiero decir que estoy seguro de que cualquiera prefería leer el cuaderno de la compañera que usted humillaba, antes que una sola página de uno de sus libros.
Sentí que los guardias estaban ya en la puerta así que sin pensarlo dos veces tomé el paquete de panfletos y los lancé al aire.
No se engañen: yo no era uno de aquellos héroes que lucharon contra la tiranía. Tampoco un anarquista.
Sólo lo hice para sembrar el desconcierto.
De manera que pude salir tranquilamente por la puerta mientras los guardias, desconcertados, intentaban detener a los muchachos que recogían los panfletos.
De inmediato se corrió la voz de que estaban en clave. Sólo yo sabía que no era cierto. No eran más que un montón de papeles de diario en que la imaginación creía ver mensajes libertarios, consignas patrióticas o arengas que incitaban a las masas. Semanas después, el cuartel de inteligencia todavía se quebraba la cabeza tratando de encontrar las supuestas claves. Y se dice que finalmente las encontraron.
Mientras yo me conformaba con descifrar las claves del dulce corazón de Zoila.