Recién caigo en la cuenta de que la inconsciencia reina en todo lo que se refiere al ámbito del bar. Comenzando por la palabra misma. ¿Quién se acuerda, por ejemplo, que ésta, no es de origen español y que en nuestra lengua su significado se ha jibarizado hasta designar sólo aquel extraño espacio en que empinamos el codo? La inconsciencia parece aquí muy conveniente. Acaso un bar sea una suerte de oasis en medio de la absurda agitación de la ciudad. Un lugar en que la voracidad de la vida hace una pausa. ¿Será por eso que nos parece un lugar tan amable?... ¿O será por el contrario, el espacio donde recrudecen todos los miedos, donde todas las miserias se disfrazan de alegría?
No estoy del todo seguro de cuál fuera el primer bar con el que tropecé en esta vida. Creo recordar que se trataba de una pequeña cantina situada estratégicamente en la última calleja del pueblo donde siempre nos deteníamos antes de emprender la cabalgata hacia la montaña donde mi padre solía llevarme a pasar los veranos. Aquel era un lugar fresco y sombrío, de mesas rústicas y rústicos parroquianos. Me asombraba siempre que mi padre parecía conocerlos a todos, siendo así que vivíamos en la ciudad, y, mientras se echaba unas cervezas con ellos, yo tenía autorización para beber cuanta gaseosa se me antojara. Entre otras cosas, recuerdo esta cantina, por aquel exceso auspiciado por mi viejo, normalmente tan severo. Pero también, porque ya entonces, comencé a verla, sentada en el rincón más obscuro, fumando sus asquerosos “liberties”, dirigiéndome sus ojos cargados de odio y melancolía. Un vaso de vino blanco temblando en la mano alcoholizada.
Muchos otros bares desfilan por mis recuerdos. Ninguno tan patético y tan picante como “El Vienés”. La decoración minimalista de este antro me provocaba siempre una úlcera en el esternón. El hedor a cloro de sus baldosas ajedrezadas me sumía ipso facto en un estado de melancolía que ocultaba a carcajada limpia. ¿Qué me llevaba hasta allí, sin embargo? La inconsciencia de mis amigos de aquella época, la escasez, la indigencia, la desidia, la dictadura… Eso es, echémosle la culpa a la dictadura, por aquel tiempo, dueña de nuestras almas, ejecutora inapelable de nuestros futuros destinos. Allí sorbíamos aquella mortal aguardiente que mis compatriotas se obstinan en llamar “pisco”. Yo era el único que lo tomaba puro y, en consecuencia, el único que he sobrevivido a aquellos intentos de suicidio colectivo. Recuerdo, sin embargo, que durante aquellas jornadas nos reíamos como locos y, por ende, nos jurábamos felices. Extrañas formas que la felicidad adopta en tiempos de penurias. Me partiría el alma saber que aquello no era una de las misteriosas formas de alegría. Y en aquella clínica aséptica, iluminada por la crueldad de sus tubos fluorescentes, invariablemente la descubría sentada, el pucho pegado al labio inferior, su odio helándome la sangre dispuesta a saltarme al menor descuido.